LA OTRA ASUNCIÓN DE LA
VIRGEN
Rafael Carralero
Primero fue el sonido casi imperceptible del
interruptor, tal vez el aire sobre la luz mortecina de una vela; después la
oscuridad que viene de tiempos remotos, desde mucho antes que Edgardo fuera
deseo de Floriselda Alquízar y Genaro Funcia. Quizá desde que todo era vacío,
precipicio, hondura y noche sobre la noche hasta el infinito. La oscuridad es
zona pantanosa del pensamiento, sangre de la noche y la noche es camino abierto
a los designios de Satanás; lugar y tiempo para los espíritus en pena.
La noche trajo al Pininío que es encarnación
de muertos viejos y de todas las calamidades y pecados ocurridos desde los días
en que se levantó la primera casa, se abrió el primer surco sobre la tierra y
se escuchó la primera voz. Es eco del primer llanto del hombre y sitio de
despojo para las almas perturbadas, a quienes después de muchos años, siglos y
milenios desandando por la tierra para purgar sus mal andanzas, Dios les
concede la luz con la condición de dejar en el pajarraco lo que queda de
nefasto y pecaminoso. Por eso el Pininío es hombre, bestia, pájaro y sombra y
reptil y sanguijuela y sabe Dios cuantas cosas más.
Asunción Macaria une las manos y las cejas,
alza la vista al cielo y dice las últimas palabras de su discurso, que es
también rezo y profecía, después hunde la barbilla en el pecho y se va despacio
hacia la cama, desde donde vuelve a susurrar algunas palabras sin apartar la
mirada del altar.
Desde entonces para Edgardo Funcia la noche
es insomnio, mito, miedo y muerte; es tiempo de espera hasta que llega el día y
los gallos anuncian el alba, los gorriones se reúnen y pían, quizá para ordenar
alguna acción común, y vuelve a empezar la vida; huye el Pininío y se aquieta
el pensamiento de la abuela.
El pensamiento de Asunción Macaria se ha
estado moviendo toda la noche, se metió entre las sábanas, corrió por los
rincones de la casa, trepó por las paredes, anduvo subiendo y bajando los
entrepaños del altar, embistió contra el ropaje chillón de Satanás, que es
diablo de diablos, aunque su imagen es mitad hombre y mitad diablo, porque con
el tiempo, en aquel rostro aparecieron los rasgos de Floriselda y Belisario
Alquízar.
Dios mío, mamá diablo, dijo el niño cuando lo
vio por primera vez, lo dijo sin balbucear, aunque apenas empezaba a decir las
primeras oraciones. Mamá diablo, repitió cuando estaba completamente dormido.
Floriselda Alquízar golpeó con el codo las costillas del marido:
-¿Oíste? Esas son las
cosas que le enseña tu madre.
-Viene el Pininío, dijo
luego Edgardo, y su madre, que había vuelto a hundir la cabeza en la almohada
le habló entre lágrimas a Genaro:
-Esto es demasiado,
viejo, el niño se va a volver loco.
En su cuarto, Asunción Macaria dejó ver una
sonrisa y se frotó las manos, como si las estuviera secando.
El Pininío vive en las entrañas del infierno.
En la noche sale por la boca de Satanás y vuela hasta la copa de los árboles y
a los tejados. Es un pajarraco sabio, aunque su sabiduría es del mal; es
guardián y mensajero del diablo, transmisor de enfermedades y enemigo del agua
y la luz. Puede entrar por las hendijas de la pared, está en el revoloteo de
una libélula o de una chicharra que entra por la ventana, en el caldo de la
sopa y en el café con leche.
Edgardo Funcia no podría precisar después si
lo que entró primero al corazón fue la palabra o el miedo, no supo si llegaron
juntos o nacieron con él. Al principio el Pininío debió ser una palabra
misteriosa, tal vez una sombra en el pensamiento y luego un grito hasta que se hizo pájaro y hombre, pájaro y
bruja, pájaro y caballo, pájaro y perro flaco. Siempre tuvo nariz curva, ojos
redondos y amarillos, un pecho como de viejo asmático y una sonrisa malévola
que le robó a Quilla, El Moro.
Quilla era un árabe misterioso, un ser
enigmático que llegaba cada fin de mes con sus palitos de tendedera, alfileres
para los pañales, polvos, coloretes, lápices para los labios y mucha agua de
colonia. Venía con los mejores precios del mundo, decía. Llegaba justo a la
hora del almuerzo y se oía la voz de Genaro:
-Quilla, venga a comer.
-A Buen tiempo, Quilla,
decía Floriselda, para hacer más fría la invitación, pero el otro no percibía
el propósito.
-Gracias, muchas
gracias, se le escuchaba a Quilla con esa voz extranjera y parecía que la lengua se le había hecho un
nudo en la garganta, se inclinaba hacia adelante como si saludara a un rey, y
enseguida.
-Horita voy.
Abría alguna caja para que fueran viendo la
mercancía y se sentaba en la esquina de la mesa para disfrutar de un largo y
opulento almuerzo.
-Este moro es un
descarado, decía Floriselda cuando el árabe abandonaba la casa.
El Pininío siempre tenía la sonrisa que le
robó a Quilla, pero la cola le cambiaba en cada ocasión, porque cuando venía de
pájaro y hombre era muy difícil verle la cola, cuando se aparecía de pájaro y
caballo o de pájaro y bruja, se le escuchaba arrastrar una cola grandísima,
como diez veces más grande que cuando venía de pájaro y perro flaco, en este
último caso uno sentía mucho miedo, porque la parte trasera se le mecía de un
lado para el otro, la cola de perro flaco se le metía entre las piernas y se
movía como si estuviese espantando mosquitos. Cuando se posaba en la ceiba
gigante, la parte de perro flaco quedaba colgando en el vacío y giraba como el
péndulo de un reloj. En esos casos su grito era diferente, como de lobo
moribundo y pájaro triste.
Asunción Macaria se
persignaba ante el altar y hacía varias cruces frente a la ventana.
-El Pininío es mucho más
que pájaro, animal y persona, es nada y todo al mismo tiempo. Detente animal
feroz, que antes de nacer tú nació el niño Dios.
La vida empieza con el recuerdo, porque el
tiempo que no está en la memoria es como si no hubiera existido, o como si una
hubiese sido otra persona o nadie. Una empieza a existir cuando las cosas que
sabe las aprendió por una misma y no por lo que le van diciendo los de otros
tiempos.
Para Asunción Macaria la vida comenzó un
lejano domingo de resurrección, en el instante mismo en que quedó prendida en
alambre y el verraco se alejó corriendo a campo traviesa. Demóstenes era una
animal amaestrado, acostumbrado desde que tuvo cuerpo para hacerlo, a sustituir
cada domingo al caballo bermejo de
Benjamín, porque a Benjamín le gustaba eso de ser el único chico de la comarca
que cabalgaba sobre un puerco.
Demóstenes tenía cara bonachona y ojos
tristes, como si llevara consigo el pesar de haber nacido cerdo. Acaso alguna
vez miró de reojo al caballo bermejo y sintió la inferioridad que le imponía a
su estatura, aun cuando era privilegiada entre los de su especie. Sus orejas
eran pequeñas y peludas como las de un potro de carrera, la pelambre amarilla y
dura, que Benjamín rebajaba con navajas cada semana para que no le molestara
durante los paseos dominicales. Obediente, Demóstenes solía trotar
armónicamente por las calles empedradas
sin necesidad de que lo guiaran
las manos de Benjamín. Iba mansamente hasta la puerta de la iglesia para dejar
a sus patrones, quienes descendían ante las aclamaciones de los muchachos del
pueblo, que solían congregarse para ver la singular cabalgadura.
Aquel domingo de resurrección, Demóstenes
se vio diferente, no mostró su habitual resignación y obediencia, se movió
inquieto, levantó las orejas y ladeó la cabeza para mirar a Benjamín y a la
hermana, cuando ellos se enjorquetaron sobre el lomo rasurado. Benjamín murmuró
entonces:
-A este animal se le ha
metido el diablo.
Demóstenes pareció entender el significado
de aquella frase; no esperó la orden de partida, ni obedeció a las bridas con
que el muchacho intentaba guiarlo; se lanzó a toda carrera, en dirección
contraria al destino acostumbrado, como si alguien le estuviese llamando desde
los boniatales de los Alquízar. A galope tendido se deslizó por debajo de la
alambrada, para dejar a los jinetes colgando de las púas, enganchados del
cuello y pataleando como lagartos en la candela.
-Maldito el diablo, dijo
Asunción Macaria cuando logró soltarse de los alambres, se pasó la mano por la
garganta ensangrentada y se mordió el labio inferior para evitar las lágrimas.
Benjamín, por el contrario, chillaba desconsolado y se apretaba el ojo
izquierdo que creía haber perdido. Ella lo miró con reproche y buscó a
Demóstenes, pero el animal había desaparecido en la distancia.
Cuando la andaluza Agustina Peralejo los vio
entrar bañados en sangre, lanzó un grito y se llevó las manos a la cabeza.
-Dios mío.
Benjamín volvió a gemir
en brazos de la madre, pero Asunción Macaria esquivó los mimos y volvió a mirar
al hermano con reproche.
-No es para tanto, dijo,
y la madre descubrió entonces una
expresión de odio en el rostro de la niña, que le pareció inconcebible en una
criatura que acababa de cumplir los cinco años de edad.
Onésimo Pimentel, que estuvo viendo la
escena desde la puerta del comedor comentó entonces:
-Aquí se invirtieron las
cosas, carajo, fue la hembra quien nació con los pantalones puestos.
Mucho tiempo después, Onésimo Pimentel
recordaría sus propias palabras, andaba la niña por los diez años cuando se le
encaró:
-Usted me casará con ese
Pingüino embuchado, pero no permitiré que me ponga un dedo encima, dijo, lo
juro por la Virgen
y por mi madre.
El padre vio la furia en los ojos de la
niña. Por primera vez toleró la insubordinación y tuvo que rehuir una mirada.
Cuando Asunción Macaria cumplió los seis
meses de nacida, Onésimo Pimentel dejó sellado un compromiso de futuro que estaría
acariciando durante muchos años. Con un apretón de manos le juró al hacendado,
Alejandro Vasco, que su hija sería para Atanasio, único hijo del terrateniente,
que era por aquellos días el hombre más acaudalado de la región.
Para algunos el compromiso era un gesto de
lealtad de Pimentel, para el amigo y compañero de algunas parrandas en otros
tiempos y de las peleas de gallos dominicales. Agustina Peralejo supo que el
convenio obedecía a las ilimitadas ambiciones de su marido.
Tenía Atanasio tres años y la niña seis
meses cuando se produjo el primer encuentro. El corazón del hacendado rebosó de
ternura cuando vio a la criatura. Alzó entonces en brazos al pequeño para
mostrarle la que un día sería su esposa.
Atanasio era un niño enfermizo, de piel muy
pálida, ojos asustadizos, de polluelo en peligro, y el pecho como empujado
hacia adelante.
En su cuarto, Agustina Peralejo se persignó
y susurró al oído de Cristo:
-Protégela, Señor,
porque presiento que este asunto nos traerá muchos disgustos y mucho odio.
Desprecio sintió Asunción Macaria por el
Pingüino embuchado, como solía decirle al muchacho por su forma peculiar de
sacar el pecho cuando caminaba, pero no pudo precisar si era más grande el que
sintió por su propio padre, artífice de aquel proyecto que nunca aceptó.
-Usted puede casarme,
pero ese tipo jamás me tocará un dedo, le dijo al padre.
Lo dijo cuando iba
entrando en la adolescencia y Onésimo insistió en la idea.
-Si ese Pingüino
embuchado entra a mi habitación lo mato, dijo un tiempo después, cuando el
padre se disponía a preparar el casamiento.
Agustina trató de oponerse y como no se le
ocurrió otro argumento dijo que podrá ser buen muchacho, pero es feo como los
mil demonios.
-No hables estupideces,
Agustina, feo es un hombre sin dinero, gritó Onésimo.
Presa de la emoción, que era también terror,
Atanasio pasaba cada día frente a la casona de los Pimentel, pero nunca sabía
si ella lo había visto, porque iba mirando al frente, como soldado en desfile.
La imaginaba meciéndose en el columpio que colgaba en el corredor, mas no la
vio nunca, porque ella nunca estuvo a la hora del recorrido.
Andaba Asunción Macaria por los trece años
cuando las cosas cambiaron súbitamente, según la apreciación de Atanasio. Con
el rabillo del ojo logró verla, ahora sí, en el columpio cada tarde, enrollando
una bola de estambre o leyendo alguna oración o poema de amor.
A veces se imponía a la timidez y alzaba la
mano para saludarla, pero tampoco supo si tuvo respuesta. No pudo saber que el
cambio de conducta de Asunción Macaria nada tenía que ver con su persona.
Era un homenaje silencioso a
alguien que había visto en la misa
dominical y que ahora solía pasar cada día frente a la casona.
Tampoco Asunción Macaria podía sospechar
entonces que, en aquel columpio pintado de azul, desde donde alimentó su
primera y única pasión, crecería también un confuso y lacerante rencor que la
acompañaría toda la vida.
Belisario Alquízar tendría unos diecisiete
años, era fornido como toro de cría, rubio y de ojos azules. Como el cielo, le
pareció a ella cuando lo vio de cerca.
Es bello, susurró,
aunque nadie pudo escucharla. Sin disimulo lo estuvo mirando hasta que el
muchacho abandonó la iglesia.
Belisario empezaba a visitar el pueblo,
porque hasta entonces prefería irse a misa a otro de los poblados que estaba
cercano a la propiedad de la familia. Ahora reaparecía; cada tarde se le veía
por la calle principal, montando un hermoso caballo alazán, de crines doradas y
lunar blanco en la frente. Animal de pura raza, que trotaba moviendo el cuerpo
de un lado para el otro de la calle, como si estuviese bailando una danza
andaluza. El sonido de sus cascos sobre los adoquines llegaba a los oídos de
Asunción Macaria y eran notas musicales.
Belisario Alquízar no reparó en la
adolescente que esperaba cada tarde su entrada al pueblo. Acaso alguna vez
levantó la mano para saludar a quien supuso admiradora de su cabalgadura. Ella
lo interpretó como gesto deferente.
No tuvo que pasar mucho tiempo para que la
admiración por el muchacho se volviera pasión, una romántica y devastadora
pasión que alarmó a Agustina Peralejo, porque la vio perder el apetito y bajar
de peso.
Asunción Macaria permanecía ahora encerrada
en su cuarto, prendiendo una vela tras otra, arrodillada para suplicarle a la Virgen de la Caridad del Cobre que le concediera el amor de Belisario.
Ignorante de lo que estaba ocurriendo,
Agustina comentó:
-Creo que se quiere
morir para hacerse santa.
-¿Quién le ha metido esa
babiecada en la cabeza? Estalló el padre. Los curitas, ¿verdad?
-Nadie, murmuró la
andaluza, esas cosas vienen del cielo a la cabeza.
-Qué cielo ni un carajo,
gritó Onésimo.
No fue tarea fácil para la madre llevarla de
nuevo a la iglesia, pues unos meses antes la muchacha había decidido no volver
mientras estuviera allí aquel cura que le parecía aburrido, antipático,
saqueador de las escasas monedas de los pobres e incapaz de transmitir la fe.
Agustina insistió en que
tenía que volver a la iglesia, porque su mal no era del cuerpo, según habían
dicho los médicos, sino del alma.
Asunción Macaria aceptó con el único propósito
de encontrase con Belisario Alquízar.
Era también domingo de resurrección, por eso
Asunción Macaria recordó a Demóstenes y le atribuyó al diablo lo que finalmente
le ocurrió. Iban camino de la iglesia cuando lo vio parado en una esquina y las
flores que llevaba para ofrecerle a Cristo se fueron al piso. Belisario tenía
entre sus manos las de Filomena, su única prima, única sobrina de Onésimo
Pimentel.
-¿Qué sucede, hijita?
preguntó la andaluza.
-Lleve usted las flores
a Cristo, que yo me regreso.
La madre la vio
desaparecer calle abajo antes de que lograra decirle alguna cosa.
Tres días estuvo Asunción Macaria sin
pronunciar palabra, no durmió ni comió. Cuando estuvo a punto del desmayo se fue a la ventana, miró a
las alturas y acaso en aquel instante recordó que ese mismo tiempo le había
llevado a Cristo resucitar, entonces percibió un sentimiento de humillación y
desastre, se vio ridícula y torpe. Furia o vergüenza le subió de pies a cabeza,
golpeó con el puño en la pared y gritó: a la mierda Belisario Alquízar.
Fue su grito de guerra. Después de frotarse
el puño con que había golpeado sobre el muro de cemento se vistió y salió del
cuarto, dispuesta a cambiar las cosas. Agustina Peralejo se persignó cuando la
vio aparecer, con la misma palidez en el rostro, pero con una expresión
diferente. Pareció curada del mal que fuera enigma para la familia, aunque en
realidad necesitó que pasara mucho tiempo para sustituir con odio, el
abatimiento que le produjo haber perdido a Belisario Alquízar.
Cuando cumplió los quince años el padre logró
revivir el sentimiento de rechazo que le inspiraba Atanasio Vasco. No permitió
que le celebraran cumpleaños y rehusó las felicitaciones de ocasión. Durante la
mañana se quedó encerrada en su cuarto, peinando y repeinando su cabellera
larguísima. A medio día se sentó a la mesa y apenas probó bocado. De nuevo en
el cuarto recordó el día que Demóstenes la dejó prendida del alambre. La imagen
le llegó súbitamente y creyó sentir el calor de la sangre corriendo cuello
abajo. Percibió entonces que aquel acontecimiento estaba en su conciencia como
el punto de partida, como el inicio de un capítulo que marcó su vida. Vino a su
memoria todo lo ocurrido en su corta
existencia y se rehicieron en la cabeza las palabras que alguna vez no quiso
oír.
Al atardecer se fue al columpio para huir de
los recuerdos que se metieron con ella en la habitación, pero no logró
desprenderse. Estaba a punto de salir corriendo calle abajo cuando vio
acercarse al padre. Onésimo se sentó a su lado y empezó a hablarle en tono
suave, conciliador, inhabitual en él.
-Hace días que quiero
hablarte, pero andas como huyendo, dijo.
Ella movió la cabeza y no
ocultó cierta indiferencia.
-Tal vez hoy sea el
mejor día para hacerlo, porque es tu cumpleaños.
Ella lo miró de reojo y se corrió en el columpio, como evitando el contacto con
el padre y dijo que, tal vez, había elegido el peor momento.
-¿Acaso sabes lo que voy a decirte?
Ella hizo un gesto de
hastío, se encogió de hombre y apenas susurró, que cualquier cosa que fuera no
era el mejor momento.
Onésimo hizo un esfuerzo
para ocultar la contrariedad.
Que le gustaría que
razonaran tranquilamente, dijo, para que no haya necesidad de imponerle las
cosas.
Asunción Macaria se
frotó las manos y dijo, como emplazando al padre:
-Diga de una vez lo que
quiere.
Onésimo improvisó
un sonido, algo como una tos falsa para
limpiarse la garganta y habló tratando de imprimirle ternura a las palabras:
-Ocurre que el muchacho
quiere empezar a visitarte y a mi me parece correcto.
A Asunción Macaria le tembló la barbilla por
la rabia. Y de un tirón le dijo que no
quería ver a ese tipo cerca y salió corriendo sin que él pudiese evitarlo.
Dos años más tarde, a insistencia de Atanasio,
Onésimo Pimentel y Alejandro Vasco acordaron fecha para la boda y lo anunciaron
a las respectivas familias. Agustina Peralejo se sintió aterrada ante tal
decisión. Asunción Macaria escuchó con serenidad el anuncio del padre y por
toda respuesta dejó ver una sonrisa desconcertante para los padres. Al día
siguiente se levantó muy temprano y pidió que la llevaran a la finca, el padre
creyó ver en la solicitud la necesidad de meditar a solas y prepararse para la nueva
vida.
-Es bueno que medites.
Ella sonrió tranquila,
como lo había hecho el día anterior y subió al carro.
Instalada en la casa de
campo, mandó a llamar a Wilfredo Funcia, un joven peón de la finca, parte de
una familia que había trabajado toda la vida para los Pimentel. Andaba Wilfredo
por los veinte años de edad, era fornido, de mejillas redondas y un pelo
ensortijado que acaso heredó de un bisabuelo esclavo.
-Diga usted, doña
Asunción.
Ella le ofreció una
sonrisa que a él le pareció nueva y distante del rostro sombrío y hermético que
le conoció desde que eran pequeñitos.
-¿En qué puedo servirle?
añadió con de timidez.
-Desde hoy no quiero que
me hables más de usted, dijo Asunción Macaria, porque vas a ser mi marido.
El creyó no haber
entendido y ladeó la cabeza como buscando precisión.
-Dije que vas a ser mi marido,
repitió ella.
Wilfredo movió la cabeza
desconcertado, sin saber donde iba a fijar la mirada, ni siquiera las manos
supo donde colocarlas.
-Sé que te gusto, dijo
Asunción Macaria, lo he sabido siempre. ¿No es cierto?
Él apenas acertó a
afirmar con un ligero movimiento de cabeza.
- Entonces quiero que me
digas, y ahora, si estás dispuesto a hacerme tu mujer.
-No entiendo, acertó a
decir Wilfredo y se le escuchó torpe, tembloroso.
Ella lo tomó por la
barbilla y buscó sus ojos.
-El día cinco de abril, aclaró,
quiero que a las diez de la mañana me estés esperando al fondo de la iglesia,
yo entraré con otro por la puerta principal y saldré contigo por la de atrás. Y
no hace falta que entiendas; te lo explico, cuando estemos lejos.
El cinco de brial, después de contraer
matrimonio con Atanasio Vasco, Asunción Macaria se escapó de la iglesia para
partir rumbo a Camagüey con Wilfredo Funcia, donde habrían de nacer Genaro y
Lila.
Antes de que yo naciera
abuela tenía los ojos grandes y pardos, le pelo negrísimo le llegaba a la
cintura y sus labios eran gruesos y húmedos, ya tenía la verruga sobre la ceja
derecha y se le veía sonreír y mirar de frente. Después supe que era mi abuela,
pero ya ella era un misterio. Sus ojos permanecían escondidos detrás de las
pestañas, los labios habían perdido la humedad y se movían como musitando
alguna oración permanente o algún insulto que le faltó decir. Su cuerpo
encorvado se movía de un lado para el otro de la casa mientras sus dedos largos
y finos acariciaban la verruga que le salió en el mismo lugar por donde un día
le entró el proyectil a Maximiliano Contreras.
Maximiliano ya estaba
tieso cuando lo encontraron a un lado del camino. El médico dijo que estaba
muerto hacía más de seis horas, pero la herida no había dejado de sangrar,
porque su sangre se negaba a morir con él. Debajo de su cabeza se hizo un
charco rojo, que después empezó a correr y se volvió un arroyito y subió el
barranco, cruzó el camino y fue a meterse en las tierras de los Pimentel. Allí
donde hubo sangre nunca más crecieron las plantas ni yerbas para los animales
ni se podía pisar sobre esa tierra, porque no tenía fondo. Para poder llevarse
el cuerpo de Maximiliano el médico tuvo que estar como tres horas taponando la
herida y sellándola con esparadrapo.
Abuela se palpaba la verruga y decía:
-Esta verruga tiene que
ver con el Diablo y con el Pininío, porque
no nací con ella y un día cuando amaneció ya la tenía pegada en el mismo
lugar por donde le entró la bala a Maximiliano. Es que su espíritu se metió
también en el Pininío, por eso cuando el monstruo se aleja, siento como que me
halan la ceja. A una, a veces, le toca
pagar las culpas que otros cometieron, decía y hundía la cara entre las manos.
Abuela no ocultaba sus
orejotas, porque siempre traía el pelo recogido en un moño detrás de la nuca.
Sus orejas eran radares que detectaban los ruidos a distancia. Escuchaba
primero que los perros; cuando ellos levantaban la cabeza ella ya había oído y
les decía: “silencio”. El día que la banda de Hilarión Tirado quiso asaltar la
casa, ella levantó la cabeza mucho antes de que los perros alzaran sus orejas y
empezaran a gruñir. Abuela miró hacia el techo y se le oyó decir: “vienen los ladrones”.
Después fue que empezaron a ladrar los perros. Se fueron, dijeron los otros
cuando los perros dejaron de ladrar y no se escuchaba ni el ruido del viento
entre los árboles. Abuela movió la cabeza y negó con el índice. Fue al cuarto
por su escopeta y regresó tranquila para irse hasta la ventana, la entreabrió,
se llevó el arma al pecho y lanzó el primer disparo. “Ahí te va, Hilarión
Tirado”. Entonces se oyó un grito en la oscuridad y los cascos de los caballos
alejándose por el camino.
A veces abuela se apretaba la ceja con ambas
manos y empezaba a tambalearse, chocaba con las paredes y volvía a su cuarto
para tirarse de rodillas delante del altar. Ocurría cuando el Pininío lanzaba
el grito de Maximiliano Contreras, en ese caso, ella se hundía delante del
altar, jadeaba y escuchaba clarito a Maximiliano diciendo:
-Me mataste a traición,
carajo, como hacen los cobardes.
De pronto abuela se quedaba atenta y me
decía:
-Escucha.
Yo no oía nada.
-¿Oíste?
-No.
-Oye bien.
-No oigo nada.
