POLÍTICA Y
CULTURA ¿UNIÓN O ENFRENTAMIENTO?
La cultura entendida en este caso
como cultura artística e intelectual, o
sería mejor decir, como la acción
creadora de artistas e intelectuales, ha tenido un vínculo permanente con la
política a través de los siglos; unas veces como parte de ella, otras como
oposición, aunque por su naturaleza misma ambas parecen inseparables. Claro que
la cultura, vista en su más amplio sentido abarca todo el quehacer humano, pero reitero que en
esta reflexión nos estaremos refiriendo a la creación artística e intelectual.
Sólo que debe entenderse que estoy incluyendo también las gestiones y expresiones populares que se dan en las
comunidades.
Podemos aceptar que la política
es una práctica social orientada de manera ideológica a la toma de decisiones
de ciertos grupos para alcanzar objetivos, esencialmente el poder, con clara
intención de modificar, resolver o minimizar las contradicciones que se dan en
la sociedad. En consecuencia habremos de convenir en que la política es el
resultado de la jerarquización social y del encuentro o desencuentro de las
ideas dadas en el proceso histórico de organización humana. Es una práctica tan
necesaria e inevitable como rechazada y hasta abominada por la mayoría de los
hombres hoy día. Sucede, Sobre todo, cuando la política es identificada por la
sociedad como el arte de las simulaciones y la mentira. No se trata de que la
política como disciplina o ciencia sea desvalorizada, lo que ocurre es que en
su mayoría los políticos terminan siendo cuestionados, a veces odiados. Sucede,
porque por cada acierto de los políticos, por cada político que logra consolidad
un liderazgo ejemplar, o cuando menos amable, se registran incontables
desgracias imputables a sus gestiones. En buena parte del mundo el político es
identificado con la corrupción y la ausencia total de ética. Hago aquí la
salvedad de que toda generalización es injusta, falsa, pero lo dominante se impone como
criterio totalizador.
La cultura no siempre es
deleite, pero por su naturaleza es edificante para todos, seamos o no
conscientes de ello. El arte es forma especial de ideología, de trabajo y de
conocimiento, de manera que por muy distantes que tales o cuales políticos se ubiquen
en su relación con la cultura, no pueden prescindir de ella. Desde la
antigüedad a nuestros días, los políticos y los procesos históricos que se
recuerdan con agrado y simpatía, porque significaron progreso, son aquellos que
fueron propicios a la cultura. Todavía veinticinco siglos después, Pericles
aparece como ícono del progreso.
Vivimos tiempos especialmente
complejos, aunque no podemos ignorar que cada momento de la historia ha sido
considerado así por quienes les ha tocado vivirlos. Pero las dificultades y
atolladeros de este momento son realmente peculiares. Tiempos de la mundialización,
del dominio globalizado y de espejismos sociales que nos hacen creer que
estamos alcanzando el punto más elevado de le civilización humana. La política,
en muy alto grado, se ha desnaturalizado y subordinado a intereses financieros. En cantidad
escandalosa, los políticos han perdido su condición de líderes sociales para
convertirse gerentes administrativos y aliados de los grupos financieros, en
muchas ocasiones son ambas cosas. Porque son los grupos financieros, en lo
fundamental, quienes ostentan el poder. Tenemos entonces que, en lugar de estar
escalando hacia puntos más alto de la civilización, requerimos, como nunca
antes, un proceso civilizatorio que impida que el hombre común vuelva a un
estado de esclavitud, aunque ese proceso esclavizador tenga ahora un rostro
diferentes. Las enormes conquistas del hombre a través de los siglos se
encuentran en peligro, la concentración del poder y las reglas del mercado
ponen cada día en riesgo los valores humanos esenciales y parecen abocarnos al
egoísmo desenfrenado, la ley del más fuerte y al aislamiento enajenante.