-Se escucha clarísimo, vino
de pájaro y caballo; ese tropel que estaba en el tejado era del Pininío.
-¿Ya se fue?
-Fue a transformarse en
pájaro y perro flaco.
¿No oyes ese aullido,
como de perro moribundo? ¿Y esa escoba que pasa por la ventana? ¿Y esas pisadas
en el corredor? ¿Y esa pluma que el viento lleva a la deriva? Vino de pájaro
solamente, pero el día lo sorprendió y en su apuro por meterse en la boca del
infierno soltó esa pluma que estará vagando toda la vida. Hoy viene de pájaro y
perro flaco.
Fue entonces que empecé
a escuchar al Pininío.
La experiencia que
Wilfredo Funcia había adquirido en asuntos de matanza y descuartizamiento de
ganado fue salvación para la nueva familia durante su estancia en Camagüey. El
dinero que llevaban el día de la fuga no les hubiera alcanzado para vivir mucho
tiempo, pero el muchacho demostró sus dotes de carnicero. Apenas sin
recuperarse del largo viaje, Wilfredo empezó a trabajar en la carnicería de
Rómulo Loredo. Bastaron cuatro cuchilladas sobre el costillar de una vaca para
que Loredo, quien era hombre de aguda mirada, le dijera satisfecho:
-Usted es hombre de
oficio, caramba, justamente la persona que andaba buscando, y dejó ver una
sonrisa como de niño satisfecho.
Rómulo Loredo no era lo que podía decirse un
hombre de negocios. El éxito en el comercio de la carne se debió más a su
simpatía personal que a la vocación. Era
apasionado por las letras, en especial el teatro, y prefería lidiar con
las musas en lugar de las vacas muertas.
Un año después Loredo se dedicó a crear su
propia versión del Fausto y le entregó por entero el negocio a Wilfredo, que ya
por aquellos días era hombre de toda su confianza.
La economía de la familia Funcia Pimentel
estaba en franco progreso cuando llegó un enviado de Onésimo, quien se había
enterado de su paradero y les aseguró el perdón definitivo a cambio de que
regresaran de inmediato a casa. Wilfredo se estremeció cuando escuchó el
mensaje.
-Ay, Sunci, no me
gustaría separarme de don Rómulo, le dijo a la mujer.
Asunción Macaria, quien sabía que la
iniciativa partía de la madre, movió la cabeza de un lado para el otro. Pensó
en los cinco años transcurridos sin ver a Agustina y al cabo de un rato habló,
sin tener en cuenta la opinión del marido.
-Dígale a mi padre que
en quince días estaremos de vuelta, pero que no necesitamos su perdón.
El mensajero hundió el sombrero en su cabeza y emprendió el regreso. Wilfredo
quiso volver sobre su razonamiento inicial, pero ella no lo dejó:
-Nos vamos, Wilfredo.
Entre asombrado e
irónico se escuchó la voz de Onésimo Pimentel:
-Así que se
multiplicaron, carajo. Lo dijo mientras miraba a los niños que se quedaron
rezagados en el umbral de la puerta, pero no se movió de su sitio.
-Saluden al señor, es su
abuelo, dijo Asunción Macaria, con toda formalidad. Genaro imitó al padre y le
extendió la manita, Lila, en cambio, no pareció haber escuchado la orden de la
madre, ahora de espaldas miraba hacia el jardín.
-Niña ¿no escuchaste?
Saluda a tu abuelo, dijo Wilfredo, pero en lugar de acercarse, la niña salió
corriendo para ver de cerca a un colibrí que revoloteaba sobre una flor. El
pajarito se levantó en el aire, casi a la altura del techo y luego descendió
para aletear sobre la cabeza de la niña, como si libara sobre una planta. Lila
puso la mano, invitándolo a posarse, el colibrí la tocó una y otra vez con sus
alitas y se elevó por encima de la techumbre. La niña regresó a la casa secando
las lágrimas con la bata.
Asunción Macaria seguía parada en medio de
la sala sin acercarse. El padre no dejó de balancease.
-Acércate, dijo Onésimo.
Ella dudó antes de
hacerlo y él la besó en una mano.
-Buena me la hiciste,
eh.
Ella no vaciló ni mostró arrepentimiento, lo
miró fijo a los ojos y él apartó la mirada.
-Hice lo que tenía que
hacer, dijo Asunción Macaria al cabo, y preguntó por la madre.
-No sabe que están aquí,
ni siquiera que iban a venir, aclaró Onésimo e hizo sonar una campana para que
le avisaran a la mujer.
Unas horas más tarde, la familia Funcia
Pimentel partía hacia la finca. Wilfredo había recibido las instrucciones del
suegro para que se hiciera cargo de la administración.
El día que se cumplieron
quince años de la fuga de Asunción y Wilfredo se corrió por la zona la noticia
de un alzamiento rebelde. Un peón comentó el hecho en voz alta, y Asunción
Macaria, que había acomodado la cabeza en la almohada dio un salto y se puso de
pie para irse hasta el altar y rezarle a La Virgen de la Caridad. Fue la primera vez que rogó por el marido. Repitió el nombre de Wilfredo
Funcia una y otra vez, temerosa de que la Santísima se confundiera y en lugar de ayudar a
Wilfredo protegiera Atanasio Vasco, con quien estuvo legalmente casada toda su
vida.
Cuando decidió escapar con Wilfredo no sentía
amor por él, pero con el tiempo empezó a quererlo. Era un cariño diferente al
que un día sintió por Belisario Alquízar y diferente al que se siente por un
hermano. Sin embargo, a su lado se sentía segura.
El día anterior Wilfredo le había dicho:
-Mañana me voy al pueblo
a discutir asuntos de negocios con tu padre y de paso traigo pasteles para
celebrar nuestro aniversario.
Ella no vio cosa extraña
en aquel viaje, pues solía producirse siempre que Wilfredo necesitaba consultar
a Onésimo Pimentel. No obstante, la noche anterior había tenido sueños muy
raros, veía mucha gente corriendo sin rumbo fijo y entre ellos iba Wilfredo. La
noticia la preocupó entonces, sobre todo porque sabía que el marido andaba con
ideas raras en su cabeza. Ella no las descubrió hasta que él se quedó mirándola
a los ojos y le dijo:
-Oye Sunci, en este país
la corrupción nos está hundiendo. Lo dijo con rabia y ella trató de restarle
importancia.
-No es tu asunto,
Wilfredo.
-Claro que lo es, Sunci,
te juro que el día que suene el primer escopetazo contra el gobierno me voy
detrás.
-No seas mentecato,
Wilfredo, tus asuntos son la finca y la familia, dijo ella, pero supo que él no
había tomado en cuenta sus palabras.
Aquella conversación la tuvieron unos días
antes, por eso se fue hasta el altar, temerosa de que Wilfredo estuviese entre
los alzados. Se postró delante de la Santísima
y con los ojos cerrados buscó una respuesta a su temor. Supo finalmente
que no había que temer y le dio gracias a La Virgen. Al anochecer llegó
Wilfredo cargado de Pasteles, ignorante del alzamiento rebelde. Ella se
persignó y de nuevo le dio gracias a La Caridad del Cobre.
Aquella tarde La Virgen le había dado la
certeza de que nada le ocurriría a Wilfredo, pero no llegó a decirle que muy
pronto lo traería con el vientre perforado por el cuerno de un toro. Se lamentó entonces de que
el marido no hubiese escuchado a tiempo el escopetazo rebelde.
Cuando tuvo delante el cadáver de Wilfredo
se inclinó para cerrarle los ojos con la punta de sus dedos y le puso una
sábana encima para no seguir viendo el terror que la muerte dejó en el rostro,
ahora cetrino.
Apenas el cuerpo de Wilfredo salió por la
puerta principal, Asunción Macaria mandó a llamar a dos de los peones para
darle una orden que estuvo a punto de romper para siempre sus relaciones con
Onésimo.
-Maten al maldito
animal, ahora, después lo queman y se lo echan a los perros.
Los peones se miraron indecisos.
-¿No han escuchado bien?
Protestó ella.
-Es un animal especial,
señora Sunci, lo trajo su padre desde Canadá, se atrevió a decir uno de los empleados mientras le daba
vueltas al sombrero entre las manos.
-Como si lo trajo su
madre o el mismísimo Dios, carajo, dije que lo quiero muerto.
Los empleados agacharon la cabeza en señal
de obediencia y dieron la espalda para cumplir la orden.
-Quiero los cuernos,
gritó Asunción Macaria y fue a meterse en su cuarto.
Onésimo Pimentel se
enfureció cuando le dieron la noticia.
-¿Cómo se atreve? Es una
estúpida. Ese toro valía más que su marido.
Agustina Peralejo se
persignó y alzó sus ojos al cielo.
-Eres un monstruo.
Sin embargo, cuando al día siguiente estuvo
frente a la hija, Onésimo no hizo reproches. Ella acaso abrió los ojos por
primera vez desde que se llevaron el cadáver del marido. Lo miró desde una
palidez que a él le pareció de muerte, con un movimiento de la mano lo invitó a
sentarse y él descubrió en sus ojos un brillo de odio, como si estuviese
mirando al toro canadiense. Se acomodó en el borde de la cama y habló en un
tono que no pasó inadvertido a los oídos de la hija.
-No puedes echarte a
morir, tienes que atender a tus hijos. Debías venir unos días al pueblo, y
levantó los hombros como si quisiera refugiarse en su guayabera blanca. Ya
sabes que yo estimaba a tu marido.
-Falso, protestó ella,
como si despertara de un sueño largo, estoy segura de que ha lamentado más al
toro que a Wilfredo; nunca lo perdonó, lo usó, pero no le ha perdonado. Onésimo abrió sus ojos, sorprendido y negó.
Usted no vino a
consolarme; vino a reclamarme lo del toro, pero no tiene valor para hacerlo.
Él volvió a negar con un
gesto. Antes de volver a cerrar los ojos
Asunción Macaria dijo como si masticara cada palabra: “lo volvería a matar si
resucitara”.
Durante los once meses posteriores a la muerte
de Wilfredo, Asunción Macaria permaneció encerrada en su cuarto. Apenas habló,
a sus propios hijos no les permitió más que una corta visita cada día. Genaro,
que tenía el don de la persuasión intentó convencerla de que no era conveniente
que se tirase a morir.
-Con eso no remediamos
la ausencia de papá.
Pero ella no le
respondió.
Lila, por su parte, se limitaba a sonreír
cuando la madre le dirigía alguna palabra, inquieta y sin prestar atención iba
moviéndose poquito a poco hasta alcanzar la puerta. Tan pronto lograba escapar
se internaba entre los árboles en busca de su colibrí.
Desde que llegaron de Camagüey y aquel
pajarillo le dio la bienvenida revoloteando sobre su cabeza, Lila parecía otra
niña.
Antes de cumplir los once meses andaba por la
casa hablando sin parar, como si la naturaleza la hubiese dotado de una
capacidad especial para comunicarse.
-¡Dios mío, habla como
una persona mayor! decía el padre y la madre observaba con admiración la
precocidad de la pequeña.
-Habla y razona,
puntualizaba cuando Wilfredo hacía tales observaciones y se quedaba pensando
que le hubiese gustado ver aquella precocidad en Genaro.
Después del incidente con el colibrí, la
niña pareció perder tales facultades.
-¿Será que extraña la
casa de Camagüey? Se preguntaba el padre, pero la madre descubrió muy pronto
que el cambio se debía al colibrí.
Más de una vez Asunción
Macaria tuvo que llevarla a la cama, porque se levantaba dormida y andaba toda la casa revoloteando como el pajarillo y
emitiendo un sonido agudo que ellos no le habían escuchado nunca; era el modo de
comunicarse con el pajarillo.
A partir de la muerte de Wilfredo, Lila no
paraba en casa, al amanecer se internaba entre los árboles y se pasaba el día
cerca del colibrí. Regresaba a la caída del sol seguida por aquél, que venía
moviendo sus alitas sobre su cabeza, como si interpretara una danza ritual.
Alertado por los empleados de la finca,
Genaro pudo ver el espectáculo, que le pareció increíble y empezó a sentirse
preocupado por el estado mental de la hermana.
Asunción Macaria no percibió lo mismo,
atribuyó el asunto del colibrí a la necesidad de la hija de estar en contacto
con la naturaleza, que era como comunicarse con Dios.
-Déjala con su pájaro,
le dijo el mismo día que decidió modificar su conducta. Genaro nunca supo la
verdadera razón por la que Asunción Macaria decidió, súbitamente, abandonar el encierro, pero el cambio nada tuvo que ver
con Lila; sí con la visita de su prima Filomena, quien se presentó con la
excusa del pésame, aunque en realidad no hizo otra cosa que hablar de su vida,
que andaba como virada al revés. Jamás le dijo una palabra de aliento. Al
principio se espantó ante el panorama que encontró en la habitación de Asunción
Macaria y luego, cuando salió del estupor, empezó a lamentarse del rumbo que
había tomado su vida conyugal, pues el matrimonio es maravilloso si marcha
bien, dijo, pero infernal cuando se descarrila.
Asunción Macaria pareció indiferente a las
palabras de aquélla, pero cuando mencionó el nombre de Belisario Alquízar,
estuvo a punto de saltar de la silla, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarla
de casa.
Filomena abandonó la finca sin haber
escuchado apenas la voz de la prima, el silencio sostenido de aquella y el caos
que encontró en su habitación, le hicieron pensar que había perdido la razón.
Está loca, se dijo y fue
a darle cuentas a Agustina Peralejo.
Por su parte, Asunción Macaria percibió que
la visita de Filomena había modificado su ánimo. El nombre de Belisario Alquízar,
escuchado hasta el cansancio, hizo renacer en ella una fuerza que creyó
perdida. Supo entonces que su odio por Satanás era ilimitado, un odio
ancestral, traído en sus entrañas como herencia de algún remoto antepasado;
odio que era tal vez su razón de ser y que por algún designio desconocido
estaba vinculado con Belisario Alquizar.
Durante los meses de encierro trabajó sin
descanso para convertir su habitación en reflejo del mundo que ella percibía
como el asignado por La Virgen para enfrentar las fuerzas de Satanás. El altar creció,
cubrió toda la pared, desde el piso hasta el techo. En el centro, la imagen de
la crucifixión fue remplazada por otra de La Virgen de la Caridad del Cobre. A ambos
lados, santos y angelitos formaban una corte multitudinaria. A sus pies
pastaban las ovejas, y los pastores, iluminados por la gracia divina, miraban
con reverencia la imagen venerada de la Santísima.
A
Filomena le había parecido abrumador, pero cuando vio en las paredes las
figuras de diablos agujereados y ensangrentados, se quedó paralizada. Sobre
todo, le causó estupor la imagen de un diablo rojo, de ojos desorbitados y
cuernos retorcidos y filosos, que se encontraba en un extremo, como presidiendo
la corte demoniaca que cubría también parte del piso de la habitación. El
cuerpo de aquel diablo estaba cubierto de clavos y sus ojos y cuernos eran los
mismos del toro que había asesinado a Wilfredo Funcia.
-Es
una imagen espantosa, le dijo a Agustina Peralejo, y cerró los ojos tratando de
borrar la visión del monstruo.
Apenas
se despidió Filomena, Agustina Peralejo mandó a preparar el carro.
-¿Vas
a salir con esa pierna así? gruñó Onésimo Pimentel mientras miraba la pierna de
la mujer, enrojecida por la linfangitis.
-Voy
a la finca, se limitó a decir y emprendió el viaje.
Lo que vieron sus ojos cuando le pareció más
aterrador de lo que Filomena había
logrado transmitirle. Las piernas se le aflojaron a la altura de las rodillas y
tuvo que buscar apoyo en la pared. Con los ojos cerrados se estuvo persignando
hasta que Asunción Macaria la tomó por el brazo para llevarla a la sala.
-Ave
María Purísima, hijita, ¿qué está pasando contigo? dijo cuando se recuperó del
impacto.
Asunción
Macaria se limitó a mover la cabeza.
-¿Dime
qué cosa se te ha metido en la mollera?
-¿Cuál
es la alarma, madre? Respondió Asunción Macaria con otra pregunta.
-Ese
cuarto, esos diablos, esa cosa terrible que te rodea.
Asunción
Macaria esbozó una sonrisa, se frotó las manos y dijo que usted, madre, ha sido
testigo de lo que el diablo ha hecho conmigo ¿por qué se asombra?
Agustina Peralejo se persignó de nuevo y se
estrujó el rostro con ambas manos, recordó el día en que Demóstenes llevó a sus
hijos hasta la alambrada. Ella misma se había preguntado entonces si no sería
cosa del diablo lo que había trastornado la conducta mansa del cerdo.
-Enfrentar
al diablo es un suicido, susurró entonces y miró a la hija compasiva.
Asunción
Macaria se limitó a murmurar por lo bajo, como si quisiera no ser oída, que
para eso había venido al mundo, dijo.
Agustina
Peralejo miró hacia el techo, como buscando la infinitud del cielo y pidió por
ella: Ayuda a mi hija, Señor.
Durante cuatro horas permanecieron sentadas
una frente a la otra; hablando a veces,
mirándose en silencio a ratos
-¿Por
qué no se queda esta noche? Propuso Asunción Macaria cuando vio que la madre se
disponía a partir. Agustina Peralejo hizo un gesto de negación, y pasó sus
manos nerviosas por el vientre, como si buscara el delantal para secar las
manos sudorosas.
-Los
huesos viejos necesitan su cama, hija.
-Pues
vaya entonces con La Virgen.
Antes de partir, sentada ya en el coche,
Agustina le comentó:
Que
Onésimo estaba pensando mandar a alguien para que administre la finca.
Asunción
Macaria brincó, como si de nuevo hubiese oído hablar de Belisario Alquízar.
-Que
no lo haga, advirtió con los ojos encendidos, mañana me ocuparé personalmente.
Si lo hace no me volverán a ver.
Arrepentida de haber hecho el comentario, la
madre le aseguró que no habría tal administrador.
Después
supe que abuela no era bajita ni grandísima como yo la veía cuando era
pequeñito. En aquella época era tan alta como la casa y los árboles que la
rodeaban. Yo la veía tan grande y misteriosa como la ceiba que estaba al fondo
del patio. La veía inmensa cuando levantaba sus manos y las ponía en cruz para
decir: detente, animal feroz, que antes de nacer tú, nació el niño Dios. Cuando
eso decía, el Pininío se paraba en seco y no podía pasar.
Sólo cuando estaba delante del altar abuela
se veía pequeñita, parecía un granito de frijol en medio del cielo, seguramente
le cedía su tamaño a la santísima Virgen. Su voz era entonces un susurro, y sus
manos, unidas a la altura de la barbilla, eran patitas de araña.
-No
permitas, Virgen mía, ensañamiento y vituperio; cierra las puertas del infierno
y haz que el maldito se intoxique con su propia inmundicia. Ahógalo en su sed
infinita y convierte su garganta en nido de sanguijuelas para que sea devorado
desde sus propias entrañas.
Y se iba incorporando, con sus manos en cruz
y cuando llegaba a la puerta del cuarto ya era grande otra vez.
Aunque
el Pininío venía de noche, el miedo llegaba primero, con el último rezo de la
tarde. Ella entraba al cuarto y movía los labios, aunque no se le escuchaban
palabras. En ese instante el sol se metía en la tierra y todo quedaba en
penumbras. Entonces entraba el miedo con la brisa crepuscular. Los perros
regresaban a casa con la cola entre las patas; las gallinas recogían a sus
pollitos y se alejaban cloqueando con timidez. Abuela salía del cuarto y miraba
por el hueco de la puerta.
-Hoy
viene de pájaro y caballo o de pájaro y bruja.
Pero
cuando decía: viene de pájaro y perro flaco, el miedo no cabía entre las cuatro
paredes. Hasta el retrato del presidente de la república, que estaba colgado en
la pared, se ponía a temblar. Y eso que mamá decía que un presidente nunca
tiene miedo y menos aquel, que es un hombre valiente. Yo me puse a pensar que
el Pininío era capaz de cambiarlo todo, porque aunque mamá dijera lo contrario,
el presidente temblaba; yo veía como el bigote se le ponía estrechito y la
corbata se le quería caer del cuello. Entonces se me ocurrió preguntar:
-¿Y
los presidentes hacen caca?
Papá
soltó una carcajada y dijo que claro, muchacho, los presidentes son personas
igual que los demás; casi siempre más corruptos y pendejos, como el que nos
gobierna ahora.
Un
tiempo después le escuche decir:
-Con
lo cobarde que es este presidente, se debe de estar yendo en mierda, porque la
cosa se le ha puesto fea. Si no se va lo
van a sacar del Palacio a patadas por el culo.
Cuando el Pininío estaba a punto de llegar,
los árboles se ponían mustios. Parecía que se le caían los hombros y se
quedaban estrechitos. Entre sus hojas se hacía de noche mucho antes de que la
noche hubiese llegado. Las ramas empezaban a sacudirse y yo sacaba la mano por
la ventana para ver si era la brisa, pero todo estaba en calma.
A los lejos se escuchaban las voces de los
peones arreando el ganado y parecían voces de otro mundo, como si después del
último rezo de abuela, uno se quedara atrapado en el mundo de los muertos. Pero
yo quería pensar que aquellas venían del nuestro, de los vivos, y trataba de
identificarlas con ellas mismas, como las había escuchado en la mañana, a la
salida del sol, que era cuando empezaba el mundo que nos pertenecía. Pero
apenas encontraba esa dimensión de la vida en aquellas voces, cuando entraba el
Pininío y se metía en mi mente, y no quedaba espacio para otro pensamiento. Yo
quería gritar para que prendieran la luz, pero no lo hacía. Aguantaba con la
cabeza debajo de la almohada, porque papá se disgustaba.
-Los
hombres no pueden ser tan cobardes. Ese miedo a todo es cosas de mujercitas,
carajo.
E1 miedo me ponía la cabeza chiquitita, las
piernas rígidas y los pies fríos, fuera verano o invierno los sentía
congelados. A veces escuchaba un golpe en la puerta principal y el corazón
golpeaba duro en el pecho. Después todo volvía a quedar en ese silencio remoto
que hay debajo de las almohadas. Una especie de tregua, una paz momentánea,
porque abuela se había quedado dormida con los brazos en cruz y el Pininío
retrocedía e iba a meterse de nuevo entre las hojas de la ceiba.
A ratos yo flotaba por todo el cuarto, subía
y bajaba del techo a la cama, hasta que me ponía a pensar en la oscuridad y me
aferraba a las sabanas y a la almohada para no seguir viajando por el aire. A
veces, en lugar de subir, bajaba hasta el fondo de la tierra; iba yo montado en
la almohada, pero estaba muy oscuro y empezaba a patalear para subir de nuevo.
E1 ronquido de papá, que llegaba a través de la pared, era un alivio, una
compañía. También era alivio pensar en los bandoleros, porque si llegaban
abuela los oiría antes de que se acercaran, le dispararía un escopetazo y mamá
y papá prenderían las luces.
La
perspectiva de que mandaran un nuevo administrador para la finca, más los
rencores renovados propiciaron que Asunción Macaria abandonara definitivamente
el encierro. Lila no se percató, inmersa en los asuntos de su colibrí. Genaro,
por el contrario, se quedó perplejo ante el repentino cambio de la madre, quien
con la energía acostumbrada, ordenó que le prepararan los caballos y lo invitó
a hacer un recorrido por la finca.
-¿Y
esto que cosa es? pregunto Asunción Macaria al mozo que les acompañó, cuando en
medio del potrero donde pastaban las novillas de cría encontraron un montón de
huesos y cenizas. E1 mozo dudó un instante y luego respondió con timidez:
-Ahí
quemamos al toro, señora. Lo dijo con vacilación, temeroso del efecto que podía
causar la información.
Asunción
Macaria hizo una mueca de disgusto y golpeó con las brindas la nuca del
caballo, pero apenas habrían recorridos cien metros se detuvo en seco. A trote
corto regresó al lugar de la quema, bajó de un salto de su cabalgadura y con
sus propias manos llenó las alforjas con aquella ceniza negruzca.
-¿Y
eso para qué, mamá? Preguntó Genaro, pero no tuvo respuesta.
Cuando
regresaron a casa, Asunción Macaria vertió las cenizas en un frasco de cristal
y se encerró en el cuarto. Dibujó una enorme cruz con el polvo a los pies de
Satanás y con el resto le embarró el rostro. La ceniza tapó los rasgos que
espantaron a Filomena y el diablo pareció payaso de circo. “Traga tu propia
inmundicia”, murmuró.
E1 mismo día que la prima le hizo la visita,
Asunción Macaria sacó al diablo del rincón donde lo tuvo claveteado durante
once meses, lo hizo con una mezcla de regocijo y sufrimiento. Atrapado por el
cuello lo condujo hasta el valle rocoso y árido que había construido para él y
lo obligó a mirar al altar, desde donde habría de contemplar hasta la eternidad
la presencia de La Santísima Virgen de la Caridad. Con esmero fue dibujando en
el rostro del maligno, los rasgos de Belisario y Floriselda Alquízar. En cierto
momento, Asunción Macaria creyó sentir entre sus manos el temblor del monstruo,
y eso le infundió nuevas fuerzas y nuevo gozo. Para un demonio, medidas
infernales, susurró al concluir su obra. Entonces durmió larga y tranquilamente.
Agustina
Peralejo no pudo reconocer al diablo rojo cuando lo vio desde la puerta, aunque
en realidad había sido un regalo enviado para ella desde Granada, cuarenta y
cinco años atrás. Una broma del primo José Agustín Peralejo. El primo, quien conocía muy bien su
naturaleza supersticiosa, lo mandó un fin de año, metido en una caja de
turrones de Alicante.
A punto de desmayarse estuvo ella cuando
abrió el paquete y el diablo saltó impulsado por un resorte. Luego leyó la
divertida carta del primo, pero ni así salió del estupor que le causó el
monstruo. Sólo por consideración a José Agustín, cuya carta le dio mucha
satisfacción, no se deshizo del muñeco. Después de meditar un rato, lo metió en
la caja y lo mando para la finca.
-Que
lo metan en el cuarto de desahogo.
Agustina lo recordaba a ratos, cuando alguien
de la familia se enfermaba y ella no encontraba la causa, pero se negaba a
creer que un regalo, una broma del primo, pudiese tener efecto negativo.
Tratándose
de José Agustín no puede haber maleficio, se decía, y hubiese llegado a
olvidarlo para siempre de no haber sido porque una de esas tardes en que se
iban a la finca, a Benjamín le dio por revolver los trastes almacenados en
aquel cuarto de desahogo.
Con el diablo entre sus manos, Benjamín se
escabulló fuera de la casa y se escondió entre los arbustos que estaban más
allá del jardín para hacerle una broma a la hermana, quien correteaba detrás de
una mariposa. Cuando Asunción Macaria estuvo cerca, Benjamín lanzó al muñeco
por encima del ramaje para que fuera a caer a los pies de la niña. La sorpresa
la hizo retroceder, luego cayó pesadamente al suelo sin proferir un grito. Fue
Benjamín quien gritó y los peones corrieron y tras ellos Agustina Peralejo. De
no haber andado rápido los peones, también la madre hubiese rodado por tierra.
Onésimo Pimentel fue informado por un
empleado de la finca y con una mano tomó
por el cuello al diablo y con la otra a
Benjamín para ir a tirarlos al cuarto de desahogo.
Seis horas más tarde, Asunción Macaria
despertó de un sueño profundo, entreabrió los ojos y le echo una mirada a la
familia, que estaba reunida alrededor de su cama. Sus ojos se detuvieron en
Benjamín que le ofrecía una sonrisa conciliadora, entonces dijo sin rencor,
pero con firmeza:
-Morirás
de rabia.
Y
volvió a quedarse dormida hasta la mañana siguiente.
Muchos años después ella recordó con pesar
aquellas palabras suyas, y no tuvo dudas de que el diablo había hablado por su
boca.
El día que el toro canadiense mató a Wilfredo
Funcia, Asunción Macaria recordó al diablo, que aún estaba en el cuarto de
desahogo. Estuvo segura que, desde aquel lugar, el monstruo estaba ejerciendo
su implacable perversidad.
Hay
que detenerlo, murmuró, y lo tomó por el cuello, como lo había hecho su padre
muchos años atrás. Mientras lo sostenía entre sus manos, sintió el calor de las
lágrimas. No recordaba haber llorado nunca de aquel modo, pero la imagen del
marido, muerto y aterrado, se superpuso de pronto a la del monstruo y no pudo
evitar que un sentimiento de compasión la estremeciera. Apretó los párpados
hasta que los ojos estuvieron completamente secos.
-Ahora
la guerra será hasta el final, musitó junto a la cabeza del demonio, y se fue a
su habitación sin dejar de apretarle el cuello.
Cuando
Filomena dejó la casa, Asunción Macaria
tuvo la certeza de que aún desde aquel lugar donde lo tenía claveteado, el
diablo seguía propagando su influencia fatal. Por eso lo arrancó de allí para
llevarlo hasta el altar, desde donde tendría que mirar, por siempre, la cruz
divina y la imagen de la santísima.
A
diferencia de su madre y hermana, por aquellos tiempos a Benjamín no le
interesaban los asuntos del más allá. Hay demasiados aquí para ocuparnos del
cielo, solía decir.
Desde muy pequeño Agustina Peralejo le había
hecho leer La Biblia y él lo hacía con placer, porque sentía especial afición
por la lectura. Una y otra vez volvía sobre ella, para regocijo de la madre,
pero lo hacía deslumbrado por la imaginería maravillosa y no movido por la fe
que le atribuía la andaluza. Con el tiempo dedicó largas horas a hurgar en la
biblioteca familiar, concebida por Onésimo Pimentel para presumirles a los
amigos, aunque jamás leyó un ejemplar. El muchacho devoró libros que jamás
habían sido abiertos por mano alguna, comprados por el padre al bulto, sin
reparar en títulos ni autores. Pero allí estaban Cervantes, Lope de Vega,
Calderón, Fray Luis de León y muchos clásicos más, comprados a un librero
Extremeño. Sobre ellos anduvo una y otra vez Benjamín. En sus sueños compartió
las hazañas con el Cid Campeador, con los picaros más connotados y con El
Caballero de la Mancha.
Desde adolescente se hizo notar en el pueblo
por su amor a los libros y sus relaciones con los adultos, sobre todo con
Benigno Ignacio Frandín, un viejo leguleyo que impartía por aquellos días
clases de física y matemática. E1 doctor Frandín, como solía conocérsele, había
dejado la profesión de abogado por considerar que allí estaba concentrada buena
parte de la corrupción que minaba al
país. “El poder judicial y una letrina tienen poca diferencia en este país”,
solía decir
En el aula era el Sabio, aunque muchos en el
pueblo lo tildaban de loco. Vestía un saco largo, a las rodillas, una corbata
fuera de moda, mal amarrada al cuello y unos zapatos de dos tonos que nunca
lustró. Caminaba encorvado y se desplazaba lentamente, mientras sus labios
susurraban un monólogo que parecía interminable. Habitaba un enorme caserón,
que no compartía, al que Benjamín llegó a visitar casi a diario, para escuchar
arrobado, las interminables pláticas del viejo profesor.
Aunque de manera informal, el doctor Frandín se
hizo cargo de la educación de Benjamín,
no eran precisamente los temas de física y matemática los que atraían al
muchacho, sino aquellos relacionados con la filosofía y la historia. De regreso
a casa, se pasaba horas en la biblioteca, enfrascado en los asuntos del Ser y
la Existencia. Leía con peculiar fruición los textos filosóficos de Platón,
Kant y Hegel, para luego enfrascarse en consultas y consideraciones con su
maestro.
Nuestra
casa era de una manera cuando abuela andaba trajinando por los pasillos y de
otra cuando dormía la siesta. También mamá era de otra forma cuando abuela se
movía por la casa. Cuando eso ocurría, ella se ponía chiquitita y los brazos se
le pegaban al cuerpo. Entonces caminaba como si tuviera las piernas atadas, la
cara se le ponía muy tensa y las cejas parecían una sola rayita encima de la
nariz.; no hablaba y uno tampoco se atrevía a hablar. Era como si en casa
hubiera luto o fuera viernes santo, porque los viernes santos todo el mundo se
recogía hasta que Cristo volvía a resucitar. En cambio, en casa del abuelo
Belisario mamá era diferente; se le soltaban los brazos, las piernas y la
lengua; se reía todo el tiempo y no dejaba de hablar. En casa del abuelo
Belisario mamá era alta, joven y bonita, como se veía en las fotos de la boda.
-No
cambias ni porque ya tienes un hijo, decía el abuelo Belisario y le acariciaba
el pelo.
-Salí
a ti, respondía mamá, mírate al espejo para que veas cómo nos parecemos.
E1
abuelo Belisario lo hacía, pero no buscaba el parecido entre ambos, se miraba
en detalles y decía:
-Todavía
me veo bien ¿verdad?
Mamá
soltaba una carcajada.
-Ay,
papá, te mueres de miedo a la vejez. Claro que te ves bien.
Cuando abuela dormía, mamá se parecía a la
que estaba en casa del abuelo Belisario, entonces yo le rogaba a la virgen para
que la hiciera dormir toda la tarde, pero dormía muy poco, y en cuanto se
sentía el trasteo en el cuarto, todo volvía a ser como antes.
Tampoco la casa era la misma cuando ella
dormía la siesta. Uno no podía saberlo por el ronquido, porque estaban cerradas
todas las puertas y ventanas; se sabía porque la casa se llenaba de aire y luz.
No hacía más que quedarse dormida y la casa se ponía clarísima; la brisa
empezaba a batir de pronto, como si se hubiesen abierto todas las puertas. Uno
miraba hacia el techo y lo veía más alto, la sala y el comedor se ponían anchos
y a los cuartos llegaba olor a yerba y tierra recién mojada. Afuera los
gorriones piaban y revoloteaban junto a sus nidos y los huevos empezaban a
reventar para que nacieran nuevos gorrioncillos.
Cuando se escuchaba el fósforo sobre la lija
y la llamita ardía sobre el pabilo de una vela, era como si me estuviera
llamando, una orden, una especie de imán
me halaba desde la puerta del cuarto de abuela. Su voz era un susurro
inquisitivo y áspero:
-¿Lo
oíste anoche?
-No.
-Vino
de pájaro y caballo y fue tremendo el tropel porque venía cabalgado por
Maximiliano Contreras. ¡Ah, que terrible dolor en la verruga! Anoche fue
treinta de julio y Maximiliano cumplió años de muerto. Detrás se escuchaba una
gritería muy grande, pero Maximiliano dijo que no gritaban por él, sino porque
ese día la patria habría de perder un héroe. Después pasaron tambores y
cornetas. ¿Tampoco escuchaste los tambores y las cornetas?
-No.
-Iban
repiqueteando muy triste por el héroe que perderá la patria. Ya lo oirás, el
próximo treinta de julio pon asunto y lo escucharas clarito.
Yo tenía la cabeza debajo de la almohada
cuando lo escuché, con toda claridad.
Primero pasó el Pininío con Maximiliano Contreras encima, más bien entre sus
alas. Llevaba tremendo tropel arriba del techo, y al mismo tiempo aleteaba.
Entre las sabanas se metió el aire de sus alas. La pared tembló por el
traqueteo de los cascos, y luego se oyó el relincho y después la gritería y las
cornetas y los tambores tocando música de enterrar héroes.
Asunción
Macaria se propuso acercar a sus hijos desde pequeñitos a la fe divina, quiso
que todos sus actos estuviesen vinculados a La Santísima Virgen de La Caridad
del Cobre, por eso los llevó una vez a la bahía de Nipe.
-Miren
ese mar, les dijo, aquí empezó todo, cuando la santísima salió de estas aguas este
territorio empezó a ser país y el mundo entero se estremeció, porque la Tierra estaba
pariendo una isla que daría mucho por decir. Un lugar que sería como una
cicatriz en pleno corazón del planeta.
Cada noche los llevaba antes de dormir junto
al altar, para que de rodillas, rezaran el Padrenuestro y el Avemaría. Genaro
se aprendió las oraciones con la misma facilidad con que la hermana había
aprendido a hablar, en cambio, Lila
nunca llegó a conocer el Padrenuestro. Repetía las oraciones
automáticamente siguiendo el murmullo del hermano y aprovechaba la luz de las
velas para proyectar en la pared la sombra de sus manos, con las cuales
dibujaba animalitos, preferiblemente pajarillos en vuelo.
Asunción Macaria no le daba demasiada
importancia al asunto; estaba segura de que algún día su afición por los
animales la llevarían a la comunión con Dios y La Santísima. El juego de aquel
colibrí que le dio la bienvenida a su llegada de Camagüey fue interpretado como
la confirmación de su sospecha. Sin embargo, le preocupaba la conducta de
Genaro, porque creía ver demasiada formalidad en sus relaciones con el cielo. Y
no se equivocaba; Genaro no sentía ninguna atracción por el mundo místico que
la madre le inculcaba. Lo que otros podían interpretar como manifestación de fe
no era otra cosa que un férreo sentido de disciplina. Rezaba con el mismo tesón
con que procedía a realizar su aseo matutino o copiaba las lecciones de
aritmética. Asunción Macaria lo confirmó un domingo en que se preparaban para
ir a la iglesia y Genaro le preguntó:
-¿Por
qué Dios no viene un día hasta nosotros?
Lo
dijo con desaliento y ella se persignó antes de responderle:
-Dios
está siempre con nosotros.
Genaro
movió su cabeza en gesto de aceptación, pero ni comprendió ni le interesó la
opinión de la madre.
Andaba por los diez años cuando Asunción
Macaria pensó que todavía podría fomentar en él una personalidad religiosa.
-Lo
haré cura, pensó, y no demoró en irse al pueblo para arreglar con los jesuitas
la educación del muchacho.
Genaro no se inmutó cuando la madre le
comunicó la decisión, simplemente movió la cabeza en señal de aceptación y se
alejó con paso lento hacia el cuarto de la hermana. Wilfredo Funcia, que
presenció la escena, sonrió y aprobó con un gesto, sólo para agradar a su
mujer, pues en realidad la idea de internar al hijo en el colegio de los
jesuitas no le gustó en absoluto. Asunción Macaria, en cambio, unió las cejas y
se estrujo las manos.
-¿Algo
te preocupa? preguntó el marido.
Ella asintió y se quedó pensando un momento
antes de responder.
Que
estaba segura de que en lo más hondo el hijo no estaba de acuerdo y volvió a
quedar en silencio, mientras pensaba en alguna estrategia para acercarlo
definitivamente a la fe.
Seis meses después de la partida de Genaro
para el colegio, la madre soñó que el muchacho había hecho un pacto con el
diablo. En el sueño lo vio, ya hombre, montando un caballo negro y acompañado
por Belisario Alquizar. La mañana siguiente anduvo inquieta, sin poder quitarse
de la mente la mala impresión del sueño. A mediodía mandó a llamar a Wilfredo.
-Me
voy al pueblo, algo está pasando con Genaro, dijo.
Los curas la tranquilizaron.
Que
no tenía que preocuparse le dijeron, porque el muchacho era buen estudiante y
de ejemplar disciplina.
-Todavía
le falta entrega y fe, pero es austero y tiene un alto sentido de justicia,
aclaro uno de los jesuitas y se acomodó el nudo de la corbata mientras movía la
cabeza entrecana y dejaba ver una sonrisa que probablemente le robó al
mismísimo Papa.
Asunción Macaria regresó a la finca aliviada,
pero no dejaron de preocuparle las últimas palabras del cura: “le falta entrega
y fe”… También le preocupaba lo de sentido de la justicia, pues allí podía
estar el verdadero peligro. Por eso se postró a los pies de La Virgen y estuvo más de dos horas de hinojos,
pidiéndole que protegiera al muchacho y lo condujera por el camino de la razón
y la fe.
Aunque odiara a Belisario Alquizar no dejaba
de reconocer que era, justamente, su alto sentido de la justicia lo que le
había granjeado la simpatía de todo el mundo, fue por eso que se preocupó
cuando le oyó al cura aquella valoración. Por lo demás, sólo ella era capaz de
ver en la coincidencia de virtudes un peligro. Aquel sueño en que el hijo
pactaba con el diablo y luego huía en compañía de Belisario Alquízar, no la
abandonó durante muchos años. Con frecuencia se iba al colegio para recibir
siempre una información semejante a la anterior. Inteligente, disciplinado y con
gran sentido de la justicia, insistían los curas en la evaluación. Sólo cuando
ya el muchacho había pasado cinco años en el colegio, los curas ampliaron el
criterio.
Le
dijeron que podía quitarse de la cabeza la idea de hacerlo cura, porque la fe
que tenía no era suficiente para encaminarlo al sacerdocio.
Asunción Macaria se sintió defraudada, pero
se empeñó en creer que podían ser deficiencias en la evaluación. Habló entonces
sin rodeos con el hijo.
-Quiero
que seas cura. Eso le dará sosiego a tu madre.
E1 muchacho, que no acostumbraba a
contradecirla, la miró esta vez fijo a los ojos y le habló con firmeza.
-Mamá,
en esto no voy complacerla, si lo hiciera faltaría a Dios y probablemente me
condenaría al infierno.
-Hereje,
dijo la madre y tuvo deseos de bofetearlo, pero se contuvo.
-Lo
siento, dijo él y se alejó.
Después de aquella confesión, la madre supo
que sería inútil cuanto hiciera para que
reconsiderara su posición. A esas resoluciones invariables le había
temido siempre. Se conformó entonces con verlo convertirse en hombre devoto,
aunque tenía la corazonada de que tampoco habría de conseguirlo.
-Algo
terrible está ocurriendo a mis espaldas, pensó y no pudo quitarse la idea de la
cabeza. Le pidió a La Virgen cada día, que le diera un indicio de lo que estaba
pasando.
Wilfredo Funcia intentó convencerla de que
no eran más que ideas suyas, que no tenía motivos para preocuparse.
-En
verdad quien debía inquietarnos es Lila.
Ella
negó con la cabeza. Lila era la de siempre, en cambio, Genaro estaba en peligro
de perderse y ella lo sabía; estaba segura de que algo ocurría, aunque Wilfredo
y los curas no fueran capaces de verlo. Y lo peor era que no sabía dónde estaba
el peligro.
No habían transcurrido quince días cuando le
enviaron el indicio solicitado, llegó a través de un emisario de Filomena. La
prima invitaba a toda la familia a los quince de Floriselda.
-Espero
que le den esa alegría a mi hija, decía Filomena en su carta y se disculpaba
por el involuntario alejamiento. Es imperdonable, escribió en una parte de su
carta, pues la familia no debe permitirse el olvido; a fin de cuentas, prima,
nos criamos juntas y nos hemos distanciado sin otros motivos que la dejadez y
el matrimonio.
A1 final de la carta, Filomena hacía
referencia a Genaro. Está muy simpático, decía, de la noche a la mañana se ha
vuelto un joven apuesto. Nos da mucho gusto que nos visite los fines de semana.
Y concluía la prima: Belisario le ha tomado mucho cariño, será porque nos faltó
el hijo varón.
Asunción Macaria deshizo el papel entre las
manos. Súbitamente envejeció, el cuerpo se
encorvó y los hombros se unieron. Con un esfuerzo supremo pudo abandonar
la sala, pero se tambaleó en el umbral de la puerta. Ya en su cuarto se llevó
las manos a los oídos y unió los párpados cuanto pudo, pero no dejaba ver la
letra garabateada de Filomena.
Rezó días y semanas hasta que La Virgen la
escuchó, sintió su aliento y su susurro cerca del cuello. Entonces salió del
cuarto para poner una gran cruz a la entrada de la casa.
“Detente
animal feroz, que antes de nacer tú nació el niño Dios”.
Más sosegada regresó para hablar un rato
con La Santísima. Le prometió vestir de yute durante todo un año y rezar dos
horas diarias de rodillas sobre la arena para que le salvara a Genaro.
-No
me falles, Señora, susurró. Desde que tengo razón he vivido para servirte y
enfrentar a tu adversario. Al decir esto recordó a Demóstenes, vino a su
memoria aquel Domingo de Resurrección que el diablo eligió para mandarle el
aviso, el primer reto, la primera señal con la que quedó claro que el camino
del infierno comenzaba en las propiedades de los Alquizar.
Era el mismo diablo que ahora quería desviar a
su hijo del camino. Antes lo hizo con
Demóstenes; aprovechó que todavía no había llegado la hora en que Dios abriría
sus ojos nuevamente y desvió al pobre verraco, y lo lanzó a toda carrera por
debajo de la alambrada para dejarla casi desollada.
-Maldigo
al diablo, dijo ella entonces y se estableció el reto.
Aquellas
palabras que Agustina Peralejo consideró blasfemia, le salieron del corazón,
con la fuerza y la espontaneidad de un grito de guerra.
Lo que no pudo saber en aquel momento fue que
su vida estaría para siempre vinculada a los Alquízar. Eso lo supo después,
cuando Belisario se metió en el corazón.
A todo galope salió Asunción Macaria para el
pueblo, dispuesta a rescatar al hijo descarriado. A Wilfredo no le gustó ahora
la idea de que el hijo abandonara los estudios, pero no se atrevió a ofrecer
resistencia. Como antes accedió para evitar su ira.
-De
que lo traigo lo traigo, dijo antes de partir.
Quería enterarse hasta el último detalle de
aquellas visitas dominicales de Genaro a los Alquízar y no tardó en saberlo.
Supo que acompañaba a Belisario a las peleas de gallos; de los paseos con la
familia por las márgenes del río y hasta de los comentarios que Filomena le
hacía al marido, por lo bajo:
-Hacen
una pareja estupenda.
Supo
que tanto Genaro como Floriselda estaban contentos con la opinión de Filomena y
que aprovechaban los momentos de soledad para tomarse de la mano y besarse, con
cautela, apresuradamente, pero siempre
que tuvieron oportunidad.
Antes de encontrarse con el hijo, Asunción
Macaria le dio baja del colegio, alegando que su marido estaba enfermo y
necesitaba la presencia del muchacho en casa. Después fue por él y lo llevó
para la finca, dispuesta a mantenerlo bajo estricta vigilancia.
Cuando abuela empezaba a
rezar, los perros salían corriendo desde el patio y se metían debajo de la
mesa, se hacían ovillos y los ojos se le ponían blancos y tímidos, como si los
amenazara una tormenta. No parecían perros, sino lagartos, no se atrevían a
ladrar, ni siquiera a gemir fuerte, ni iban en busca de la comida, aunque mamá
los estuviera llamando. Gemían muy bajo, su llanto era como el silbido de los
insectos. Recostaban sus caras tristes sobre las patas delanteras y no se
movían. Parecían perros de juguete. Estaban oyendo el susurro de abuela y veían
la palidez de mi rostro.
Los rezos de abuela hacían hervir las entrañas
de la tierra, porque empezaba a subir un humo blanco, como la niebla al
amanecer. Aquel humo llenaba la casa; todo se veía empañado: el techo, las
paredes, los muebles y hasta al cuadro de Martí que estaba en la pared; se le
nevaban las cejas, el bigote y las patillas, como si estuviera envejeciendo.
Afuera los árboles se estaban tranquilitos y las gallinas dejaban de cacarear.
Los pollitos no piaban y metían en la hierba, como cuando había gavilanes en el
aire. Los gorriones se quedaban en sus nidos y la llama del fogón se volvía
chiquita, no crecía aunque mamá la atizara para hacer la comida que estaba en
los calderos.
-Dios mío, ¿qué es esto
que está pasando?
Pero la llama seguía
chiquita, como si se estuviera quedando dormida.
En cuanto abuela decía la última palabra de
su rezo y se ponía de pie, la candela subía espontáneamente y los calderos
empezaban a echar humo. La niebla regresaba al fondo de la tierra y los perros
levantaban las orejas y salían corriendo para el patio. Yo me quedaba
tranquilo, esperando que su pensamiento me llamara para acercarme a la puerta
de su habitación. Ella no me podía ver,
pero sabía que estaba allí, porque enseguida empezaba a decirme.
-Anoche vino de pájaro y
persona, y se estuvieron oyendo sus pasos toda la noche, como de hombre que
calza botas grandes. ¿Escuchaste el taconeo en el tejado? Yo no decía que no,
porque a lo mejor el ruido que sentía a través de la almohada no fueron los
gatos, ni los pasos del otro lado de la pared hayan sido los de papá que se
levantó a tomar una aspirina. Seguramente fue el Pininío, porque el jarro de
leche amaneció vacío.
-Traía mucha sed, pero
como odia el agua, por eso toma leche. Fíjate que no le alcanzó la que estaba
en el jarro y se puso a ordeñar las vacas. ¿No escuchaste las vacas bramando?
-Sí.
-Tanta leche tomó que
después no podía alzar vuelo. ¿No escuchaste el aleteo en el patio?
-Sí.
Genaro no se mostró
disgustado con la decisión. De no haber sido porque no quería alejarse de los
Alquízar, ni revolver las malas pulgas de su madre, mucho antes hubiera pedido
que lo liberaran de aquella escuela. Por eso, cuando la madre le comunicó lo
que había decidido, ni siquiera hizo preguntas, aunque tampoco mostró
complacencia, y eso desconcertó e irritó a Asunción Macaria. Sabía que Genaro
no mostraba apego por la escuela, pero conocedora de las relaciones que
mantenía con los Alquízar, no pudo comprender la imperturbable tranquilidad con que asumió el
asunto.
-¿No te importa dejar el
colegio?, le pregunto cuando regresaban a la finca.
-Ya habrá tiempo para
estudiar, respondió Genaro con indiferencia.
-Creo que te estás
haciendo el babieca.
Genaro levantó los
hombros y no dijo palabra.
Tenerlo en casa le dio a
la madre un poco de sosiego, aunque le molestaba no poder penetrar el
pensamiento del hijo. Lo vio tranquilo, acomodándose de nuevo a la vida de la
finca, sin aparente angustia, entonces pensó que tal vez se había precipitado,
a lo mejor le dio demasiada importancia a la carta de Filomena. No obstante,
cuando recordó el sueño donde el hijo pactaba con el diablo, no tuvo dudas de
que había hecho lo mejor.
-Hay que cortar por lo
sano, susurró mientras se alejaba de la cocina para ir a meterse en su cuarto.
Wilfredo Funcia, quien desconocía los
verdaderos motivos para que su mujer tomara tan drástica decisión, no pudo
comprender la medida.
Lo aceptó finalmente
para evitar una discusión que sería inútil. No obstante, quiso expresar su
criterio; en tono conciliador como quien no le da demasiada importancia a las
cosas.
-Pudimos haber meditado
este punto con más calma, Sunci, porque hablando con los Alquízar se podían
haber evitado los gallos, a fin de cuentas ustedes son parientes.