El auténtico ejercicio de la
política implicaría que desde allí se establecieran los rumbos y adecuaciones
de la economía según las condiciones y conveniencias de tal o cual país o región,
pero en realidad ocurre lo contrario, aunque líderes entre comillas se empeñen
en aparentar otra cosa. Un cambio civilizatorio como hemos apuntado debe
suponer que los políticos se encarguen de la política, de la buena política, que garanticen la armonía
social, la equidad y, en consecuencia sean propiciadores de la cultura.
Ante esta realidad, la cultura,
los hombres de la cultura, no podemos caer en espejismos y creer que la
globalización es la panacea, el progreso y la revolución liberadora. La
globalización tiene aspectos incuestionablemente beneficiosos, como pueden
ser las posibilidades comunicativas que
se han abierto al planeta, entre otras cosas, pero también ha abierto las
puertas a un dominio global agresivo que
pulveriza valores y destruye identidades.
Eso nos enfrenta; enfrenta a la cultura y la política en alto grado. No
es falso decir que en muchas partes, en ciertos niveles del poder y la
política, se establece un vínculo positivo con la cultura, pero sólo en ciertos
niveles, que no precisamente están en capacidad de salvar al planeta y defender
al hombre común que es, con frecuencia, despojado de su sentido de pertenencia
en relación con lo universalmente propio, humano. Ese sector de los políticos
informados y conscientes de su papel histórico suele ser el mejor aleado de los
que hacen la cultura y de los empujes de la sociedad civil.
Visto de otra manera, o por lo
menos desde otro ángulo, tal vez desde el boxístico, habría que decir que política
y la cultura han sido llevadas a lados opuestos del cuadrilátero, con pocas
posibilidades de conciliación,
midiéndose a distancia y destinados al enfrentamiento. La política
tratando de derribar a un adversario que está en sus propias entrañas. La
cultura esquivando golpes, pero buscando el modo de penetrar, conquistando
espacios para meter el “gancho”. Que en una traducción no metafórica quiere
decir que lucha por expresarse libremente sin los obstáculos frecuentes que le
impone la burocracia política, por ignorancia o en defensa de quienes dictan
desde los grupos del poder.
Este divorcio innatural entre
cultura y política, que no sólo es innatural, también catastrófico, se debe en
particular al hecho de que la política se haya convertido en negocio y los
políticos, en cantidad abrumadora, se vuelvan protectores de de los intereses
monopolistas. Si alguien tiene dudas de este desastre que le pregunte a un
político de determinado nivel a quién priorizaría en caso de que tocaran a su puerta: el obrero que
produce o el presidente de un consorcio que controla e impone las leyes del
mercado. El vínculo grosero de políticos con el gran capital los aleja de lo
que debían ser, es decir, servidores públicos, no cazadores de privilegios, de fortuna;
justamente, lo que los distancia del liderazgo y los identifica como gerentes.
Vale aclarar nuevamente, que hay políticos bien intencionados en tal o cual
latitud del planeta, los hay con reconocimientos y liderazgos auténticos, pero con
frecuencia se ven de manos atadas frente a grandes decisiones que tañen a la
humanidad. En cantidad importante,
suelen confundir el show con la cultura y ahí se quedan, porque ignoran sus
magnitudes o porque defenderla los compromete. En este contexto desolador, la
mayoría de quienes ejercen el poder político no ve a la cultura como inversión
fundamental, sino como gastos superfluos que deben ser eliminados o recortados
ante el menor disturbio administrativo.
Todo esto es contrario al
equilibrio de la sociedad, si es que aceptamos que la cultura, sobre todo la
cultura popular, es la expresión más alta de la conciencia colectiva y, en
consecuencia, resiste y reacciona, no siempre de la manera mansa. Vale aquí
hacer alguna observación sobre este asunto. Las culturas populares han sido y
son bombardeadas constantemente por el mercado,
instrumento fatídico de los grupos financieros (de poder), modo idóneo
de lesionar, borrar si es posible, la identidad de los pueblos. Nada más eficaz
para ejercer el dominio global que atacar la identidad y configurar una
sociedad estandarizada, donde el individuo enajenado pierda el contacto con su
comunidad y, en consecuencia con sus valores y su cultura. El mercado en su
fase desenfrenada, ésta que estamos viviendo, destruye a su paso la cultura y
la identidad, lesiona de inmediato las comunidades empezando por su economía. El
artesanado se desvaloriza. El pequeño comercio es sustituido por los grandes
mercados y la manufactura pierde espacio y vínculo con esas comunidades
agredidas.