-No vuelvas a decirlo,
gritó ella.
Y aunque Wilfredo no
llegó a comprender, tampoco quiso hacer preguntas. Hundió sus dedos dentro del
pelo ensortijado y se limitó a decir:
-Está bien, Sunci.
Ella se alejó dándole
tirones al cinto para ajustarse al cuerpo la bata de percal.
-Con el diablo están
emparentados aquéllos, no conmigo, dijo cuando ya se metía en su cuarto.
Dos semanas después, la mirada más suspicaz
hubiera dado por desaparecido el peligro que alarmó a Asunción Macaria; Genaro
no mostraba síntomas de nostalgia, ni hablaba nada que tuviese que ver con los
Alquízar, el colegio, los gallos y los paseos dominicales.
-Ves, no había razón
para inquietarse; a su edad se hace lo que la ocasión propicia, esas cosas se
dan como impulsos de la sangre, dijo Wilfredo y hasta él se asombró de su
razonamiento, sobre todo cuando vio la cara de asombro de su mujer.
-¿Te has vuelto pedagogo
o filósofo, Wilfredo? dijo ella sin ironía.
Wilfredo Funcia sonrió y
le hizo un guiño, con cierto aire de libre pensador y dijo, también sin ironía,
que a su lado se estaba volviendo inteligente.
Ni las evidencias ni los razonamientos de
Wilfredo consiguieron tranquilizarla, sólo la desconcertaron. Genaro tenía la
facultad de confundirla, facultad que no le reconocía a otra persona sobre la
tierra; sólo él, con frecuencia, le hacía perder la pista. Por eso decidió no
descuidarse, por el contrario, redobló su vigilancia. Siguió de cerca sus
gestos, sus palabras, todo lo que hacía durante. Estuvo atenta hasta de la hora
que se encerraba en su habitación, pero no encontró motivos de preocupación,
entonces se tiró a los pies de La Virgen y rezó muchas horas, encendió velas
amarillas, y cuando se alejó del altar fue a preparar sus vestidos de yute para
cumplir la promesa que le hiciera a la Santísima si la ayudaba a salvar al hijo.
Durante mucho tiempo, cada noche, Genaro
escribió cartas para Floriselda, que un peón leal hizo llegar a su destino. De
no haber sido por la muerte inesperada de Wilfredo Funcia, el romance epistolar
se hubiese prolongado, pero la muerte del padre hizo que Asunción Macaria
percibiera la embestida del diablo por otro flanco y descuidara la vigilancia
del hijo, que se le había hecho obsesión.
Tampoco tuvo fuerzas ni tiempo para
preocuparse ahora de los posibles amoríos del hijo con Floriselda Alquízar. También
la visita de Filomena contribuyó a tranquilizarla en este punto, pues la prima
no hizo una sola alusión a posibles relaciones de Floriselda y Genaro. No pudo
ella saber cuánto esfuerzo tuvo que hacer la prima para no hablarle del asunto;
ardía en deseos, pero Floriselda y Genaro le pidieron máxima discreción.
Durante los once meses que duró el encierro
de la madre, Genaro se movió con toda libertad. Cada semana veía a Floriselda
y, con frecuencia, se bañaban en el río donde tantas veces lo habían hecho
mientras se juraban amor y fidelidad hasta el fin de sus días. Sin embargo, cuando
Asunción Macaria asumió las riendas de la finca, sus libertades se redujeron,
pero como Genaro había tenido que enfrentar responsabilidades que antes fueran
de su padre, siguieron viéndose, sin que la madre estuviera al tanto de sus
ausencias.
Asunción Macaria, mientras tanto, se dispuso
a reanudar la confección de su vestimenta de saco, interrumpida por la muerte
del marido.
La primera vez que
Agustina Peralejo vio al marido angustiado por algún miembro de la familia ya
habían cumplido cuarenta y cinco años de casados. No le extrañó que fuera por
Genaro, porque era la única persona por quien Onésimo había mostrado afecto.
Sin ocultar orgullo, decía que el muchacho es totalmente opuesto a Benjamín.
Como tienen que ser los hombres, carajo, gruñía entre satisfecho y enojado.
Durante mucho rato ella
lo vio ir y venir de un lado para el otro con las manos unidas por detrás de la
espalda y moviendo la cabeza como toro, pero nada le preguntó por temor a la
habitual reacción, mas aprovechó para acercarse cuando le escucho decir:
-¿Quién carajo le habrá
metido esas ideas en la cabeza a este muchacho?
Agustina pensó que se
trataba de Benjamín y preguntó.
-¿Qué pasa con Benjamín?
-Qué Benjamín ni ocho
cuartas, Agustina, gritó Onésimo Pimentel; hablo de Genaro.
Agustina tragó en seco y
se apretó el estómago con la punta de los dedos.
-¿Qué pasa con Genaro?
-Pendejadas, rugió él.
Agustina Peralejo lo miró sin comprender, hizo
silencio como esperando que explicara, pero como no lo hizo, dijo con voz
cansada y temerosa:
-¿Qué ocurre con el
muchacho?
-Política, escupió
Onésimo, iracundo.
Y la mujer volvió a
preguntar, ahora frotándose las manos.
-Anda conspirando el
mentecato y le puede costar caro el jueguito.
-Ave María Purísima,
exclamó Agustina y se persigno tres veces.
-El único ser
inteligente en esta familia, carajo, y se está volviendo babieca. Como si
pudieran tumbar al gobierno con sus mentecatadas. La política es poder y hay
que estar del lado de quien lo tiene.
Agustina supo después que la información le
llegó al marido a través del propio capitán de la policía.
Le dijo a Onésimo que
estaban enterados de los pasos del muchacho y si no le habían dado una lección
es porque se trata de su nieto, señor. Y se alejó diciendo que haga lo que
tenga que hacer, pero que se aleje de los revoltosos.
Onésimo Pimentel entendió aquellas palabras
como ultimátum y decidió sacar a Genaro del País.
Asunción Macaria rugió de rabia cuando supo
que su padre había iniciado los trámites para mandarlo fuera del país. No podía
admitir que hubiese tomado tal decisión sin contar con ella.
-Mis hijos son míos,
carajo, gritó. Sola los llevé nueve meses en la barriga y sola los parí.
-Esta vez debes ser
flexible, hija, argumentó la madre, está en peligro.
Asunción Macaria quedó
en silencio y se frotó las manos, después caminó en semicírculo por la
amplísima sala de los Pimentel y susurró por lo bajo.
-Sólo por eso lo tolero,
carajo.
Y después de un silencio largo, volvió a
decir con enojo.
Que le aclarara a su
padre que no quería más intromisiones en los asuntos de sus hijos, y volvió a
repetir que sola los había parido. Y se fue de regreso a la finca.
Genaro hizo resistencia
cuando se enteró de la decisión familiar. De inmediato intentó hacer contacto
con sus compañeros de la clandestinidad, dispersos en ese momento por la
ofensiva policial, pero recibió un escueto mensaje en el que le daban la orden
de mantenerse tranquilo hasta que fuera el momento de volver a la lucha. “No
hay que exponerse en vano, concluía la nota, volveremos cuando hayamos
reorientado la estrategia. Los represores se filtraron en nuestras filas y el costo ha sido grande”.
Supo que muchos de sus
compañeros estaban presos y otros habían desaparecido.
Sin alternativa, Genaro accedió y fue a ver
a Floriselda para asegurarle que volvería pronto y para siempre.
Antes de partir, tuvo una larga conversación
con la madre, en la que intentó convencerla de que debía prestarle mayor
atención a los desvaríos de Lila.
-Si usted no hace algo
irá a parar a al manicomio, dijo.
Asunción Macaria negó
con la cabeza y sonrió con indiferencia, pues no creía en el pronóstico del
hijo.
-Tal vez sería bueno que
la mandará un tiempo con abuela, argumentó, ella tiene sus métodos y a lo mejor
logra quitarle de la cabeza ese asunto de los pajaritos.
-Sus razones ha de
tener, murmuró la madre y levantó la mirada a las alturas, tal vez esté más
cuerda que nosotros.
En realidad Lila no daba motivo para
preocupaciones que no fuera su extraño vínculo con los pájaros, en especial con
aquel colibrí que siempre andaba alrededor suyo. En todo caso podría ser
preocupante el creciente distanciamiento con la familia, pero no era cosa que
le quitara el sueño a la madre.
Desde la muerte de Wilfredo Funcia se le
había oído hablar muy pocas veces. Asunción Macaria apenas la veía, aunque
aparentemente estaba al tanto de lo que hacía. No obstante, las recomendaciones
de Genaro quedaron en su cabeza y se puso a observar el vínculo de la hija con
el pajarillo
Los domingos Lila permanecía en casa y desde
muy temprano se asomaba a la ventana de su habitación para llamar, con un
silbido, a su pajarito. Después bajaba al jardín y regaba las plantas y las
flores con agua de colonia para que el pajarillo perfumara el piquito. E1
avecilla revoloteaba entonces, incansable, sobre la cabeza de la muchacha.
Intrigada por aquella ceremonia y hasta
preocupada por las cantidades de agua de colonia que había consumido la hija,
Asunción Macaria decidió hablar con ella. A la hora del almuerzo, cuando ambas
estuvieron sentadas a los extremos de la enorme mesa de caoba, la madre
preguntó.
-¿Por qué andas todo el
día detrás de ese pajarito?
-Andamos juntos,
respondió Lila sin rasgo de ingenuidad.
Asunción Macaria y movió
la cabeza aceptando, pero no ocultó disgusto.
-¿Por qué lo haces?
Lila no respondió al
momento, se quedó mirando a través de la ventana, como si la respuesta
estuviese del otro lado de la pared.
-Porque lo quiero, dijo
al cabo.
La madre se pasó la mano
por la cara y volvió a menear la cabeza inquieta.
-¿Cómo es eso?
-Uno quiere a quien le
da compañía ¿no?
Asunción Macaria se puso
de pié, inquieta, y le preguntó qué si la familia no era compañía.
Lila dejó ver una
sonrisa entre indiferente y tierna y susurró, como si pretendiera no ser oída,
que a veces los animales te acompañan mejor.
Asunción Macaria volvió
a la silla, se inclinó sobre la mesa, con la barbilla descansando sobre su mano
izquierda y le preguntó enérgica:
-¿Entonces prefieres a
los animales?
-¿Y usted no? Ellos no
tienen ni dioses ni diablos a quienes temer. Son libres, porque si no hay miedo
hay libertad, ¿verdad?
La madre se persignó
tres veces y dijo algunas palabras que la hija no entendió, quedó en silencio y
no se habló más durante el almuerzo.
Cuando abandonó la mesa, Asunción Macaria se
fue hasta el altar y rezó largo rato y pidió por la hija. Esa noche escribió
una carta extensa para Agustina Peralejo y a la mañana siguiente la puso en
manos de un peón y le encargó que acompañara a Lila hasta el pueblo.
Aunque su estancia en
París fue relativamente breve, en la memoria de Genaro no se borró nunca. Al
principio le pareció un engaño a su propia imaginación, pues había pensado en
una ciudad de rascacielos y un sol rutilante sobre ventanales enormes. Percibió
luego que había creado una idea de París a partir de La Habana, del Vedado, que
empezaba a convertirse en un gigante de cemento y ladrillos, tal vez había
pensado en la imagen que tenía de Nueva York. París otoñal era todo lo
contrario. Le pareció la ciudad de la nostalgia o de la luna en cuarto
menguante. Afincando bien los talones para no caerse, atravesó la Plece d'Italie y, cuando
estuvo en el umbral de la puerta de su hospicio, tuvo, por un instante, la
sensación de que había muerto y llegaba al purgatorio.
Bastaron pocas semanas para que aquella
impresión inicial desapareciera. Entabló amistad con Aracelio Peralta, un joven
dominicano, oriundo de Santiago de los Caballeros, que llevaba mucho tiempo en
París. Con su ayuda empezó a conocer los encantos y los misterios de aquella
ciudad legendaria. Entonces pensó en las últimas palabras que le escuchó a
Onésimo Pimentel cuando le dijo que no pensara que dejaba de joderle.
-Vas a conocer primero
que yo a París, que dicen es la capital del mundo.
Lo dijo, aunque ignoraba la verdadera
magnitud de la capital francesa.
Desde la ventana de su habitación, Genaro
veía cada tarde como se levantaban las bandadas de palomas desde la plaza y
sobrevolaban los techos grisáceos que aparecían atrapados por la bruma de
otoño. Entonces recordaba de Floriselda Alquízar.
Es lugar para el amor, pensaba después,
cuando caminaba junto al Sena y veía las aguas tranquilas, deslizándose
majestuosamente, sin murmullos, sin parecer que corría en dirección alguna,
como si durmieran una siesta eterna entre las orillas opuestas.
Onésimo tenía razón cuando ponderaba las
cualidades de París, pensaba cundo iba por Montparnasse o se encontraba con
estudiantes latinoamericanos en Montmartre. No olvidaría nunca sus meditaciones
al pie de la basílica del Sagrado Corazón y en las oscuras galerías de la
catedral de Nötre-Dame. Quedarían para siempre en la memoria los atardeceres
otoñales en la Plaza
de la Concordia,
los Campos Elíseos y las visitas al museo de Louvre.
No ignoraba Genaro el privilegio que
significó su estancia en La Ciudad Luz, una ciudad que millones de hombres en
la tierra soñaban conocer y amaban aunque jamás la hubiesen visto. Sin embargo,
quería regresar a Cuba, extrañaba cada minuto a Floriselda y al sol del
Caribe.
De no haber sido por Aracelio,
su estancia en París hubiese sido más corta, pues aunque el dominicano también
se moría de nostalgia por el Caribe, logró convencerlo de que debían esperar un
poco.
-Hay ciertas cosas que
no admiten posposición, hermano, argumentaba Genaro.
-Hay que esperar, nadie
va a morirse mañana, dijo Aracelio.
Persuadido por los argumentos del
dominicano, Genaro empezó a ver diferente las callejuelas empedradas, por donde
habían transitado genios que cambiaron el rumbo de la humanidad; personalidades de la historia y
artistas de todo tipo. Visitó museos y galerías y mientras esperaba la hora del
regreso, pasaba horas leyendo a Rousseau, Voltaire, Víctor Hugo, Baudelaire, Rimbaud y Verlaine,
una veces en el hospicio, casi siempre sentado junto al Sena. Se sentía
emocionado cuando imaginaba que podía estar pisando los mismos adoquines que
antes pisaron aquellos. Disfrutó repitiendo de memoria E1 barco ebrio, que su amigo Aracelio escuchaba también con
placer para luego elogiarlo.
-Dices los poemas como
si fueras actor.
En El contrato social, Genaro creyó
encontrar respuestas a preguntas que siempre se hizo. Admiró con verdadera
fascinación los lienzos de Monet, las peculiares figuras de Toulouse-Lautrec y
las insuperables pinceladas de Van Gogh. Se apasionó por los episodios de la Revolución Francesa
y la talla de sus protagonistas.
Las lecturas sobre la revolución, que
inicialmente lo deslumbraron, le provocaron después nuevas interrogantes, a las
que quería encontrarle respuesta antes de abandonar París. Por eso cuando
Aracelio lo invitó a partir hacia Praga, porque conociendo mundos se achica la
distancia, dijo el dominicano, Genaro sintió cierto desgarramiento, tal vez
porque empezaba a integrarse al misterio parisino, quizás porque dejaba
inconclusas sus indagaciones y sin despejar
nuevos cuestionamientos.
-Es como si París
quisiera seguir con nosotros, le dijo a su amigo, cuando estuvieron instalados
en la casa del tío de Aracelio, quien tenía negocios de juguetería y su
residencia en la calle París de la capital checa.
Benigno Peralta era un hombre que
disfrutaba la ancianidad, de abundante
pelo blanco y ojos pequeñitos y escrutadores. A pesar de sus años y el tiempo
que llevaba ausente, mantenía el temperamento caribeño. E1 bienestar que Genaro
pudo sentir en aquella ciudad se debió mucho al viejo Peralta, pues aunque
Aracelio olvidó decírselo, apenas llegaron a su casa y el tío supo la
nacionalidad del huésped, le hizo saber que se sentía tan cubano como
dominicano, porque de adolescente se había integrado a la tropa de Máximo Gómez
durante la guerra independentista cubana.
-Todavía tengo aquí
dentro, dijo el viejo y se golpeó en el pecho, una mulata bayamesa que fue el
amor de mi vida. Somos la misma cosa, muchacho, le dijo después. La vida me ha
traído a esta tierra fría, pero llevo el calor de Cuba en el corazón, y abrazó
a Genaro mientras los ojos pequeños se humedecían. Genero le dijo que un hombre
que había estado en la tropa Máximo Gómez y amado a una bayamesa era como su
padre.
Guiados por el tío dominicano, Aracelio y
Genaro conocieron Praga palmo a palmo. El amigo con ojos de turista, sin romper
la distancia, Genaro, por el contrario, sintiendo una inexplicable
identificación con la ciudad, a pesar de la frialdad de los checos y la barrera
de un idioma que nunca llegaría conocer. Disfrutaba una agradable quietud
cuando paseaba por la plaza Wenceslao o se alejaba bordeando el río hasta la Malá Strana. A veces
se detenía en el puente Karlo y pasaba allí horas mirando las aguas majestuosas
de río, o contemplando los claroscuros de aquella ciudad de castillos, cúpulas
y campanarios. En ocasiones se iba hasta la colina que corría del otro lado del
río, acompañado de Simona, una mujer esbelta y cálida que conoció precisamente
en el puente Karlo y a quien hubiese amado con vehemencia de no haber existido
Floriselda Alquízar.
Con Simona vivió un peculiar romance, una
pasión sin palabras ni promesas. Se despidió de ella después de una noche de
tabernas y vinarnas y le dejó una flor roja, una rosa de Bohemia, pegada en el
pecho.
-Guarda esa flor, le
dijo, que es la de mi corazón.
Ella respondió solamente
con unas lágrimas que asomaron a sus ojos azules.
Sin dejar de pensar en el regreso, hubiera
podido permanecer mucho más tiempo en Praga. Pero Aracelio lo dispuso todo y
dos meses después de su llegada, con la ayuda del tío Benigno, partieron hacia
un pequeño puerto yugoslavo en el mar Adriático, para abordar un buque mercante
de poco calado que se dirigía a la República Dominicana.
La familia Peralta lo recibió como si hubiera
sido otro hijo que regresa. No hicieron distingos entre los mimos que le
prodigaban a Aracelio y los que dispensaron a él. Llegó a sentirse abrumado por
tantas muestras de cariño.
-Tienes una familia
extraordinaria, hermano, le dijo al amigo, me siento como si hubiera llegado a
casa.
Pero Cuba estaba muy cerca y era el punto a
alcanzar y después de algunas semanas, le comunicó al amigo la decisión de
seguir camino.
-Me voy, dijo.
No era posible todavía
regresar a casa, pero se iría a México para de allí arreglar el asunto del
retorno.
Hizo el viaje a México
acompañado de Andrés Fábrega, un joven poeta
de Cosamaloapan, quien los había acompañado en la travesía desde Europa.
Fábrega era de ideas revolucionarias y espíritu aventurero. Había salido de
México siete años atrás para conocer el mundo.
Hay que viajar, hermano,
para que nadie te haga el cuento.
Ahora, después de tanto tiempo, quería volver
a su pueblo.
-Sólo para tomar oxígeno
y abrazar a la familia, aseguró.
Genaro llegó al pueblito veracruzano un mes
después que su amigo, pues había decidido estar un tiempo en la capital para
hacer contacto con los compatriotas del exilio. Bastó que visitara al Café
Habana y un par de lugares más para que se produjeran los encuentros. Conoció
músicos y cantantes cubanos que le abrieron los brazos y las puertas de sus
casas, pero él quiso cumplir el compromiso que hiciera con Fábrega y después de
una noche bohemia en el café León, partió hacia
Veracruz.
Fue una revelación para Genaro Funcia; había
en aquel pueblo un espíritu de familiaridad que lo hacía entrañable, le pareció.
-Es tierra de poesía
y de música, dijo Andrés.
Genaro no regresó a la capital como pensaba,
en breve hizo amistades que lo persuadieron para que permaneciera para que no
se fuera. En realidad necesitaba dinero y como le ofrecieron trabajo, se hizo
linotipista y no le fue mal. Aprovechó el tiempo para leer a José Martí y todo
cuanto pudo sobre la Revolución Mexicana.
Escribió cartas a la madre, a Onésimo Pimentel
y a la novia, pero sólo recibió respuesta de Floriselda, en un sobre que llegó
amarillento, tres meses después de haber sido puesto en correo.
Asunción Macaria no le contestó, porque
considero inútil hacerlo, teniendo en cuenta que el hijo anunciaba su decisión
de regresar lo más pronto posible. Onésimo Pimentel, por su parte, tembló de ira
y no quiso terminar de leer la carta. Se enfureció más cuando supo que el nieto
se encontraba en México.
-El que nace para ratón
busca la cañería, carajo, gritó, mira que dejar París para venir a meterse en
un pueblito mexicano.
De haber tenido a su lado a Floriselda Alquízar,
Genaro hubiese extendido la estancia en Cosamaloapan. Los fines de semana
pasaba horas compartiendo con poetas locales, músicos e improvisadores, que le
parecían los mismos de Cuba.
La patria del hombre es
el mundo, pensó entonces.
Sin embargo, unas semanas después recibió la
noticia de que en Cuba se había recrudecido la lucha contra el tirano y se fue
hasta el puerto de Veracruz desde donde se embarcó rumbo a Santiago de Cuba.
Mamá me pasaba la mano por la cabeza y se
ponía muy triste. Pobrecito nene, decía, y los ojos se le llenaban de lágrimas.
Uno iba a preguntarle ¿qué pasa, mamá? pero el pensamiento de abuela se
interponía. De un salto salía de la cama, seguramente con el miedo metido en
los ojos, porque mamá preguntaba:
-¿Por qué te pones así,
hijito?
Yo no respondía; el
pensamiento de abuela me estaba hablando desde el otro lado de la pared. Mamá
se ponía las manos en la cabeza.
-No te tires de la cama
descalzo, hijo, el piso esta frío y te va a dar asma.
Pero las cosas que mamá
estaba diciendo en ese instante yo las sabía después, cuando el pensamiento de
abuela se alejaba para ir a encender una vela. Entonces yo escuchaba las
palabras de mamá como si las dijera en ese momento y salía corriendo a ponerme
los zapatos y le decía que me diera el jarabe para el asma. Era difícil meter
la cabeza debajo de la almohada cuando uno tenía asma, pero cuando era grande
la ahogadera, mamá dejaba la luz encendida y el Pininío no se acercaba a la
casa.
El pensamiento de abuela empezaba a hablarme
desde el otro lado de la pared y yo me iba descalzo hasta la puerta de su
cuarto y no me acordaba del asma ni oía las palabras de mamá. Nada más sentía
su pensamiento tirando de mis pies y escuchaba el rumor de su voz en mis oídos;
un susurro que al principio no tenía forma de palabras y luego empezaba a dar
vueltas por la habitación hasta que podía escucharla, desde el otro lado de la
puerta.
-Anoche vino de pájaro y
perro flaco. ¿Oíste su aullido?
-Clarito.
-¿Y su grito de pájaro
triste?
-Clarito.
-Se posó en una rama de
la ceiba grande, y la parte de perro flaco colgaba en el vacío. El viento lo
meció de un lado para el otro, fue cuando el reloj tocó las doce campanadas,
pero como la brisa no cesó en toda la noche y el cuerpo de Pininío no dejó de
moverse, el reloj tampoco pudo parar, siguió con sus campanadas hasta que fue
amaneciendo y el Pininío alzó vuelo. Entonces el reloj se detuvo un momento,
segundos creo, y enseguida sonó de nuevo seis campanadas para que tus padres se
levantaran.
-¿Tú escuchaste las
campanadas del reloj?
-Clarito.
¿A dónde se fue el
Pininío?
-A su casa, hijo.
-¿Y donde vive?
-En cualquier parte. De
noche cumple los designios de Satanás y al amanecer vuela a las alturas para
entrar en la boca del infierno. Allí se vuelve chicharra, grillo, lagartija,
rana, culebra, murciélago, ratón y muchas cosas que una nunca has visto.
-¿Y camarón?
-¿Cómo puedes pensar
eso, muchacho? ¿Eres babieca? Le teme al
agua.
-Ah, verdad.
¿A quién habrá salido
tan cobarde este muchacho? rezongaba papá porque me veía retroceder cuando mamá
decía.
-Nene, tráeme unas
hojitas de cilantro.
Pero el cilantro estaba
en el fondo en del patio, casi pegado a la ceiba grande.
-Va siendo hora de que
te quites el miedo y hagas tus cosas, porque un hombre enfaldado es lo peor que
se pueda ver.
Entonces mamá me cogía
de la mano y juntos íbamos por el cilantro.
-¿Ves que no hay nada
que temer, hijito? No puedes pasarte la vida pensando en cosas malas, tampoco
puedes hacer caso de todo lo que te digan.
Yo no quería mirar hacia
la ceiba, porque es árbol de fantasmas y botijas enterradas y es escondite de
Pininío.
-Eso no existe, hijo.
Y yo me ponía a temblar.
-De noche los muertos
vienen a darle una vueltecita al tesoro que dejaron debajo de las raíces y se
ven luces verdes que bajan de las ramas y se pierden en el fondo de la tierra.
También en ese lugar hace muchos años, tantos que ni mis abuelos habían nacido,
se ahorcó un hombre que perdió su fortuna en los gallos. Lo hizo para no volver
a casa en la miseria.
-¿Y ese muerto viejo
también se metió en el Pininío?
A lo mejor el lagarto
que sube por el tronco del árbol es parte de ese muerto. Y esa hoja seca que se
ve entre las ramas puede ser un murciélago, pero puede que el murciélago sea el
ojo despierto de aquel muerto viejo.
-¿Por qué el ahorcado se
jugó todo el dinero?
-No sólo el dinero,
también la finca, el ganado y los caballos. Los gallos son una desgracia,
muchacho. Detrás de un gallo siempre está Satanás. De los gallos y de los
galleros, porque un gallero empedernido es siempre engendro del diablo.
Me pasaba días pensando
en los gallos de papá y del abuelo Belisario, y empecé a comprender por qué el
diablo que estaba en el cuarto de abuela se parecía al abuelo Belisario, pero
no entendía por qué se parecía también a
mamá, que nada tenía que ver con los gallos, ni pude comprender por qué no se
parecía a papá, que también andaba en ese asunto de las peleas. Miraba a papá a
ver por dónde le salía lo de diablo y
mientras mamá servía la sopa, él me pasaba la mano por el pelo.
-¿Por qué me miras así,
hijo?
-Será el bigote que te
ha crecido, decía mamá, y se quedaba parada en la puerta mirándome de reojo.
Y ahí entraba el
pensamiento de abuela a mi cabeza.
-E1 diablo puede tomar
muchas formas, por eso es diablo, hasta en una caricia puede estar, en la sopa que te tomas y hasta en el café
con leche.
Seguramente me ponía muy
pálido, porque mamá se llevaba las manos a la cara y decía:
-¡Ay, Dios mío! y le
daba la vuelta a la mesa para tocarme la frente con su cara. Este niño está
mal, Genaro, se nos está enfermando y tú no quieres aceptar la causa.
-¿por qué exageras? deja
el niño tranquilo; la sopa lo puso a sudar.
Mamá decía que no hay
peor ciego que el que no quiere ver y se iba a la cocina.
Yo me alejaba, iba a meterme en el cuarto y
pensaba que seguramente el diablo tendría que ver con otros gallos y otros
galleros, pero abuela siempre estaba en mi pensamiento y al día siguiente, sin
que viniera al caso, me decía:
-Todos los gallos y
todos los galleros tienen que ver con el diablo, lo que ocurre es que algunos
inocentes se dejan arrastrar y La Virgen les da una oportunidad; es el caso de
tu padre.
-¿Y por qué mamá se
parecerá al diablo si no soporta los gallos? Pensaba y me quedaba con la cabeza
debajo de la almohada, esperando a que llegara el pensamiento de abuela.
-Hijo de lobo sale lobo,
hijo de gato sale gato e hijo del diablo es diablo.
Después mamá me vio mirándola de forma
diferente y se puso muy nerviosa.
-¿Qué estás pasando,
hijo? Dime, por favor.
No pude responder y
entonces ella preguntó.
-¿Quieres que te
mandemos unos días con el abuelo Belisario?
Empecé a llorar y me
temblaban el cuerpo y las tripas y hasta el corazón yo creo que estaba
temblando.
-No, si me mandan me
muero.
-¿Cómo te vas a morir,
amor? Los abuelos te quieren.
Sucede que antes de que
mamá dijera aquellas palabras, abuela las había oído y por eso me dijo:
-Si te vas con los Alquízar
te mueres de la enfermedad de los caballos.
Apenas llegó de México,
Genaro fijó fecha para la boda y fue a comunicárselo a Floriselda.
-Ya esperamos demasiado,
le dijo.
Ella recibió la
información con júbilo, pero enseguida se ensombreció.
-Tu mamá se ha portado
muy hostil, no creo que esté de acuerdo.
Genaro se encogió dentro
de la camisa de dril azul y acarició el cabello de Floriselda
-Claro que no estará de
acuerdo, por eso será la última en enterarse.
-Esa es una noticia,
dijo Filomena eufórica y los abrazó al mismo tiempo. Es la mejor noticia que
haya recibido en mi vida. El único inconveniente es el parentesco, susurró por
lo bajo, pero como vienen siendo primos terceros, no creo que les salga un hijo
bobo.
-Boberías, Filomena,
protesto Belisario Alquízar, y fue también a felicitarlos.
Para evitarse disgustos, Genero hizo los
preparativos con discreción.
-Mamá lo sabrá el día
antes.
Pero no había transcurrido una semana cuando
Asunción Macaria invitó a su hijo a un recorrido por la finca. Genaro aceptó
con agrado, le hacía falta tomar un poco de sol. Ella dijo que también le hacía
falta el aire puro, porque algo malo estaba presintiendo y no sabía de dónde le
llegaba.
-Ah, mamá, sigue usted con esa manía de estar
imaginando desgracias.
Asunción Macaria dijo
que no eran manías, sino avisos que le llegaban cuando el diablo estaba
tramando alguna canallada.
Antes de subir al caballo, Genaro volvió a
la casa en busca de unos espejuelos de sol. Asunción Macaria se alzó sobre la
silla para estirar el pantalón de montar.
-De paso tráeme el
sombrero que está sobre el escaparate.
E1 hijo regresó con el
sombrero en la mano y subió a su cabalgadura. Después se colocó los lentes
oscuros.
-Te quedan bien, dijo la
madre, pero cuando lo miro de frente, se le abrieron los ojos y lanzó un grito
de pavor. De un salto abandonó la bestia y corrió hasta la casa gritando.
-Te casarás con ella,
carajo. Ahora si te perdí.
Genaro fue detrás sin comprender.
-¿Qué pasó?
Ella no lo escuchó.
-Se casará con
Floriselda Alquízar; no puedo recibir un castigo peor, y tendrán un hijo. Lo he
visto en esos cochinos espejuelos, gritaba, de rodillas frente a La Virgen de la Caridad.
Genaro no podía creer lo
que estaba escuchando. Había comprado aquellos espejuelos de sol en la plaza
Wenceslao un día antes de salir de Praga hacia Yugoslavia. Cuando la mujer se
los entregó, envueltos en un papel transparente, le escuchó decir, en una lengua
que de pronto se le hizo comprensible:
-Cuídalos, que llevan
escrito tu destino.
El no le prestó
atención, simplemente estaba sorprendido por el hecho de haber entendido lo que
decía. Sin embargo, no volvió a pensar en el asunto; de no haber sido por lo
que acababa de escucharle a la madre, probablemente jamás hubiese recordado a
aquella gitana. Ahora estaba perplejo, y no podía apartar la mirada de la madre,
quien seguía de rodillas delante de La Virgen, con el rostro hundido entre las
manos y repitiendo una y otra vez.
-Lo he visto en esos
cristales del diablo, se casará con Floriselda Alquízar.
Genaro tuvo el impulso
de acercarse, pero desistió. No quería enfrentarla. Se fue a su habitación con
los espejuelos entre las manos y
moviendo la cabeza desconcertado.
Tirado bocarriba sobre la cama, recordó la
imagen de aquella mujer, que tenía cara de luna, ojos marchitos y pelo
ensortijado y grasiento. Lo insólito había rodeado siempre a la madre y luego a
la hermana, pero él no quería vincularse con
ese plano desconocido, sin embargo, ahora estos lentes que estaban como
pegado a sus dedos, aquella gitana y su profecía. Saltó de la cama, tiró los lentes encima del
escaparate, porque finalmente pudo desprenderse de ellos y se fue a casa de los
Alquízar.
Asunción Macaria permaneció encerrada durante
cuatro días completos. En ese tiempo sólo le dio acceso a Petronila Carrasco,
la vieja sirvienta de la familia Pimentel, porque Agustina Peralejo la había
enviado a la finca para que le hiciera compañía durante la ausencia de Genaro, pues
la doméstica, que era como de la familia, trabajó con los Pimentel desde que
Asunción Macaria era muy chiquita y fue la única de los empleados capaz de
intimar con ella. Y Petronila todavía no había regresado a la casa del pueblo.
Genaro, que no pudo acercarse a la madre,
porque tenía prohibida toda visita, le pidió a Petronila Carrasco que le
hiciera comer.
-Mamá cuando se tranca
es peor que las mulas.
De poco valieron las
influencias de la Carrasco;
durante su encierro, Asunción Macaria apenas probó sorbos de café y jugo de
naranja.
-Si sigue así se va a
morir, Petra, dijo Genaro.
Petronila hizo un gesto
negando, y le pidió que se
tranquilizara: claro que no va a morir por eso, no es primera vez que lo hace.
Dos días más tarde, Asunción Macaria
abandonó el encierro y fue a sentarse a la mesa para almorzar. Se le veía
pálida y envejecida como si en lugar de seis días hubiesen transcurrido seis meses.
Comió con el inhabitual apetito. En su rostro no había odio; sólo una expresión
de derrota y resignación. Antes de empezar a comer miró fijamente a Genaro,
quien no pudo sostener la mirada. En aquel momento sintió mucha compasión por
la madre, aunque no entendiera sus sinrazones.
-¿Cuándo será la boda?
preguntó ella.
-La próxima semana,
mamá.
Asunción Macaria asintió
con la cabeza y se llevó la primera cucharada a la boca.
-¿Y dónde piensan vivir?
-No lo hemos decidido
todavía.
Se hizo un silencio
largo antes de que volviera a oírse la voz de la madre.
-En esta casa, te
necesito en la finca.
Genaro no respondió y la
madre atacó de nuevo.
-Te necesito, pero sobre
todo estoy pensando en el niño que vendrá, necesitará un hogar confiable para
educarse como debe ser.
Genaro no supo que
decir, pues aunque la lógica de un matrimonio son los niños, él y Floriselda
habían no pensado en eso.
-Vendrá, dijo la madre
adivinándole el pensamiento.
El sonrió y movió la
cabeza medio negando.
-Creo que se está
adelantando.
Asunción Macaria hizo un
gesto como de agobio y dijo que lo único malo es que tendrá la desgracia de
parecerse al abuelo. Genaro escuchó el susurro amargo, como si escupiera las
palabras, luego la vio cruzar los cubiertos en el plato y apoyar la barbilla en
la mano derecha al tiempo que cerraba los ojos, como si quisiera soñar
-No puedo entender qué
tiene usted contra los Alquízar, apunto Genaro, suave, como si temiera
despertarla. Por otra parte, madre, no creo que podamos vivir en esta casa.
-No quiero hablar más
del asunto, dijo ella en tono resuelto. Vendrán a vivir conmigo.
Aunque siguió
aparentando resignación, Genaro sabía que en su interior habría de estar
ocurriendo algo muy diferente. Lo que no pudo imaginar fue que la madre había
dado por perdida la primera batalla, pero se preparaba para ganar la
definitiva. El día que dejó el encierro, mientras abandonaba la postura de
hinojos en que se había mantenido durante toda la noche, se le escapó un
sollozo y levantó la mirada al altar para implorarle a La Santísima.
-Quiero que sea nuestro,
Virgen mía, lo quiero a tus pies y en esta guerra nuestra.
Era el resumen de seis días de meditación y
comunión con La Virgen, era su grito de guerra. Comenzaba un nuevo episodio; debía
esperar la llegada del niño, que ineludiblemente vendría y su misión sería
salvarlo, y eso implicaba alejarlo de los Alquízar.
Las manos de abuela eran
frías, sus dedos largos y delgados parecían patitas de rana cuando tocaban mi
frente.
-Este niño está volado
en fiebre.
Y mientras mamá corría
en busca de un mejoral y el agua de colonia para humedecerme el cuello, ella
empezaba a decir una oración, lo hacía muy bajito, como si estuviera silbando
las palabras. Mamá volvía a la cocina y ponía a hervir un poco de apasote con
yerbabuena, pero cuando llegaba con la taza humeante, abuela se alejaba con su
andar encorvado y diciendo, como si hablara consigo misma.
-Horita vota el daño, ya
la fiebre pasó.
Mamá bajaba la cabeza y
ponía su cara contra la mía y los ojos se le abrían por el asombro.
-Caramba, ya no tienes
fiebre. Esta mujer es bruja.
Mamá y abuela se pasaban tiempo sin hablar,
pero cuando la fiebre no bajaba con nada, ni siquiera con el mejunje de apasote
con yerbabuena, mamá corría a su cuarto.
-Asunción, el niño se ha
puesto malito ¿usted puede venir un momento?
-Ya lo sabía, susurraba
abuela, miraba hacia el altar y hacia algunas cruces. Después, con los ojos
cerrados ponía cara de santa o de virgen, colocaba sus dedos sobre mis párpados
y decía.
-Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto; él conmigo, yo con él, el delante, yo tras él.
Repítelo tres veces, me
decía. Ahora duérmete y no pienses en nada, porque es luna llena y con las
noches tan claras el Pininío no sale de su escondite. A veces decía, dejaré las
luces de la casa prendidas para que amanezcas bien.
Yo sentía que el dolor de cabeza y de
garganta se iba disipando y dormía sin miedo, con la cabeza encima de la
almohada.
-Fueron los curas
quienes hicieron que yo no creyera ni en mi sombra, decía papá, pero mamá tiene
algún poder que no puedo explicarme, mira a ese niño tan malito que estaba hace
un rato y ya anda como si nada.
-De todas formas quiero
que lo lleves al médico.
Que sí, decía papá y se
quedaba pensando, luego se le escuchaba murmurando: carajo, lástima que no
siempre use sus poderes para bien. Lo decía por lo bajo, no fuera a ser que
abuela lo estuviese escuchando.
-Lo que pasa es que no
saben dónde está el bien, pensaba abuela en el cuarto y su pensamiento entrada
en mi cabeza.
Papá volvía a comentar
que lo que pasa es que ella pierde el rumbo no sabe cuando está haciendo mal
-Son ellos quienes
pierden el rumbo, susurraba el pensamiento de abuela en mis oídos.
Mamá movía la cabeza
disgustada y decía que lo que le hace falta a tu madre es amor y alegría para
vivir.
-¿No estarás exagerando?
decía papá.
-Son ingratos, susurraba
abuela en mis oídos, todavía no saben cuánto te estoy amando.
A los pies de abuela había muchos cabitos de
vela echando humo, y los platos donde descansaban estaban llenos de cera
derretida que hacían tortas grandísimas. El hilillo de humo pasaba sobre su
cabeza y se perdía en las alturas del techo, más allá de donde se proyectaba su
sombra gigantesca.
-Todas esas velas las he
prendido a La Virgen para que te proteja; esas y otras miles. Con ese tamaño
que tienes, que apenas te ves sobre la tierra, he encendido tantas velas por
ti, que ni el valor de cien toros de cría alcanzaría para pagarlas. Y si
pudiera unir toda la cera derretida se formarían ríos más grandes que el Cauto,
el Toa, el Niágara y el Danubio ¿Sabes dónde está el Niágara?
-No.
-Por América del Norte.
Es tan grande como el mar, pero mucho más pequeño que el que formaría la cera
de las velas que he prendido por ti. Lo he estado haciendo desde antes que
nacieras, incluso antes de que tus padres se casaran y soñaran tener un hijo.
Eso es amor.
Abuela hablaba sin mirarme, sus labios no
parecían moverse, aunque yo escuchaba su voz, no podía ver su cara con nitidez,
pero sabía que estaba pálida como una virgen de yeso. Después me alejaba del
cuarto, porque ella seguía hablando y se quedaba tranquila en su sitio,
esperando seguramente que La Virgen la mandara a descansar o respondiera alguna
pregunta que le hizo.
Mamá venía desde la
cocina con cara de llanto.
-¿Por qué vas a meterte
a ese cuarto, hijito?
Yo no respondía, y ella
agachaba la cabeza apenada, porque sabía que yo estaba disgustado por lo que dijo.
-Yo sé que es tu abuela
y la quieres, pero no me gusta que estés entre esas cosas extrañas.
-Virgen mía, ¿ella
también me traicionará? gritó Asunción Macaria y le temblaron las manos
mientras leía una carta de Agustina Peralejo. Leía el parte que habitualmente
la madre le enviaba sobre la conducta de Lila y sin soltar el papel se tiró de
rodillas frente a La Virgen.
-¿Acaso me descuide?
¿Qué hice mal? Responde esta pregunta o haz que el propio Dios la responda. Bajó
entonces su cabeza y la túnica divina de La Virgen acarició su cuello.
Se preguntó después si no había concebido en
Lila capacidad para amar como el resto de las personas. Se cuestionó la
superficialidad con que había actuado el día que decidió enviarla al pueblo.
Durante la ausencia de
Genaro todo parecía marchar sin dificultades. Cada semana Agustina Peralejo le
enviaba una carta para darle cuenta de los cambios favorables que se iban
operando en la conducta de la nieta, que a1 principio, no pudo entender la
decisión de enviarla al pueblo. Los tres primeros días permaneció encerrada en
su habitación; apenas salía para comer. Al cuarto día la abuela consiguió que
la acompañara al jardín para regar las flores y no bien habían descendido del
portal cuando se le escuchó un silbido. Los ojos asombrados de la Agustina Peralejo vieron cómo por encima del tejado
aparecía una minúscula figura que descendió en picada hasta la cabeza de Lila,
para quedarse allí exhibiendo una danza magnífica. Lo mismo que había hecho el
día que regresaron de Camagüey, hacía ya muchos años.
-Es el mismo, abuela,
dijo Lila sin que la otra hubiese dicho cosa alguna.
Agustina Peralejo negó
con la cabeza y se le escapó un susurro: esos bichitos no viven tanto.
Lila insistió en que era
el mismo y se echó a correr alrededor del muro que separaba la casa del patio vecino.
El pajarillo la siguió vibrando en el aire. La abuela se persignó tres veces.
Salvo el asunto del colibrí, Agustina
Peralejo no percibió nada anormal en la conducta de la nieta. Por el contrario,
le parecía un ser sensible y cordial. Le enseñó a bordar, tejer y coser, porque
toda mujer debe saber estos oficios, le dijo, y Lila aprendió con rapidez. Lo
hacía con tal gracia y habilidad, que a la abuela le pareció propio de una
artista.
Hace verdaderas
maravillas, le escribía a Asunción Macaria en cada ocasión.
Percibía cada día los
cambios en la nieta; en cada conversación, en la forma que aprendía sus
enseñanzas y hasta en la expresión del rostro; cada vez más suave y seguro,
como quien empieza a descubrir un mundo nuevo.
Le agradaba que la nieta tuviera un
pensamiento coherente y propio, pero ¿acaso era bueno que una mujer pensara tan
libremente? Estaba convencida de que nada tenía que ver aquel pensamiento con
la locura y la imbecilidad que le atribuía Onésimo. Vio simplemente en ella una
dimensión humana diferente, en eso se parecía a Benjamín.
Cuando Lila cumplió los diecisiete años, iba
ocasionalmente a la iglesia, sólo para complacer a la abuela. Sin embargo, fue
en una misa dominical cuando conoció a quien sería su primera y única amiga, Esmeralda
Ferreiro, hija del boticario del pueblo.
Esmeralda tenía un
carácter alegre y una sonrisa franca, capaz de conquistar afectos. Cuando, a
instancias de Agustina Peralejo se acercó a Lila, ésta ya estaba predispuesta
para la amistad. Agustina hizo las presentaciones y sonrió complacida por el
tono afable con que la hija del boticario recibió a la nieta. Tenía la
esperanza de que las relaciones con personas de su edad modificarán cierto concepto
negativo que tenía sobre la condición humana, pues en cada conversación le
había afirmado que los seres humanos eran inferiores a las bestias. Lila no
cambió, acaso confirmó que había excepciones.
La amistad con Esmeralda fue diferente a
toda relación conocida por ella. No percibió interés de subordinación,
obediencia o exigencia alguna. Fue un vínculo horizontal, de igual a igual, sin
reproches ni reclamos de reciprocidad. Lila había nacido con el don de la
candidez y sufría la falta de equilibrio y equidad que percibida en las
relaciones entre las personas. De forma natural, sin conceptualismos ni
especulaciones teóricas, rechazaba la imposición de jerarquía para la
convivencia entre las personas. Esmeralda, por su parte, vivía satisfecha,
consideraba un privilegio transitar por este mundo. En consecuencia no había
pensado nunca en eso de autoridad y subordinación, el boticario la había criado
de esa manera abierta, mansa, para que no sufriera los traumas del
autoritarismo y la intolerancia. Pensaba, entonces Esmeralda, que la mayor
virtud de Dios consistía en haber creado un tiempo y un espacio para cada
individuo y ella, simplemente, quería disfrutar su tiempo y su espacio.
Ninguna de las dos se
preguntó nunca en qué eran afines o diferían. Las unió una simpatía mutua que
se dio la primera vez que se vieron.
Para regocijo de la abuela se veían cada
domingo en la iglesia.
-Gracias, Dios mío,
susurraba la andaluza, porque ya no tenía que insistirle a la nieta.
Concluido el ritual religioso, las dos
muchachas solían irse hasta la casa del boticario, donde pasaban el resto del
día platicando o jugando naipes.
-Esa amistad le hará
bien, pensaba Agustina Peralejo, porque Esmeralda es una muchacha de buenos
modales y le enseñará cosas que una chica de su edad debe saber.
Y no se equivocaba. Esmeralda le enseñó a
Lila cosas que nunca pasaron por su cabeza. Quizás había intuido muchas de
aquellas revelaciones que le hiciera la amiga, pero hablarlas en voz alta le
producía pavor. A ratos, Esmeralda estallaba en una carcajada, porque veía a la
amiga bajar la cabeza ruborizada.
-No tiene nada de malo
lo que te he dicho, muchacha, son cosas naturales que si no existieran tampoco
existiríamos tú y yo. Qué de malo pueden tener si mi padre me las enseña. Dice
que nosotras las muchachas debemos saberlo todo cuando empezamos a sentir
cosquillas en el bajo vientre, para que nadie nos engañe y cuando hagamos algo,
lo decidamos por propia voluntad.
Aquella amistad cambió en poco tiempo la
vida de Lila. De no haber sido por los encuentros diarios con el colibrí, la
abuela hubiera dado por concluidas las preocupaciones que Genaro y Asunción
Macaria le transmitieron. De pronto vio que la nieta había cambiado su modo de
caminar; ya no miraba hacia abajo, en sus ojos apareció un brillo nuevo que
realzaba la belleza de un rostro casi perfecto, visto ahora, desde luego, sin
la palidez e indiferencia de antes.
Sin ocultar un sentimiento de triunfo,
Agustina Peralejo le escribió a la hija:
Podemos sentirnos
felices, porque el cambio es un hecho. A lo que Asunción Macaria respondió:
-Cuide que no cambie
demasiado.
Cuando Asunción Macaria hizo tal observación
no reflexionó lo que estaba diciendo, ni le dio importancia alguna, porque Lila
no era motivo de grandes preocupaciones; lo dijo tal vez, movida por su
instinto felino, por esa costumbre suya de estar a la defensiva.
Ahora, cuando llegó la noticia, recordó sus
propias palabras y no se perdonó el descuido. Mordió los labios y de un tirón
rasgó el vestido que traía puesto.
Agustina Peralejo no le informó alarmada, por
el contrario, le parecía lógico y justo que una muchacha con la edad de Lila
conociera el amor. No quiso, sin embargo, hacerlo personalmente por temor a los
arranques de ira. Le escribió con mesura para darle a conocer lo que estaba
ocurriendo y aplicó toda la pedagogía y la filosofía que le habían dado los
años. Lo hizo incluso en tono festivo, celebrando el hecho, con la intención de quitarle cualquier dramatismo.
Terminó sentenciosa:
-Se enamoró porque
alguna vez tenía que ocurrir, bastante había demorado, las muchachas de ahora
suelen hacerlo mucho más temprano. Es lo natural ¿no crees?
Sólo en la posdata Agustina Peralejo habló
sobre el galán de Lila, porque le pareció necesario y porque quería evitar
cualquier confrontación futura con la hija.
-E1 muchacho se llama
Toribio Marqués, y no es culpa suya llevar el apellido de su madre. Total, que
a veces los hijos naturales suelen ser mejores que los legítimos, apuntó. Y como
sin querer, hizo referencia al padre de Toribio.
-Lo de hijo natural pase, farfulló Asunción
Macaria, quizás porque recordó que sus hijos eran hijos de un hombre con el que
nunca se casó legalmente. Pero eso de que se enamore del hijo de un bandolero
es intolerable.
Casi escupió las palabras cuando mencionó el
nombre de Hilarión Tirado. “Esto tiene que ser cosa del diablo”, dijo y fue a
meterse en su cuarto.
Mamá y papá se pasaban
horas explicándome.
-Boberías, hijo, lo que
pasa es que las personas cuando se están poniendo viejas les da por inventar y
ver cosas que en realidad no existen.
Por aquellos días abuela
no me preguntaba ¿lo escuchaste anoche? Simplemente afirmaba con su
pensamiento.
-Vino de pájaro y bruja
y se sintió la escoba barriendo el tejado y las paredes, después golpeó en la
ventana y se mantuvo allí dando golpes hasta que el sol metió un chispazo en
una esquina del cielo y con susto soltó la escoba que rodó por la pared y la
casa se llenó de aire con el aleteó que formó para elevarse hasta que se perdió
en el poquito de noche que quedaba.
-La escoba siguió
barriendo las paredes hasta que el sol se hizo grande, dije yo.