En este panorama que pareciera
definitivamente desolador hay un punto de salvación que está en la política y
su vínculo estrecho con la cultura, sólo que es un camino político que no tiene
muchas alternativas; parece ser el
camino de la izquierda, pero de una izquierda objetiva, progresista, informada
y preparada para comprender que el vehículo de respuesta y reordenamiento es la
cultura.
Se necesita una izquierda
despojada de vicios adquiridos por lo políticos tradicionales en su alianza con
el mercado. Una izquierda dispuesta a
asumir la actividad política como una acción edificante, creativa, transformadora y dispuesta a asumir el
servicio público con honradez y honorabilidad.
Parece una obviedad decir que la
derecha jamás resolverá ese enfrentamiento, nuca asumirá la cultura como el
camino salvador para una sociedad viciada y dominada por el mercado, al
contrario, cada vez jugará con mayor placer su papel de gerente. Puede que coquetee
con ciertos sectores artísticos e intelectuales, puede que instrumente un
sistema más o menos efectivo de simulación, conveniente a sus intereses y
limitado a las expresiones que nada tengan que ver con las raíces profundas de
la cultura. Nunca le importará la identidad agredida de los pueblos, de las
comunidades. Le abrirá las puertas al mercado, a los grandes monopolios, es
decir, a los grupos financieros que le dictarán políticas. La cultura que
fomentarán las clases privilegiadas será siempre cultura de élite
Lo triste de este panorama no es sólo que la
derecha esté dominando al mundo en un grado muy alto, peor es que buena parte
de la izquierda hoy día haya perdido la brújula y se sientan atraídos por
ciertas modas y modos de la derecha. Aquéllos no parecen enterados de que la
batalla deben librarla en el plano de la cultura, ahora sí, incluida la
educación. La izquierda que no tenga
claro el papel real de la cultura en la sociedad, no será capaz de funcionar
como fuerza transformadora, por lo que suele ser más peligrosa que la derecha,
porque mientras da “palos de ciego” desvirtúa, desorienta y crea una imagen de
incertidumbre difícil de recomponer.
El objetivo de los centros
financieros globales y de sus gerentes en diferentes puntos del planeta es la
concentración de las riquezas y el poder, que implican enajenación y
dominación. En este contexto, los políticos, en gran medida, se han dejado
arrebatar por aquéllos el papel que les
corresponde: hacer política en beneficio de la sociedad. En este oscuro
contexto, los estados y gobiernos, de hecho mal conducidos, a ratos saqueados,
se han vuelvo famélicos, empobrecidos al punto de la incapacidad para enfrentar
las demandas sociales más acuciantes.
La izquierda no puede permanecer de brazos cruzados frente a este
fenómeno, ni puede ignorar que el arte y la literatura son reflejos, más que de
la realidad, de las aspiraciones del hombre, de la sociedad. La política vista entonces desde una posición auténticamente de
izquierda no puede olvidarlo. Si llegan a concientizar esta realidad y actúan en consecuencia, estarán rescatando
también su propia razón de ser y rescatarán el ejercicio genuino de la
política.
La sociedad civil encabeza de
alguna manera por los intelectuales y artistas, si lo vemos desde el punto de
vista de las ideas, es la única fuerza capaz de ponerle un alto a los
desenfrenos de una sociedad cada vez menos equitativa y más desalentadora. Pero
el movimiento que a escala mundial se observa en esa sociedad civil cansada,
inconforme e irritada puede que sea el puente a la otra orilla, a la de un
mundo mejor. La izquierda no puede quedarse a la retaguardia de esa compulsión
transformadora que se escucha llegar como una furia, como murmullo de
multitudes.