Abuela susurraba, que ya
tenía mejor oído que ella y apartaba la
mirada del altar. Sé que lo escuchaste. Lo principal en la vida es oír bien,
porque el que no oye no sabe, y si sabe es sólo lo que está al alcance de la
vista, que es parte insignificante de lo que se debe saber.
Dijo también que lo que uno ve en relación
con lo que existe es como un alpiste al lado de la tierra. Ahora tú eres más
sabio potencial que yo, porque puedes
escuchar lo que ya no llega a mis oídos.
-La sugestión es así,
hijo, decían papá y mamá. Tú estás escuchando lo que ella quiere que escuches.
Después, cuando caía la noche, las palabras de mis padres se volvían pecado.
-Se peca con la duda,
tanto como con la negación, decía abuela. Reza y pide perdón por las dudas que
entraron a tu corazón. Ahora pon asunto para que veas que no se puede dudar.
Y a través de la
almohada entraba el gritó de pájaro y perro flaco.
-Apiádate de mí.
Y el sudor pegajoso y
frío empapaba las sabanas y se hacía charquito en mi cuello. Padre nuestro que
estás en los cielos... y después de los cincuenta rezos eran cien y luego mil
hasta que salía el sol.
-Vamos a tener que
mandarlo un tiempito para la casa de tus padres, decía papá, a ver si se le quita el miedo.
Esas palabras debía estarlas diciendo papá,
pensaba yo, porque las cosas que decía mi padre no llegaban con claridad al
pensamiento de abuela.
-Si te vas mueres, ya te
dije.
-¿Y por qué no lo
traemos un tiempito para nuestra habitación?
-No, Floriselda, ya no
es un bebé; tiene que acostumbrarse a dormir solo en su cuarto.
-Con el tiempo irás
perdiendo el miedo, decía abuela, bastará con que te acostumbres a vivir entre
estas cosas que ahora te parecen inexplicables. No es malo que tengas un poco
de miedo, porque el temor suele ser la base para el respeto cuando se ignoran
las cosas. Hay que respetar los asuntos del cielo, ya que nadie respeta los de
la tierra.
La falsa resignación de
Asunción Macaria respecto del matrimonio del hijo quedó en evidencia cuando
seis meses después de la boda Genaro entró en la habitación de la madre. Su
mirada chocó involuntariamente con el rostro del diablo, quien ya no exhibía la
cara de payaso melancólico de antaño. Asunción Macaria hizo que aparecieran en
él, los rasgos de Floriselda y Belisario Alquízar.
-¿No le parece una
desconsideración?
Ella no respondió, ni
siquiera volvió su mirada.
Genaro le reclamó, que
estaba agrediendo a una familia que no la había ofendido en nada, “que es la
mía”, dijo.
-Tu familia somos los que llevamos tu sangre.
-Si así fuera, ellos
también lo serían, porque llevan nuestra sangre, pero la mujer de uno es
familia aunque nada tenga que ver la sangre.
Asunción Macaria
arremetió contra el hijo, negó tal familiaridad y le pidió que abandonara su
habitación.
-¡Qué locura, carajo!,
murmuró Genaro cuando hubo traspasado el umbral de la puerta.
Asunción Macaria nunca
sería indiferente a aquella unión, se negaba a aceptar un episodio que había
asumido como agresión de Satanás. Pero sabía que nada que hiciera lograría
frustrar aquel vínculo y se dispuso a esperar el nacimiento del niño.
-Se llamará Edgardo,
tendrá los ojos azules como su abuelo, las piernas largas y fuertes, los
hombros anchos, también como el abuelo. Pero el rostro pálido, como el de los
ángeles. Y su corazón y pensamiento serán míos, que es como decir de La Virgen.
Eso lo dijo Asunción de rodillas ante el
altar, días antes de que se efectuara la boda y le pareció que aquellas
palabras no le pertenecían, escuchó la voz de La Virgen.
La confianza que le dieron aquellas las palabras condicionó su actitud hacia la
nuera. Floriselda se sintió aliviada al notar que la suegra se mantenía
distante y aislada, como de costumbre, pero apacible. En Genaro, por el
contrario, se agudizó la preocupación; conocía bien a su madre. Pero esta vez
el estallido vino por otra parte; ocurrió cuando supo de puño y letra de su
madre, que el hombre que cortejaba a Lila era hijo natural de Hilarión Tirado.
-A tirones rasgó el
vestido y se le pudo escuchar: hijo del bandolero más grande que ha dado este
país, gritó mientras solicitaba la
presencia de Genaro.
Él apareció en la puerta principal y se puso
las manos en la cabeza cuando vio a la madre prácticamente en cueros. Ella no
le ofreció explicación.
-Vete al pueblo ahora,
ordenó, y trae a tu hermana, aunque tengas que matarla. É1 trató de preguntar
el motivo de la decisión, pero la madre no le dio tiempo.
-Anda en amoríos con el
hijo de Hilarión Tirado.
-¿El bandolero?
Tráela, aunque sea
muerta, repitió.
Genaro se quedó como sembrado en medio de la
sala, sin saber si lo desconcertaba más la noticia o la imagen de la madre;
casi sin ropa, con el pelo en desorden y los ojos enrojecidos.
-Te estás demorando,
gritó ella de nuevo.
-No tienes derecho a
llevarme a ninguna parte, protestó Lila, un día me sacaron de la finca sin razón
y sin darme explicaciones, ahora me quieren regresar de la misma forma.
Era la primera vez que se enfrentaban. Ninguno
de los dos recordaba que hubiesen tenido una discusión, tampoco una
conversación fraterna. Lila lo respetaba como hermano mayor o como a un padre
distante y desamorado. Genaro no podía precisar si sentía lástima o afecto por
ella. Ahora estaba seguro de que la había subestimado y sentía vergüenza.
-Te casaste con una
mujer que mamá repudia, dijo Lila, más con dolor que con rabia y nadie se ha
metido contigo.
-En eso tienes razón,
aceptó Genaro, pero ya sabes como es mamá; eso de que es hijo de un bandolero
la tiene desquiciada.
Lila dijo que bandolera
era el padre, no él, y preguntó si eso también se hereda, que si los hijos
heredáramos siempre a los padres tú serías un
maniaco como mamá o pusilánime como nuestro padre.
Genaro la miró desconcertado, como si no
pudiera creer que aquellas palabras las hubiera dicho la hermana. Supo, sin
embargo, que tenía razón y quiso negociar con ella.
-Ven a casa hasta que se
le pase la furia, ella piensa que lo hace por tu bien, dijo Genaro porque no
encontró otra cosa mejor
-Eso mismo pensó el
abuelo Onésimo cuando la casó con un hombre que ella despreciaba, arremetió
Lila. No voy a tolerar que me separen de la persona que quiero ¿me entiendes?
No lo voy a tolerar.
Genaro Supo entonces que
no la conocía. Estaba cada vez más desconcertado. Había desestimado a Lila,
llegó a verla como idiota. Ahora aquellos razonamientos le parecieron maduros,
inteligentes, y segura en la defensa de sus derechos, como él no hubiera
sospechado.
-Hasta hoy no he sido
preocupación para nadie y lo prefiero. Aquí o en la finca haré con mi vida lo
que me dé la gana, sentenció Lila y se fue hasta su habitación para regresar
con un pequeño bulto entre las manos. Vamos, dijo y echó a andar hacia la
puerta de salida.
Asunción Macaria no la recibió ni le
dirigió la palabra a su llegada. Se pasó el resto del día delante del altar y
no salió de su habitación. Dos días más tarde pasó por su lado y le habló sin
mirarla.
-Si quieres puedes
volver con tus pájaros.
Lila no le respondió, tampoco lo hizo
durante los dos meses posteriores. No se internó en la vegetación como antes lo
hiciera, aunque no dejó de ver a su colibrí, que cada tarde venía hasta su
ventana.
Las cosas habían
cambiado y Asunción Macaria lo sabía, pero no pudo evitar el curso de los
acontecimientos. A los dos meses con seis días, las cosas tomaron el rumbo que
Lila había querido; de mano de un peón de la finca recibió una carta de
Esmeralda.
“La demora ha sido por
cautela, porque tu casa parece una fortaleza medieval, escribió la hija del
boticario y añadía: Toribio no hace más que pensar en ti, dice estar dispuesto
a todo, pero necesita ponerse de acuerdo contigo, debes poner fecha, lugar y
hora. Es imprescindible que se vean. Debes defender tu amor y tu libertad. Y
concluía Esmeralda: e1 escaso tiempo que nos toca vivir no podemos dedicarlo al
sufrimiento, ni a ser reo de nadie.
Una semana más tarde Lila escapó con Toribio
Marqués. Asunción Macaria no se alteró cuando le dieron la noticia, no se le
escucharon insultos. Se fue hasta la ventana de su cuarto y allí estuvo horas,
mirando al horizonte.
Genaro, en cambio, se fue hasta el pueblo en
busca de la pareja, dispuesto a ofrecerles una solución más sensata, pero a
esas horas, Toribio y Lila estaban lejos, acurrucados en el fondo de un vagón,
en el tren que los llevaría hasta La Habana. Apenas escuchaban el ruido cadencioso de
la locomotora. Iban arrullados, prodigándose caricias, sin que mediaran
palabras.
Decidieron poner tierra por medio y mantener en silencio su paradero.
En consecuencia, nada pudo averiguar Genaro durante un año de indagaciones
constantes. Se sintió culpable por la incomunicación que mantuvo con la hermana durante tantos
años y quería ayudarla.
A La Habana, lo más lejos
posible, había dicho Toribio cuando la novia le preguntó a dónde irían.
Toribio Marqués lo concibió todo con suma
discreción. Ni a su madre, a quien le pidió un préstamo para sortear cualquier
contingencia, le confió el lugar donde pensaba radicarse. Así que, Marcolfa
Marqués había sido sincera con Genaro cuando le dijo y hasta le juró por los huesos de su madrecita, que no tenía
la menor idea del rumbo que habían tomado.
-Mi hijo es discreto y
cerrado como baúl de pirata. Pero le puedo asegurar que su hermana estará bien,
porque, aunque sea feo decirlo, mi hijo
es un caballero.
No exageraba la mujer. Unos días después de
su arribo a la capital, Toribio consiguió empleo de linotipista en una
imprenta, oficio que había aprendido desde muy pequeño. Se lo había enseñado su
tío Bernardo Marqués, quien era considerado el padre de la imprenta en la
localidad; un hombre pequeño de estatura, que le pegaba a la bebida con
singular tesón, pero con un corazón grande y una maestría a toda prueba en
asuntos de impresiones.
Para Toribio el trabajo era un disfrute,
puesto que lo había hecho toda su vida. E1 asunto de la composición de palabras
lo hacía feliz, se sentía como niño con rompecabezas. De modo que, con el
oficio y la compañía de Lila, en La Habana se sintió como si
hubiese llegado al paraíso.
-De paso me he quitado
de encima el estigma de ser hijo de un salteador de caminos, le dijo a Lila.
-Olvida de quien eres
hijo, murmuró ella, tú no lo elegiste. Yo soy hija de una mamá que no me
hubiera gustado tener.
Lo dijo con tristeza, pero tranquila. Toribio
la miró con ternura y pasó sus dedos largos y huesudos por el pelo de la mujer.
Un año después, con el dinero que quedó del
préstamo que le hiciera la madre y los ahorros alcanzados gracias a la vida
austera que se impusieron, Toribio abrió un negocio de quincallería en la calle
Compostela.
-Es pequeñito el local,
pero así no te aburrirás mientras yo estoy en la imprenta.
-Claro que me hubiera
gustado más una pajarera, dijo Lila sin reproche.
Toribio sonrió la atrajo
halándola por los hombros y le aseguró
que sería quincalla y pajarera.
Lila fue feliz. Un marido como Toribio y una
pajarería era todo cuanto necesitaba.
Al principio se vio en
apuros, porque ignoraba las rutinas del comercio, pero durante un paseo que
hicieron por Casablanca, entablaron amistad con José Cabalo y Aneiro, un
gallego con corazón de oro, le pareció a
Lila. E1 gallego merodeaba por La
Habana a la espera de una oportunidad para meterse en un
barco pesquero e irse al Golfo y no tuvo reparos, mientras esperaba, enseñarle
a Lila lo que su vida de caminante le había impuesto.
-A todo hay que meterle
el diente si quieres seguir adelante, hija, aunque lo mío es el mar, dijo
Cabalo y Aneiro ante el asombro de Lila por su pericia. Y hacía silencio, con
la mirada se perdida en la vaguedad, como si buscara una ola por encima de los
tejados.
Lila aprendió sin dificultad las
indicaciones del gallego. El único problema era ponerse de acuerdo con los
clientes cuando se trataba de la venta de un pajarito.
-No logro desprenderme
de ellos con facilidad, le decía al marido.
E1 sonreía y movía los
hombros en claro gesto de aprobación.
-Pues no los vendas.
E1 día que Cabalo y Aneiro se enroló en un
barco, ya Lila atendía sin dificultad la rutina del negocio y el gallego le
auguró éxito. Porque una mujer lista y hermosa siempre triunfa, le dijo.
Un año después de la fuga fue que Genaro tuvo
la primera noticia; se acercó a la farmacia para comprarle unas gotas nasales a
Floriselda y Esmeralda lo recibió jubilosa.
-Ha llegado usted como
caído del cielo, le dijo desde el otro lado del mostrador, Genaro la miró
extrañado, porque no la asoció con la amiga de Lila, tengo el encargo de
decirle que su hermana se encuentra en perfectas condiciones.
Él pasó de la sorpresa
al interés y se aproximó al mostrador, como quien acaba de hacer un
descubrimiento esperado.
-Está en La Habana, feliz con su
marido.
Dijo también Esmeralda
que se lo había informado Marcolfa y que le pidió que se lo dijera.
Pero la madre de Toribio
no le ofreció mucho más información de la que ya le había dado Esmeralda.
-Le juro que no sé su
dirección, mi hijo ha escrito varias veces, pero nunca pone su dirección en las
cartas.
-Tendrá sus razones
¿verdad? Murmuró Genaro, como si se le escaparan las palabras
-Yo lo siento, susurró
ella y Genaro supo que le estaba mintiendo.
-No tengo nada contra su
hijo, murmuró Genaro, pero ella lo interrumpió.
-Es todo lo que sé.
Supo que la mujer no le daría, por ahora,
otra información y salió a la calle.
-Si logra comunicarse
con ellos, dígale a mi hermana que la quiero y a su hijo que le mando un
abrazo, dijo Genaro desde la acera de enfrente.
Marcolfa Marqués estuvo a punto de faltar al
compromiso contraído con el hijo, pero se mordió los labios y guardó silencio.
-Le avisaré cuando sepa
algo.
No volvió a saber de la hermana hasta que la
propia Marcolfa Marqués le llevó la noticia de la desgracia. Sin poder apenas
articular palabras, la mujer hundió el rostro en el pecho del otro y empezó a
sollozar.
Sin comprender lo que
estaba pasando, Genaro trató de tranquilizarla y le preguntó temeroso: ¿Qué le pasó a mi hermana?
Ella negó con la cabeza
y empezó a decir con palabras entrecortadas:
Que estaban muy bien,
pero que la vida es una cochinada, decía entre sollozos, que Toribio era su
único hijo y se había quedado sin él. “Una porquería es esta vida.”
-¿Murió? Acertó a preguntar
Genaro.
Que lo mataron, murmuró
ella y las palabras se atoraron en la garganta.
Genaro no tuvo valor
para seguir interrogando, pero ella se fue serenando y contó que lo había
matado un maldito ratero que se les metió en la casa; un maldito negro ratero
de La Habana vieja, subrayó Marcolfa.
Genaro recordó entonces
la profecía de su madre. E1 día de la fuga, después de escuchar los cascos del
caballo del hijo alejándose de la finca, Asunción Macaria se apartó de la
ventana para irse al altar, sólo que esta vez no le habló a La Virgen. Le echó
una mirada a la figura grotesca del demonio y le pareció ver su sonrisa
empujando los ojos saltones. La postura de arquero en combate le pareció más
desafiante que nunca. Se inclinó entonces sobre él para decirle al oído.
-Si ellos no me ayudan,
dijo mirando al altar, me volveré más diablo que tú.
Dicho esto dio la espalda y fue a tirarse de
rodillas delante del altar. Allí estuvo hasta que llegó el hijo con la noticia
de que Lila y Toribio habían desaparecido sin dejar rastro.
-Lo matará un negro
ratero, dijo y escupió un pegote de saliva que se había pegado en la comisura
de los labios.
-No puede ser, dijo
Genaro movido por el recuerdo de aquella profecía. Marcolfa Marqués lo miró sin
comprender a través de las pestañas empegotadas por las lágrimas, pero no hizo
preguntas.
Dos semanas antes del
asesinato, Toribio y Lila se habían instalado en la calle Acosta. En un
apartamento en altos, en el último de los tres pisos del edificio. Tenía el
apartamento un balcón amplísimo, donde ella podía cuidar con esmero sus
pajaritos, que andaban sueltos por la casa y revoloteando sobre la cabeza de
Lila.
-Aquí estaremos más
cómodo, dijo Toribio cuando le mostró la nueva vivienda.
Pero las cosas no salieron como pensaban. E1
ratero se dejó caer desde la azotea descolgado por una cuerda. Cuando la pareja
escuchó el ruido en el balcón, pensaron que se trataba de un gato intentando
cazar un pajarito. Toribio salió todavía aturdido por el sueño, sin tomar
precauciones porque dio por confirmada la hipótesis del gato cazador. Salió al
balcón sin defensa y el puñal del ratero entró dos veces alrededor del ombligo.
Esta vez Marcolfa
Marqués le dio la dirección y Genaro partió sin demoras rumbo a La Habana. Lila
no hizo resistencia; lo mismo daba estar en un lugar que en otro, sin Toribio
su mundo era nada. Genaro le ofreció ternura y ella lo percibió, pero no tenía
palabras ni ánimo para agradecerlo. Antes de emprender el regreso, él la
convenció para que fueran a consultar un médico, porque la encontró debilitada
por la falta de alimentación; apenas bocadillos durante una semana, ella se dejó llevar.
Antes de salir para la capital, Genaro entró a
la habitación de la madre para informarle lo ocurrido. Ella lo escuchó como
quien oye agua correr. No hizo gesto alguno de rechazo o aprobación cuando supo
que el hijo iría por su hermana. Alzó la vista hasta el altar y aspiró hondo,
como quien ha cumplido una meta.
Instalada en una
mecedora que dejaba escuchar el ric rac como de huesos crujientes, Asunción
Macaria escuchó el primer gritó de Edgardo Funcia. Se estremeció, pero no se
movió de su sitio.
-Es un varón, dijo
Genaro desde la puerta, con la voz cortada por la emoción.
Ella alzó los hombros
con indiferencia y susurró
-Ya lo sabía.
Sin prisa, se puso de
pie para dejar la mecedora donde había estado sentada por más de cuatro horas,
pero no se dirigió al cuarto desde donde venía el llanto del nieto; fue hasta
su habitación y cerró la puerta. La expresión de su rostro cambió súbitamente y
afloró una sonrisa.
-Ya lo tenemos.
Alzó su cabeza y vio el
rostro de La Virgen iluminado y sonriente.
A través de las paredes volvió a escuchar el
llanto enérgico del niño. Luego oyó al médico despidiéndose de Genaro.
-Nació criado, dijo el
galeno y se alejó.
Sin proponérselo, Asunción Macaria caminó
hasta el espejo ovalado que colgaba en una pared de su cuarto. Hacía mucho
tiempo, años quizás, no se miraba detenidamente. Notó que sus labios ya no eran
gruesos y húmedos y empezaban a retroceder, tampoco los ojos eran los mismos ni
en brillo ni en tamaño. Descubrió surcos incipientes en la frente. Todavía
podían verse los rasgos de un rostro que fue hermoso, pero ya iban en retirada.
E1 tiempo, murmuró ante
su propia imagen. Y se fue a la habitación donde Edgardo acababa de ver la luz
y se movía inquieto. Rezó a los pies de la cuna, y con los ojos cerrados hizo
una cruz con los dedos y la colocó en la frente del recién llegado. E1 niño
durmió entonces larga y tranquilamente.
Volvió a la habitación de la parturienta
justo cuando el niño despertaba. Genaro lo tomó por lo pies y el hombro para
mostrarlo a la abuela. Asunción Macaria lo contempló, pero como no había
elementos de sorpresa se abstuvo de hacer comentarios. Entonces la criatura
estiró las piernas y, sin que el padre lo notara, abrió los parpados. Asunción
Macaria pudo ver los ojos azules, como los del abuelo, como el cielo, y aunque
lo sabía, no pudo evitar un súbito mareo
que la obligó a apoyarse en la cama.
-¿Qué le parece el
nieto?
Asunción Macaria no pudo responder, de
pronto se sintió en el corredor de la casa paterna, con su vestido de vuelo,
mirando hacia la calle para ver aparecer la figura de Belisario Alquízar,
cabalgando con elegancia el enorme caballo alazán, que trotaba con la cabeza
erguida y la cola crispada, mientras sus patas poderosas golpeaban sobre las
piedras, con un tac tac armónico, musical y perfecto, le parecía a ella. Sobre
la cabalgadura, el jinete también perfecto, los ojos azules brillando bajo el
sombrero alón. Era una estatua, el monumento a la divinidad, pensaba Asunción
Macaria, mientras esperaba el saludo, un simple movimiento de aquellas manos
blanquísimas, que sólo ocasionalmente se levantaron con torpeza o timidez.
-Salió rubio y peludo, dijo Genaro, buscando
alguna expresión de la madre.
Ella no pareció
escucharle, apartó los ojos del niño, cuyo cabello amarillo era también
idéntico al de aquel jinete que ahora
venía del tiempo y la distancia para ponerla al borde del mareo.
-No ha dicho qué le
parece el nieto, insistió Genaro.
Los labios de Asunción
Macaria se movieron, pero no hubo palabras. En aquel instante, como le había
ocurrido muchos años atrás, sintió los senos humedecidos y crispados, luchando
contra la tela que los mantenía ajustados.
-¿Le ocurre algo?
preguntó Genaro, porque la vio palidecer.
Ella siguió en silencio,
giró sobre sus talones y fue a meterse a su cuarto.
De nuevo ante el espejo sintió nostalgia por
el pasado, por primera vez tenía aquella sensación dura, de un tiempo roto.
Nada quedaba de aquella adolescencia vestida de vuelos, nada de la esperanza
que un día la hizo feliz y después la marchitó. Percibió que el espejo ni
siquiera le devolvía la imagen de los labios que habían ido palideciendo, ni de
los ojos que fueron perdiendo el brillo ni de la frente que empezaba a
agrietarse. Se estaba viendo por dentro y sintió miedo. Le pareció que estaba ante su propio
espectro y se alejó, para dejarse caer de rodillas ante el altar.
Dos horas después del nacimiento de Edgardo,
un propio llevó la noticia a los Alquízar. Por aquellos días, Belisario había
regresado definitivamente al lado de su mujer, libre ya de la presencia
perturbadora de Micaela Pimentel, la suegra que lo torturaba con una presencia
que le hacía recordar al perro bóxer que
alguna vez le mordió una nalga.
Unas horas antes de que llegara la noticia,
Belisario había percibido una rara inquietud, como si alguna presencia
invisible anduviera dando vueltas a su alrededor, le dijo a Filomena. Tuvo
estados de ánimo contradictorios; tan pronto se sentía eufórico como
nostálgico, y aunque no era hombre que viviese de los recuerdos, añoró de
pronto los tiempos de la primera juventud.
-Seguro que alguno de
tus antiguos amores está pensando en ti, comentó Filomena, entre jocosa y
molesta.
No pudo precisar Belisario Alquízar si fue el
instinto o la vanidad quien lo movió hacia el espejo, pero allí estaba y su
imagen no le pareció mal. Conservaba intacta y libre de canas su cabellera
amarilla. Los ojos azules mantenían el brillo de la adolescencia. Algo de la
frescura juvenil aparecía todavía en el rostro. Sin embargo, hurgó los detalles
y descubrió que los párpados habían bajado e iban formando un ligero toldo
sobre los ojos. A los lados de la boca vio pequeñitas ranuras, que amenazaban
con volverse surcos. De las orejas brotaban pelos, que aunque escasos, eran
largos y duros como cuerdas de guitarra.
-!Santo Dios! exclamó
Belisario Alquízar.
Un corazón sin amor, es
piedra de desierto, pensó. Todavía frente al espejo, escuchó las exclamaciones eufóricas de
Filomena, quien entró al cuarto corriendo para anunciarle que ya era abuelo y
se le colgó del cuello. Sin brusquedad trató de liberarse de ella, aunque no
dejó de conmoverle l noticia. Libre de los brazos de Filomena, empezó a caminar
de un lado al otro de la casa mientras se repetía mentalmente: ya soy abuelo.
Sin saber por qué, regresó al espejo. Se miró durante algunos minutos sin verse
en realidad. Después ordenó que le sacaran el coche del garaje y se fue a la
finca de los Pimentel.
Cuando me dijeron que me iban a mandar para el
pueblo me puse a temblar, mamá quiso tranquilizarme, que era por mi bien, decía
y me pasaba la mano por la cabeza. Yo pude ver que ella también estaba
temblando y no le salían bien las palabras. Le dije que no, no podía hacerlo.
Ella explicó que tenía que ir a la escuela, que todos los niños lo hacen y que
los fines de semana irían por mí. Que los niños que no van a la escuela le
crecen las orejas, como a los burros, decía con ternura. Me puse a llorar y
mamá a explicarme con paciencia, que todos los niños tienen que estudiar, que
si uno no estudia no es nadie nunca, pero yo no dejaba de llorar y ella seguía
hablando, muy suave, como cuando me leía un cuento.
-Si me voy me moriré de
la fiebre de los caballos, dije finalmente, y mamá no necesito preguntar.
Los ojos se le pusieron
rojos y lacrimosos
-Esto no puede seguir
así, ¡Dios mío!
Después me besó muchas
veces, como si me fuera a pasar algo malo, y
me apretó entre sus brazos.
En cuanto regresó papá se lo llevó para la
habitación y se encerraron mucho tiempo, luego él fue hasta el cuarto de abuela
y estuvieron hablando hasta la hora de la comida.
Supe lo que hablaron,
porque cuando me acosté y metí la cabeza debajo de la almohada, la voz de
abuela entró en mi cabeza.
-Ese asunto del colegio
es otra cosa, vamos a tener que ceder, porque tienes que aprender las letras y
tu padre está muy bravo.
-No quiero.
-No te va a pasar nada.
-Voy a morir de la
fiebre de los caballos.
-No muchacho, lo del
colegio es necesario, es por tu bien y no tienes que temer, para eso estoy yo,
para evitar que te ocurra alguna cosa
-Si hace tanto calor
¿por qué duermes con la cabeza tapada? Preguntó la monjita y levantó la
almohada que cubría mi cabeza. Los niños no tienen por qué temer, dijo sin que
yo le hubiese respondido. Tu Ángel de la guarda te protege.
-¿Cuál ángel?
-Todos los niños tienen
un ángel.
-¿Y los que mueren de la
fiebre de los caballos?
Ella me miró sin
comprender, sonrió y acarició mi cabeza con sus dedos delgados y blanquísimos,
dijo que eso ocurre pocas veces, pero que no entendía mi preocupación.
Finalmente dijo que esas cosas sólo ocurren cuando el diablo influye.
¿O porque Dios y La
Virgen se quedan dormidos? Pregunté.
-Sí, no, bueno no, Dios
nunca se queda dormido... Ahora duerme tú y luego te explico.
Y se alejó Sor Minerva
sin que yo hubiese entendido muy bien.
En el dormitorio la claridad se filtraba por
las hendijas entre el techo y las paredes. Aquí no puede llegar el Pininío,
pensaba yo, porque le teme a la luz, pero a la hora de dormir sentía que algo o
alguien estaba cerca. Me quedaba tranquilito y ahí entraba el pensamiento de
abuela.
-Es verdad que el
Pininío no va a llegar hasta allí, pero tienes que cuidar tus actos y tus
pensamientos, porque si fallas el diablo puede sorprenderte.
Yo empezaba a rezar el
Padrenuestro y el Ave María y lo repetía y me ponía a contar ovejas para que entrara
el sueño.
Asunción Macaria sentía
nostalgia y temor por la ausencia del nieto, sobre todo temía que se abriera
una brecha y entrara Satanás. Pasaba las noches sin dormir, pensando en él. Por
el día caminaba sin cesar alrededor del altar, musitando oraciones y solicitudes
a La Virgen para que la apoyara. A veces la imagen de Edgardo se confundía con la del hermano Benjamín. Le
había ocurrido muchas veces cuando lo tenía cerca y le parecía que los dos eran
niños o que en uno mismo estaban los dos.
Ella y el hermano eran opuestos, según
apreciaba Onésimo Pimentel, pero Benjamín le inspiraba un afecto peculiar, algo
muy parecido a lo que sentía por el nieto. Nunca se lo demostró, pero Dios era
testigo. Lo veía como un hereje y eso los distanciaba, mas no implicaba que no
hubiese cariño. Cuando le avisaron que estaba al borde de la muerte por la
caída del trapecio ni siquiera fue a verlo, rezó por él y le encendió muchas de
velas a La Virgen para que lo protegiera, pero no se acercó. Nunca vio con
buenos ojos que el hermano se enrolara en un circo y pensó que ir ahora por él
sería un acto de aprobación.
Cuando eran adolescentes pensó que Benjamín
había dejado de existir para ella, pero el nacimiento de Edgardo revivió su
presencia, confundía sus nombres, la imagen del hermano estaba presente cada
vez que pensaba en el nieto recién nacido. Nunca dejó de verlo como la oveja
negra, tampoco dejó de verlo con ternura, aun cuando él no lo sospechó.
A diferencia de su hija, Agustina Peralejo
veía en Benjamín a un ser excepcional. Conocía su sensibilidad y podía entender
lo difícil que se le hacía la convivencia con el padre y la hermana, por las
razones que fueran, no encontró el modo de establecer relaciones cordiales con
ellos. A ella le resultaba más difícil entender las irracionalidades de
Asunción Macaria, que las supuestas rarezas del hijo.
Benjamín nunca entendió el mundo sombrío,
místico y distante que rodeaba a la hermana. No aceptó la falta de cordialidad
con que lo trató siempre. Al padre no le perdonó el despotismo.
Para Onésimo Pimentel, Benjamín era un
afeminado, inepto y cobarde. Un estúpido incapaz de comprender las habilidades
y virtudes del hombre duro. Desde pequeñito le demostró menosprecio y lo
humilló sin contemplación. El hijo respondió con indiferencia primero y luego
con desprecio.
-Lo odio, mamá.
Lo dijo un día después
de un enfrentamiento en el que Onésimo lo calificó de maricón y le dijo que era
basura, pusilánime y fracasado.
L madre se persignó y
pidió que no lo repitiera, de todas maneras era su padre.
-Lo odio, repitió
Benjamín.
Y Agustina Peralejo
volvió a persignarse y elevó su mirada a las alturas para pedir perdón para el
hijo.
A1 día siguiente mientras ella y Petronila
Carrasco disponía los preparativos para el almuerzo, Benjamín se acercó para decirle:
-Me voy, mamá.
-¿A dónde, hijo?
-No hay espacio para mí
en esta casa, mamá.
La madre se llevó las
manos a la cabeza, abrió sus ojos tanto como pudo y dijo que no lo iba a
permitir, que aquella era su casa mientras ella estuviera viva.
-Está decidido, dijo él
y fue por sus maletas.
Benjamín encontró un
lugar en el circo que abandonaba la plaza en aquel momento. E1 dueño lo aceptó
sin reparos, porque el muchacho se ofreció sin condición alguna. No lo dudó
cuando supo que se trataba del hijo de Onésimo Pimentel, porque se sentía en
deuda con aquél, que le había facilitado, sin costo, el terreno donde estuvieron emplazados
durante veintisiete días.
-Es un gusto, muchacho,
le dijo. El único inconveniente es que por el momento sólo tengo la plaza de
ayudante de pista.
Benjamín no ignoró que le estaba ofreciendo
un trabajo de tarugo, lo que significaría cargar, recoger y limpiar
constantemente, mas no objetó. Se limitó a decir.
-Con el tiempo aprenderé
un oficio dentro del circo, si usted me lo permite.
El hombre aceptó con
júbilo y un poco de pena al mismo tiempo, porque sólo de escuchar a Benjamín,
tuvo la certeza de que su cultura era superior a cualquiera de los integrantes
de su compañía.
En aquel instante, Benjamín no pudo medir la
dimensión del paso que acababa de dar ni sospechó lo que el circo llegaría a
significar hasta el último día de su existencia. Por lo pronto encontró un
ambiente propicio para que salieran unos versos que tenía como atascados en el
fondo de su conciencia. Supo siempre que sólo la poesía le daría sosiego.
Concebía imágenes que lo inquietaban, pero los versos no acababan de salir.
Probablemente por el ataque constante del padre.
-Agustina, ¿de dónde
saca esas palabritas esta cotorra con complejo de tomeguín? Solía gritar
Onésimo cuando lo escuchaba hablar.
Un año después de su partida, Benjamín volaba
por el aire, bajo la carpa del Alas del Olimpo.
-Creo que te podrías
hacer trapecista, le dijo un día el patrón, porque creyó ver en él las
condiciones necesarias.
Y Benjamín le escribió a su madre:
Le escribo desde
Cabaiguán, madre, aunque bien pudiera decirle que desde el camino a la gloria,
porque bajo esta carpa no sólo me he librado de la mirada insolente de mi
padre; he encontrado también respuestas a interrogantes que siempre he traído
en mi cabeza. Pronto oirá hablar del más grande trapecista que haya dado esta
pista; pero no quiero que confunda el término de cirquero con el de artista,
que es lo que realmente soy.
No había pasado mucho
tiempo cuando el Alas del Olimpo anunciaba al nuevo trapecista, a quien
llamaron El Ángel del Trapecio. Desde entonces le prodigaron un tratamiento
especial porque no escapó a los ojos del patrón, que Benjamín se había convertido
la principal atracción del espectáculo. Tampoco escaparon a su percepción, las
múltiples invitaciones que le fueron llegando a desde otros circos de mayor
categoría. Y se preocupó, aunque el joven trapecista no se vio interesado en
cambiar de lugar.
Mientras surcaba el aire, las ideas de
Benjamín vagaban libremente y su espíritu inquieto empezó a encontrar
respuestas a las interrogantes de siempre. Descubrió que Dios y la eternidad
estaban en sí mismo, y que una y otra cosa respondían a la necesidad de
perpetuarse que todo hombre lleva consigo.
Siempre quiso saber quién y cómo era Dios, y
esa curiosidad fue creciendo con los años. Agustina Peralejo lo había llevado a
la iglesia para que encontrara respuesta a su imaginación y a las constantes
interrogantes que iban apareciendo, pero no ocurrió. La iglesia no le ofreció
otra cosa que el gozo visual, una satisfacción estética, no divina.
Los curas no le inspiraron veneración ni
confianza; no logró verlos como representantes de Dios. Si la presencia del
Creador estaba alguna vez en el recinto religioso, pensaba Benjamín, era por el
grado de devoción de los feligreses, nunca por la presencia del cura, que jamás
lograrían ser intermediarios entre Dios y el hombre.
Cuando rezaba junto a la hermana y la madre,
quería representarse la imagen divina y le ocurría lo mismo que cuando, tirado
sobre la yerba del jardín, buscaba a Dios como imagen visual para pedirle que
lo ayudara a salir de la soledad y la incertidumbre. En tales circunstancias no
logró ver otra cosa que un pegote de nubes, que el viento iba barriendo a su
paso. Se quedaba sólo con la palabra DIOS, cada vez más abstracta y distante.
Se quedaba finalmente con la idea de un
poder divino invisible, inevitable y tan necesario como inasible.
Sujeto al trapecio y atrapado por el insólito
placer de la velocidad y la altura, se sintió ángel o energía en busca del
infinito. Creyó descubrir que Dios estaba en esa búsqueda de perpetuidad. Se
preguntó si estaría condenado a vivir una efímera fracción del tiempo; su
tiempo concreto, el que mediaba entre el nacimiento y la muerte. Percibió, sin
embargo, que había otra dimensión temporal, que para unos estaba más allá de la
finitud de ese tiempo concreto y para otros en la implacable brevedad de la
existencia. Acaso los hombres se diferenciaban por esa capacidad de trascender
o esfumarse en el recuerdo, que era como tener dentro un Dios creador o
pusilánime, según fuera el caso.
La noche del descubrimiento Benjamín bajó
del trapecio para irse a caminar el pueblo, anduvo de norte a sur y de este a
oeste por las calles desiertas, tratando de hallar las imágenes adecuadas para
expresar en versos la naturaleza de su hallazgo. Necesitaba darle coherencia
poética a sus ideas y dejar para la posteridad constancia de que él, Benjamín
Pimentel, había encontrado el camino de la eternidad. Cuando regresó al
carromato no se fue a dormir; bajo la luz de una vela escribió de un tirón:
Adiviné en el aire su
forma de piel rota,
su invasión de ternura,
su eterno cataclismo,
sus guitarras oscuras
deshechas gota a gota,
donde la luz no es luz,
sino restos de un sismo.
Que vuelve a repetirse,
que ni acaba ni brota
y que resulta extraño,
pero siempre es el mismo
viejo ciclo en que todo
se prolonga y se agota
para surgir de nuevo del centro del abismo.
Se anuncia en el quejido
que la tierra reparte,
en el olor del viento
donde se esconde el mar,
en el galope ronco del
caballo que parte,
en las astas del toro
que muere en su bramar,
en tu doble agonía de
partir y quedarte,
sin que exista un
espacio donde puedas estar.
Leyó una y otra vez el
soneto y no encontró palabra que mereciera cambiarse. Sólo el título se le hizo
difícil, porque no quería plagiar involuntariamente a algún poeta místico o
romántico. Al cabo de los días encontró la palabra que le pareció capaz de apresar
el sentimiento con que fue concebido. Lo tituló Tempestad. Entonces lo metió en un sobre y se lo envió a la madre.
De niña, en Andalucía,
Agustina Peralejo había leído a los grandes poetas españoles y todavía podía
repetir de memoria versos antológicos de los poetas del siglo de Oro. Cuando
Benjamín era chiquito ella se los decía hasta que se quedaba dormido con una
expresión de placidez en el rostro que la enternecía. Ahora leyendo el soneto
que le enviara el hijo, la andaluza pasaba del asombro al entusiasmo. Le
parecían versos perfectos, trascendentes, dignos de cualquier antología. La
euforia le hizo olvidar, una vez más, la insensibilidad del marido y le leyó el
soneto. Onésimo Pimentel abandonó un instante los apuntes que hacía sobre una
libreta de recordatorios y alzó su cabeza para mirar a la mujer con ojos
chispeantes.
-Deja ese entusiasmo,
Agustina, que ningún valor han de tener esos versos; un payaso lo único que
sabe es hacer payasadas.
Lo dijo y volvió sobre
los apuntes. Agustina Peralejo lo miró un momento en silencio y luego dio la
espalda rezongando:
-No eres asno, porque
caminas en dos patas.
En aquel preciso
instante Benjamín pensaba en la madre. En lo alto del trapecio recordó la carta
y el soneto que le había enviado y deploró no haberle advertido que deja el texto fuera del alcance del padre.
Se sintió irritado por el descuido y trató de poner toda su atención en las
evoluciones del trapecio, pero la imagen de Onésimo Pimentel fue obstáculo. En
una extraña conjunción de recuerdos y percepciones creyó verlo desde lo alto de
la carpa, moviéndose en medio de la pista. Lo vio riendo burlonamente, con su
poema en la mano. Le pareció entonces que la tierra era lugar ajeno e
indeseable. Tuvo la certeza de que quería volar en busca de la libertad. Quiso
encontrarse con él mismo y con el Dios
que lo habitaba. Escuchó los aplausos delirantes desbordando la carpa y sintió
que su cuerpo andaba al margen de la gravedad. Sus manos rozaban el trapecio,
mientras, el cuerpo giraba, insólito, como lo veían desde allá abajo. El
público se puso de pie.
-¡Dios mío! es un ángel,
gritó una mujer en las gradas, unió las manos a la altura del pecho y con los
ojos inclinados pareció pedirle misericordia. Benjamín se sintió venerado y
convertido en cisne tomó alturas. Los de
abajo vieron un ave subiendo para luego bajar en picada y tomar nuevamente
altura. El trapecio le pareció estorbo para un vuelo que no tenía escala ni
fin. Desde lunetas y gradas gritaban con frenesí, pero Benjamín ya no los
escuchó. Supo que era falsa la existencia fugaz de las aves. Falso, susurró en
las alturas; viven la libertad, que es eterna. Sintió pena, mucha pena por los
que estaban allá abajo y no podían disfrutar un tiempo que tampoco tenía fin.
Movido por aquellas ideas el Ángel del
Trapecio voló, conquistó la libertad y la infinitud del tiempo. Los dedos
apenas hacían contacto con el trapecio.
-Insólito, gritaron a
coro desde abajo.
Benjamín arqueó el
cuerpo y sus brazos se movieron en busca del cielo. La carpa se estremeció,
gimieron el redoblante, el clarinete y la trompeta; vibraron los postes,
parpadearon las luces, roncó el tambor, aleteó la pandereta y el saxofón lloró.
El Ángel del trapecio descendió con el abrupto silencio de la orquesta.
Cuando Asunción Macaria
supo que lo habían traído envuelto en yeso de pies a cabeza, no se asombró,
tampoco mostró disgusto; apenas murmuró:
-De ésta no va a morir.
Después del regresó a
casa, Lila permaneció seis meses encerrada. La piel blanquísima contrastaba con
el vestido negro de riguroso luto. Los ojos, ya marchitos por el llanto, se
volvieron inexpresivos. En el rostro mantuvo la misma expresión de ausencia que
vio Genaro cuando fue por ella a La habana. Pensaba en Toribio todo el tiempo y
el sueño se le hizo farragoso e irregular. Sólo a Petronila Carrasco le era
dado escuchar su voz apagada.
-E1 destino, hija, a
veces es cruel, decía la vieja sirviente. Ya sé que sido una tragedia para ti.
Lila no respondía, sólo
dejaba ver sus lágrimas y una contracción del rostro, que afligía a Petronila.
Genaro que estaba
pendiente de la evolución de la hermana, le preguntaba a la doméstica cada día.
-Nada, niño, apenas
prueba comida y no deja de llorar, yo creo que se nos va a deshidratar.
Él sugirió que la sacara
de casa. Tal vez el contacto con la naturaleza le haga bien.
-Ya lo intenté.
Entonces, sin consultar a la madre, le
ordenó a Petronila que la llevará para el pueblo.
-Con abuela a lo mejor
reacciona.
Tampoco esta vez Lila
hizo resistencia; bajó la cabeza y se dejó llevar.
Agustina Peralejo no
logró sacarla de su ensimismamiento. Las primeras semanas se las pasó encerrada
en su cuarto. Acaso una sonrisa triste fue lo que conquistó la abuela después
de muchos intentos.
-¿La estúpida piensa
pasarse la vida disfrazada de buitre? Farfulló Onésimo Pimentel cuando vio a
Petronila cargando los alimentos para el cuarto de la nieta.
Ella apenas dejó ver una
mueva y se alejó bandeja en mano.
-Necesita un poco de
aire puro y sol, niña ¿por qué no abre las puertas? propuso Petronila Carrasco,
pero Lila no respondió. Dos días más tarde apareció en una ventana, bañada por
el sol y con la mirada perdida entre las plantas del jardín.
Apenas sacó la cabeza
sintió el aroma de las plantas y el sol castigó sus pupilas acostumbradas a la
penumbra. Apretó los párpados y así permaneció unos minutos, hasta que un
colibrí, quizás su colibrí, que extraía el néctar de una flor, voló para
acariciar con sus alitas la cabellera revuelta. Como un punto verde-azul danzó
sobre su cabeza. Alegría y tristeza confundieron a Lila y tuvo entonces la
certeza de que nunca más volvería a dejar a su colibrí.
Agustina Peralejo se
acercó sonriente y dijo que era bueno eso de que abriera su cuarto. Te hace
falta el sol, hijita.
Lila alzó los hombros, pasó
la lengua por los labios resecos y susurró: total.
-¿Acaso nada te importa,
hija?
Lila levantó el índice y
apunto hacia el colibrí que libaba sobre una flor. Agustina Peralejo se
persignó y abandonó la habitación.
Al día siguiente empezó a salir al jardín
para iniciar un recorrido interminable entre las plantas, siempre acompañada
por el colibrí.
-Eso nunca se había
visto, comentó la abuela refiriéndose a la conducta del pajarillo.
Onésimo Pimentel que la
estaba escuchando no pudo quedarse callado. Y preguntó qué nueva imbecilidad
está haciendo tu nieta.
Agustina hizo silencio
un momento y aunque no era su costumbre se sintió enfurecida
-Imbéciles son los que
no pueden comprender las cosas extraordinarias.
-¿Qué estás diciendo,
Agustina? gritó el marido.
Ella ya no lo escuchó.
-Amor, contestó Lila
cuando la abuela le preguntó una vez más qué cosa buscaba en los pajarillos.
-¿No hay amor en las
personas? Preguntó la abuela, pero Lila dio la espalda y se fue al jardín.
La abuela pensó que tal vez Esmeralda podría
sacar a la nieta de aquel derrumbe, y decidió ir personalmente a pedirle que la
visitara. El encuentro fue largo, pero antes de abandonar la casa, la muchacha
le dijo, por lo bajo, como si no quisiera decirlo: señora, Lila ya no quiere
vivir. Agustina Peralejo se persignó y fue a su cuerpo para prender una vela.
Unas semanas después,
desde la puerta de la calle, Agustina Peralejo la vio partir. A su lado iba
revoloteando el colibrí. Quiso correr tras ella, pero las piernas no le
obedecieron. Unos muchachos que empinaban papalotes sobre un tejado vieron a
Lila salir del pueblo, dijeron que se había detenido un instante, más allá de
las casitas de barro que se levantan a la salida, y alzó su mano para decir
adiós.
En vacaciones, mamá no
sabía qué hacer para mantenerme contento y papá propuso hacer una excursión por
el río. Abuela aceptó la invitación y se sentó en la proa del bote, pero no
dijo una sola palabra. Se veía satisfecha, aunque no hubiera alegría aparente
en su rostro. Estaba contenta porque yo le pertenecía.
Iba con las manos
entrelazadas a la altura del pecho y la vista perdida en las aguas. A mí me
pareció una virgen o una de las estatuas que había en los jardines de la
escuela. Papá nos enseñó los campos roturados y un criadero para potros de raza
que estaba preparando, pero abuela no parecía escucharlo. Sólo al final del
paseo dijo que esas tierras pudieran convertirse en tierras de Dios y las
casuchas de los peones transformarse en templos. Lo dijo y miró a papá, luego
cerró sus ojos y era La Virgen en su asunción; en vuelo hacia Dios. Papá hizo
una mueca y movió la cabeza con agobio.
-Mamá, ¿hasta cuándo va
usted…? No siguió diciendo
Ella no se dio por
aludida.
Fue la primera vez que sentí deseos de correr
por el campo y meterme entre las bestias que pastaban en aquel potrero,
verdecito por las lluvias de mayo. Me hubiera gustado relinchar y bramar como
los toros. Hubiera querido alejarme del bote y quedarme en el monte, para
siempre. Cuando atracamos en la orilla salté y me fui corriendo hasta la casa.
-Cuidado, niño, gritaba mamá, porque
no estaba acostumbrada a verme correr.
No pensé en el asma, ésta vez mis piernas y mis pulmones estaban poseídas por una energía
desconocida. Llegué a casa antes que los otros. Colgando de un clavo sobre la
pared estaba el sombrero de papá, el que usaba cuando salía a recorrer la
finca. Me subí a una silla y me lo puse, quería parecerme a él. Fui hasta su
escritorio y saqué unos espejuelos llenos de polvo, que había visto en una
gaveta, los limpié con la camisa y me los puse. Caminé por la casa sintiéndome
papá cuando montaba en su caballo. Salí a recibirlos para que me vieran
convertido en Genaro Funcia. Abuela lanzó un grito y se llevó las manos a la
cabeza. Yo pensé que le había caído algo desde arriba y me quedé parado mirando
como se doblaba y gemía, con las manos apretando las sienes y los párpados
cerrando con fuerza. Papá la tomó del brazo y le preguntó.
-¿Qué pasa, mamá?
Ella gritó entonces:
-Quítate esos espejuelos
malditos.
Después se abrazó de
papá, nunca antes lo había hecho, y le decía:
-Vas a morir de un tiro
encima de la boca, hijo; así te van a matar.
Mamá se tapó la cara con
las manos y empezó a gemir, como si la muerte de papá hubiese ocurrido en ese
instante.
-Ahí he visto tu muerte,
dijo y apuntó hacia mí, hacia los lentes.
Papá intentó calmarla.
Si ese es mi destino que se le va a hacer, dijo mientras abuela temblaba entre
sus brazos. De algo hay que morirse, decía él, y entonces abuela se desprendió
de sus brazos y corrió para ir a meterse en su cuarto. Desde el otro lado de la
pared podía oírse su reclamo:
-Esto no, Virgen mía...
esto no.
Mamá lloró y también fue
a su habitación. Papá y yo nos quedamos mirándonos en silencio. Yo con los
espejuelos todavía en las manos y sin saber qué hacer con ellos. Papá inventó
una sonrisa a medias y me pidió los lentes. Los examinó durante unos minutos en
silencio mientras movía la cabeza sin comprender.
-No veo nada, susurró y
se estrujó la barbilla; esto es un cabrón misterio, dijo finalmente.
Luego lanzó los lentes
al piso y alzó el pie con la intención de hacerlos añico, pero se detuvo; se
agachó como si lo hiciera en cámara lenta y los tomó del suelo, los guardó en
el bolsillo de la camisa, me miró y yo creí ver un gesto como si se estuviera
despidiendo.
-Vete a jugar, hijo.
No lograba entender lo
ocurrido, pero sabía que era grave, porque ella habló de la muerte de papá y
tenía la facultad de saberlo todo. Asustado, me tiré sobre la cama y cerré los
ojos. Luego empezó a llegarme un murmullo por lo bajo; la voz de abuela entraba
en mi cabeza.
-Virgen mía, apiádate de
mí, ¿Por qué mi hijo? No me juzgues mal si blasfemo hasta el último aliento. Mi
hija se ha ido y lo he soportado con resignación. Ni siquiera tuve tiempo de
despedirla, ni he podido saber cómo ha sido su último instante sobre la tierra,
si es que ya ha ocurrido, pero no
merezco lo que ha de sucederle a mi hijo. No puedo menos que asumirlo como
ingratitud del cielo.
Y se hizo un silencio
largo en mi cabeza, interrumpido apenas por la explosión de un fósforo sobre la
lija. Después el chisporroteo de una vela y de nuevo silencio y finalmente el
murmullo de abuela:
Le pidió a La Virgen que
si no podía detener el crimen, entonces cerrara sus ojos para no ver dos veces la
sangre coagulando en el rostro del hijo.
Yo apenas respiraba, no
podía concebir que papá fuera a morir.
Mis padres fueron por mí a la habitación,
pero no quise acompañarlos a la comida, porque quería seguir escuchando el
pensamiento de abuela. Ella descubrió que la estaba escuchando y quedó un rato
en silencio, como si su cerebro hubiera dejado de funcionar, pero súbitamente el
tono de súplica se volvió autoritario. Dijo que me perdonaba porque ella misma
me había enseñado a escuchar su pensamiento, pero que no le gustaba que la
espiara.
No volví a escucharla
hasta la hora de dormir.
-Escucha bien, dijo, hoy
es treinta de julio y vendrá de pájaro y caballo, y Maximiliano Contreras
cabalgará sobre el lomo de plumas.
Maximiliano Contreras
trabajó para la familia Pimentel desde que era un niño. Contemporáneo con Onésimo y sólo tres años
mayor que Acacia; con ellos compartió los juegos de la infancia, a pesar del
desprecio de Honorato Pimentel, quien solía gritar:
-Cada perro con su
collar.
-Pero yo no voy a
permitir que vean al muchacho como un extraño, decía su mujer, porque ese niño
es para mí un sobrino, por no decir que un hijo.
Maximiliano nunca se sintió
servidumbre, percibió el afecto de los hijos de Honorato, incluyendo a Micaela,
a quien le llevaba diez años.
Onésimo y Maximiliano nacieron con una
diferencia de veintiún días. E1 mayor era Onésimo, pero a los once años
parecían de edades diferentes. Onésimo era pequeño, cabezón y paliducho,
aspecto que mantuvo toda su vida, incluso cuando se convirtió en un viejo
barrigón y mofletudo. Maximiliano, en cambio, era espigado, musculoso, de
cuerpo bien formado, facciones varoniles y una simpatía que acentuaba la
diferencia con el otro.
Durante la adolescencia,
las relaciones de Maximiliano con Acacia Pimentel se hicieron cada vez más
cercanas. Con Onésimo ocurrió lo contrario, se fueron distanciando. Maximiliano
intentó evitarlo, pero fue en vano; su amigo se convirtió en un adolescente
soberbio, irritable y altanero.
Probablemente todo hubiese quedado en el
inevitable distanciamiento, si la simpatía entre Maximiliano y Acacia no se
hubiera tornado pasión. Honorato tembló de ira cuando le informaron y se opuso tajantemente a las
relaciones.
-Cada oveja con su
pareja. El mocoso está abusando de nuestra confianza.
Los novios no esperaron la tormenta,
avisados de la furia de Honorato se dieron a la fuga y no regresaron hasta un
año después, cuando a instancia de Perla Marín, Honorato cedió y les pidió que
regresaran a casa. Onésimo, quien ya había dado muestras de rudeza e
incapacidad para perdonar, gritó colérico:
-Mi padre los habrá
perdonado, pero yo no.
Y farfulló un discurso
incoherente sobre la moral de la familia, supuestamente pisoteada por un don nadie.
-Me voy a vengar, juró.
La muerte de Maximiliano nunca se
esclareció, pero Asunción Macarla estaba segura de que el asesino había sido su
padre, aunque ella no hubiese nacido cuando ocurrió y muy pocas fueron las
cosas que escuchó al respecto.
Benjamín regresó al
circo aun cuando estaba convencido de que todo había terminado para el Ángel
del Trapecio. Las fracturas de piernas y caderas lo habían dejado cojo para el
resto de sus días. Más que caminar parecía desplazaba, con cierto movimiento peculiar
del pecho y los hombros, como pato escorado. En sus ojos se acentuó la
expresión de nostalgia y en la frente se abrieron dos grietas, reflejos del
dolor físico soportado durante tanto tiempo. Entre la boca y la barbilla quedó
una cicatriz parecida a una ¨D¨ eslava.
Durante la prolongada convalecencia, estuvo
perturbado por dos interrogantes que martillaron en su cabeza: ¿podrá regresar
al circo? Y si no lo lograba, ¿moriría también la poesía que era ya parte de su
obsesión? E1 circo había sido un descubrimiento irrenunciable y con él reafirmó
su vocación por la poesía. Ambas cosas eran su razón de ser. Se negaba a
perderlos, porque circo y poesía lo condujeron al Benjamín que ahora era.
Cuando se sintió con fuerzas no lo dudó un instante:
-Vuelvo a mi destino,
mamá.
-¿Así como estás?
-Así, mamá. Voy en busca
de mi mismo, que está debajo de la carpa.
Agustina Peralejo aspiró
hondo y entornó los ojos como si fuera a desmayarse. Se persignó tres veces y
empezó a frotarse las manos.
-Estás loco, hijo, no
puedes andar por el mundo en ese estado.
Benjamín no respondió,
fue a su habitación y empezó a preparar el equipaje.
-Ni siquiera sabes por
dónde anda el dichoso circo, dijo la madre cuando lo vio salir maleta en mano.
-No hace falta, mamá,
nada es tan fácil como encontrar un circo.
Agustina Peralejo lo despidió con los ojos
lacrimosos, Benjamín se alejó calle
abajo, moviendo con dificultad el cuerpo de pato escorado.
-Bajo cualquier
circunstancia este circo es su casa, le dijo el patrón. Habría que ser muy
ingrato para darle la espalda a quien tanta gloria nos trajo.
Benjamín dejó ver una
sonrisa tímida y dijo que no quería que lo recibiera por agradecimiento, quiero
trabajar para el circo.
-Habrá un lugar para usted,
dijo el patrón mientras miraba conmovido las piernas maltrechas del Ángel del
Trapecio. Vaya mirando con calma y elija el lugar que le acomode.
Durante varios meses Benjamín estuvo
realizando actividades auxiliares, que nada tenían que ver con el espectáculo.
Dedicaba su tiempo al cuidado de los animales y fue creando con ellos una familiaridad que asombró al patrón. Nadie le
asignó aquella función, él la asumió.
-No sabía de su amor por
los animales, le dijo el dueño en cierta ocasión, porque lo encontró hablándole
a un mono que había enfermado. Le estoy agradecido por esta labor, Benjamín,
nunca nuestros animales estuvieron mejor atendidos.
-Soy uno de ellos,
respondió Benjamín, sin levantar la vista, sin dolor ni ironía y continuó
acariciando el vientre del mono.
Antes de volver al circo
Benjamín tampoco sabía de su afinidad con las bestias. Lo descubrió mientras
cuidaba de ellos. Allá arriba, en las alturas del trapecio, encontró un espacio
y un tiempo, que antes pertenecían sólo al mundo de las aves y los sueños. De
vuelta al circo encontró en los animales una nueva dimensión, casi siempre
ajena al hombre; supo que la magnitud de lo humano está, a veces, en la
capacidad de convivir con las bestias.
Benjamín era muy joven
todavía, para sentir el peso del tiempo, pero algo viejo había nacido con él y
se puso a pensar en el final. De ahí su afán por encontrarle algún sentido a la
muerte. Ya fuera imperativo de la naturaleza, de la organización divina del
universo o de lo que fuera. Le parecía injusta la brevedad de la vida, sobre
todo porque casi siempre se quedaba alguna acción inconclusa y en eso
consistían la principal alienación del hombre y, seguramente, sus
imperfecciones.
Si existe un Dios
creador del Universo está en deuda con nosotros por esa finitud a que nos tiene
condenados, pensaba y quiso expresar esas consideraciones en un poema dedicado
al tiempo:
El tiempo es un tren que
viene y va de la nada a la nada,
Corre indetenible del
llanto a la sonrisa y nuevamente al llanto
El tiempo es huracán en
la conciencia,
Paloma mensajera
derribada en su vuelo,
Es el filo de la navaja
tocando la garganta.
El tiempo es un pedazo
del camino,
El pan dormido en el
horno,
La pupila de una
muchacha inventando la lluvia.
El tiempo puede ser una
tarde de otoño,
El cumpleaños del fuego,
El rostro de un niño que
emerge del rocío.
-Benjamín ha creado su
propio espectáculo con los animales, dijo Verónica San Juan, la antigua
compañera del trapecio. Un espectáculo que no todo el mundo puede ver.
Los otros asintieron con la cabeza, pero no
alcanzaron a entender la afirmación de Verónica. En realidad pensaban que estaba
enloqueciendo. Verónica lo sabía, porque conocía el alcance de las ideas de
Benjamín y no podía esperarse que aquéllos le comprendieran.
Ya no era el Ángel del Trapecio, ni la palidez de su
rostro tenía el encanto de otros tiempos, pero seguía siendo el hombre
diferente, distante, como si él y su pensamiento formaran un mundo ajeno y
superior.
Por el día Benjamín se la pasaba entre
animales y meditaciones, sin angustias aparentes. Si alguien le hablaba ofrecía
su sonrisa fraternal, si se le pedía ayuda mostraba la habitual disposición de
servir. Pero se ponía mustio en cuanto el sol declinaba y empezaban los
preparativos para la función. La soledad, como ave nocturna y se posaba en el
rostro. El andar se hacía lento, huidizo. Y cuando el público empezaba a llenar
las gradas, se volvía una sombra entre las cortinas. Se movía en la penumbra, evadiendo a sus compañeros. Pasaba
junto a las jaulas para susurrar alguna cosa a los animales, le echaba una
última mirada al circo, observaba a
distancia hormigueo de los preparativos;
los otros entrando y saliendo del área de maquillaje, disponiéndolo todo y
haciendo los calentamientos de rigor. Entonces se alejaba moviendo con
dificultad el cuerpo averiado.
A veces, desde su parapeto entre bambalinas,
veía todo aquello como quien se asoma a un abismo. Aquel ir y venir, aquel rito
de la preparación, que durante años formara parte de su vida lo dejaba sin
aliento. Escuchaba las primeras notas del clarinete anunciando el inicio de la
función y tenía que imponer su coraje para que no salieran lágrimas.
Él no era más que una silueta, distante,
ajena. Cada hombre se concentraba en sí mismo, en su papel concreto, y nadie
reparaba en la sombra que antes trajera la gloria. Una sombra que no volvería a
existir hasta que no saliera el sol y apareciera en cuclillas junto a los
animales.
La fama del Ángel del Trapecio se iba
extinguiendo en el recuerdo. Benjamín lo sabía, y antes de que se escucharan
los primeros aplausos se volvía cangrejo, para deslizarse por los rincones
oscuros, en silencio, entre andamios y jaulas. Finalmente escapaba por debajo
de la carpa y se perdía en las calles oscuras del pueblo.
Debió pasar mucho tiempo
para que descubriera que su soledad no era tanta como pensaba. También desde la
penumbra, parapetada en algún lugar de la carpa, la antigua compañera del
trapecio seguía sus pasos. Era testigo de las fugas nocturnas y sin que él lo
sospechara, esperaba su regreso cada noche,
temerosa de que un día no
volviera.
Cuando Benjamín regresaba de sus largas
caminatas, la carpa estaba en silencio. Sólo el enano Boniato, quien padecía de
insomnio, lo estaba esperando para hacer
menos tediosa la desvelada. Boniato se sentaba a la entrada y prendía un enorme
tabaco, cuya lumbre veía Benjamín a distancia. El antiguo trapecista lo
acompañaba hasta que la brisa fría de la aurora los iba adormeciendo. Boniato
fumando a ras de tierra, Benjamín con la vista perdida en las estrellas.
Una noche de luna llena, Verónica San Juan lo
esperó para decirle que no estaba solo.
-Te he esperado cada
noche, no he estado tranquila hasta no
verte llegar.
Se sentaron en el mismo
sitio donde Boniato solía ir a pescar el sueño.
-Para mí sigues siendo
el Ángel del Trapecio, Benjamín, le dijo Verónica, sólo que ahora me pareces
más grande que nunca. Sin ti este circo sería un corral de puercos.
Benjamín movió la cabeza con timidez y le
ofreció una sonrisa que podía entenderse como súplica, para que no siguiera con
los elogios. Ella no lo concedió.
-Sé que la mayoría no lo
entiende. No se le puede pedir más.
Benjamín siempre había distinguido a
Verónica, porque la sabía una mujer sensible, pero ignoraba que le importaran
su estado de anímico y sus movimientos.
-La soledad hay que compensarla con alguna cosa que nos
agrade, de lo contrario nos destruye.
-¿Cómo de mi soledad?
Preguntó él.
-Una mujer puede ver lo
que está dentro de la persona que quiere, murmuró ella y entrelazó los dedos,
como buscando apoyo para no parecer atrevida.
Benjamín unió las cejas
y pasó la punta de los dedos por la frente.
-No sabía que me
quisieras, dijo.
-Nunca conocí a alguien
que mereciera tanto el cariño.
Él hizo un gesto de
agradecimiento y humedeció los labios resecos.
-Cuando andábamos allá
arriba sentía en tus manos el calor del afecto y el cuidado para no lastimarme.
-Pensé que...
-Que no era capaz de
percibir esos detalles ¿verdad?
Benjamín se excusó, dijo
que nunca ignoró su sensibilidad, pero que tal vez no está acostumbrado a ser
querido.
Ella susurró mirando al
suelo, como si lo dijera para ella misma, que en un circo también puede haber
corazón.
Él la besó en la frente y ella hizo un gesto
con los hombros y la cabeza, como de rubor y agradecimiento.
Se despidieron cuando
los claros del día hicieron surcos anaranjados sobre los árboles.
Benjamín no durmió esa mañana, pensó en
ella hasta que el sol calentó el techo del carromato y se fue a atender a los
animales con desconocida sensación de placer.
Durante el día recordó las aventuras vividas
en el trapecio junto a Verónica, pensó en su cuerpo pequeño y flexible surcando
el espacio para ir a encontrarse con sus manos. Le pareció sentir el roce de su
piel cuando cabeza abajo se deslizaba hasta llegar a sus brazos; fracciones de
segundo quizás, para seguir el vuelo hasta el otro lado de la pista. Con los
cuerpos unidos desafiaron el peligro, se burlaron de la gravedad, mientras los
metales de la orquesta subrayaban cada detalle de la maniobra. Descendían
tomados de la mano y los aplausos tronaban bajo la carpa. Se preguntó si acaso
no había amado siempre a aquella mujer de mirada tierna e inquisitiva a la vez.
-¿La amé o la amo todavía?
Susurró mientras pasaba un cepillo por la cabellera del león. No pudo
responderse, pero desde aquel momento la
vida tuvo otro sentido.
Abuela dejó de sentarse
a la mesa para comer con la familia. Tampoco venía a la sala para tomar el aire
fresco de la tarde y escuchar con indiferencia las conversaciones de papá y
mamá, como solía ocurrir en otros tiempos. Se quedaba en su cuarto, yendo de un
lado para el otro, protestando o hablando con La Virgen en voz alta.
La seguridad de que papá iba a morir terminó
con el sosiego y la serenidad que le quedaban. De pronto se sentaba en el borde
de la cama con los ojos entrecerrados y las manos unidas a la altura del pecho o
se levantaba para ir a tirarse de rodillas delante del altar.
¿Es que la fuerza de la
fe y la devoción no llega a tus oídos? ¿Por qué han de morir antes de tiempo
los inocentes? Reclamaba y prendía tantas velas que los santos se veían como si
salieran de una hoguera, no había un rincón a oscuras. E1 olor de la cera se
metía en toda la casa, en la comida; el agua y el café con leche sabían a
esperma derretida.
Una tarde la escuché decir:
-Siento que se acerca la
tormenta.
Era fin de semana y yo
estaba en casa. Tirado bocarriba sobre la cama; me entretenía repasando una
lección de historia cuando de pronto entró su voz, pero enseguida volvió a
quedar en silencio, como si no hubiera dicho nada. Luego se fue hasta la
cómoda, abrió una gaveta y me dijo:
-Si quieres ven para que
me ayudes.
No acerté a ponerme los
zapatos.
-Vamos a hacer un nuevo
intento para salvar a tu padre, dijo cuando estuve junto a ella, aunque no
volvió la cabeza para mirarme. Fui hasta el altar y me puse de frente y pude
ver que tenía los ojos como escondidos detrás de las pestañas, luego los fue
abriendo poquito a poco. No tenían brillo, como los pollos cuando mamá le
tuerce el cuello y dejan de dar brinquitos en el piso.
-¿Ves este cordel tan
largo? tenemos que convertirlo en una vela que llegue al cielo. Hasta que Dios
despierte, si es que se ha quedado dormido, dijo con amargura, tal vez
decepcionada.
En eso estuvimos todo el día y la mañana
siguiente. Yo no entendía muy bien lo que estábamos haciendo, pero no pregunté.
Ella se metió en mi pensamiento y volvió a decir:
-Haremos una vela tan
grande que llegue a Dios.
Cuando le pusimos el último pedazo de cera al
cordel, ella sonrío satisfecha. Llevó un extremo hasta los pies de La Virgen y
luego le dio vueltas en el cuello a Satanás, finalmente la sacó por la ventana
y le prendió fuego. Un hilo de humo blanco se escapó por encima del techo y se
fue al cielo.
-No digo yo si llega, susurró, y dejó ver
una sonrisa, como de cansancio o resignación.
En ese instante llegó
papá.
-¿Qué hace, mamá? Ella
no respondió y papá volvió a preguntar:
-¿Para qué esta cosa?
A mí se me escapó la
respuesta:
-Para que no te maten.
Papá se puso a mirarnos y le vi las ganas de llorar.
Luego me tomó de la mano y me llevó al
comedor, donde mamá estaba llorando, porque
escuchó lo que dije. El pelo le cubría la cara y las lágrimas bajaban
por los brazos hasta los codos para escurrirse sobre la mesa.
-No llores por boberías,
dijo papá y la tomó por la barbilla.
-No es bobería, sollozó
mamá; siempre sabe lo que va a pasar.
Papá trató de restarle
importancia, pero finalmente se quedó pensativo, en silencio. Cuando habló lo
hizo con serenidad:
-Si uno ha de morir qué
sentido tiene tratar de evitarlo.
A mamá se le escapó un
gemido, como de animalito con frío y se abrazó al cuello de papá.
El la apartó con
suavidad y trató de tranquilizarla.
Quedaron un rato en
silencio. Mamá me miró, con los ojos todavía llorosos y me pregunto:
-¿Por qué se pusieron a
hacer esa vela, hijito?
-Para que a papá no le
pase nada.
-Nada va a ocurrir, dijo
papá, con seguridad, y mamá se puso a decir nerviosa:
Que era buena la
intención, pero le preocupaba que yo anduviera metido en esas cosas raras.
Papá se rascó la
barbilla e hizo una mueca.
-Ahora vamos a tener que
soportar el olor a esperma todo el día, y tomó a mamá por los hombros. No
quiero que se hable más de este asunto, y se alejó rumbo al patio de trasero.
Yo me despedí de mamá y
fui a mi habitación.
Tendido sobre la cama
sentí el ruido que siempre hacía el pensamiento de abuela cuando iba a entrar en mi cabeza.
-No hagas caso a lo que
oyes; hicimos lo correcto. Se trata de que nos escuchen desde arriba.
-No quiero oír nada, se
me escapó, no sé si lo dije o lo pensé, pero ella se enfureció.
-¿Cómo te atreves?
Aquella noche el Pininío se la pasó dando
vueltas alrededor de la casa. Primero se dejó caer sobre las ramas de la ceiba
y empezó a gritar y a mover el cuerpo de perro flaco. Yo quería saber si abuela
estaba despierta, pero ni su respiración percibía. Sólo escuchaba al Pininío,
que de pronto se volvió pájaro y caballo y se puso a corretear por encima del
techo. Subía y bajaba, como si viniera desbocado desde el infierno. El tropel
se oía muy cerca, en cambio el relincho era como de potro herido y se escuchaba
lejísimos, como viniendo de las alturas. Pensé que abuela estaba enojada por lo
que dije y no quería escuchar ni hacer nada para ahuyentar al Pininío, pero al
ratito entró.
-Viene de la boca del
diablo, dijo abuela, y yo brinqué debajo de la almohada.
Con Dios me acuesto y
con Dios me levanto; Dios conmigo y yo con él, él delante, yo tras él…
San Bartolomé me dijo
que durmiera y no recordara, que no le tuviera miedo a las pesadillas malas...
Pasé horas repitiendo las oraciones y
tratando de retener a Dios en mi pensamiento para que el Pininío se aquietara,
pero en cuanto Dios se me escapaba del pensamiento empezaban los graznidos y el
tropel encima del tejado.
Cuando los gallos cantaron anunciando el
amanecer, volvió el pensamiento de abuela y dijo:
-Duerme tranquilo.
Sentí un alivio enorme, me pareció que
flotaba sobre olas mansas, el calor desapareció de la habitación, las piernas
que habían permanecido encogidas se estiraron solitas y dormí pesadamente.
Desperté tarde, mamá
estaba sentada en el borde de la cama mirándome con esa expresión de ternura
que sólo veía en ella.
-Nada de eso que te dice
es cierto.
Le tapé su boca con mi
mano y le pedí que no siguiera hablando para que abuela no fuera a oírla, pero estaba dormida y mamá pudo seguir
diciendo:
-Tu papá y yo hemos
decidido pasar los fines de semana contigo en casa del abuelo Belisario. Allá
te vas a sentir mejor, eso no quiere decir que no veas a tu abuela, de ninguna
manera. Te podemos traer una vez al mes, digamos.
Me tembló el cuerpo,
como si tuviera fiebre de cuarenta y parece que mi terror se metió en el sueño
de abuela, porque despertó sobresaltada y dijo: niégate.
Mamá siguió hablando y
abuela repetía furiosa: no puedes aceptarlo.
Antes de salir para el colegio mis padres
habían dado marcha atrás; no me llevarían los fines de semana para casa del
abuelo Belisario. Por primera vez escuché reír a mi abuela; lo hizo
socarronamente, pero con ganas.
A partir del día en que Verónica San Juan
esperó a Benjamín a la entrada de la carpa, sus encuentros nocturnos fueron
diarios. El enano Boniato los miraba a corta distancia y levantaba los hombros
con resignación; había perdido a su compañero de desveladas. A ratos se
acercaba con el pretexto de un fósforo y se alejaba nuevamente moviendo su
cuerpecillo y dejando escapar el humo por encima de su enorme cabeza.
Cuando Benjamín regresaba de sus rondas
nocturnas, Verónica estaba disfrutando de las estrellas. Él sintió que la
compañía le estaba cambiando su visión de las cosas. La vida ya no le pareció
hostil ni insoportable la ausencia del trapecio. Sólo durante la función volvía
a percibir aquella sensación de pérdida que lo hacía emigrar de la carpa.
Ahora, con los últimos aplausos emprendía el regreso para encontrarse con la
amiga.
Verónica quería acabar con las fugas de su
amigo, pero sin hacerle daño; con paciencia, porque lo había visto temblar cuando
la orquesta tocaba los primeros acordes y el presentador salía a la pista.
Deseaba verlo en armonía, sin tener que huir, y sin que mediara una solicitud
suya, a la que, con seguridad, Benjamín accedería.
-¿La poesía no logra
llenar el vacío que te ha dejado el trapecio? Le preguntó un día.
El negó con la cabeza antes de hablar.
- Mi poesía nació en el
trapecio.
Verónica permaneció
pensativa unos minutos y se animó súbitamente, como quien descubre la solución
de un problema crucial.
-Eres un artista, dijo
con un raro brillo en los ojos, y los artistas necesitan del público. Tienes
que reincorporarte al espectáculo.
Benjamín enseñó una sonrisa triste, arqueó
las cejas y apretó la mano de su amiga, para no decirle que lo único que sabía
hacer era andar por el aire. Ella lo entendió y respondió con firmeza:
-Volverás al
espectáculo, dijo, es cosa de pensarlo y a eso me voy a dedicar.
Meditaba sobre el asunto
Verónica San Juan, cuando la solución apareció de pronto, acompañada por la
tragedia; e1 domador de leones murió de un infarto fulminante. Para asombro de
todos. Era un hombre joven, fuerte y de carácter afable. Inesperadamente, el
Alas del Olimpo careció de una de sus principales atracciones.
-Caramba, dijo el
patrón, esto sí que es desgracia; se nos accidenta la estrella del trapecio y
ahora se nos muere el domador.
-Una pérdida
insustituible, dijo Benjamín apesadumbrado.
-Lamentable, dijo
Verónica, pero está resuelto, Benjamín será el nuevo domador del Alas del Olimpo.
Lo dijo con firmeza, como
quien toma una decisión indiscutible.
Benjamín sonrió, entre burlón y perplejo:
-¿Te has vuelto loca,
Verónica?
El patrón quedó con la
boca abierta, también perplejo, pero calculando la conveniencia.
-¿Quién mejor?, dilo tú
mismo; los animales te verán como protector,
no como verdugo.
Benjamín movió la cabeza
y fue negar, pero Verónica se lo impidió.
-Puedes, Benjamín, dijo.
Serás domador que no requiere del látigo.
Durante los veinte años
posteriores a aquella conversación Benjamín fue el domador del Alas del Olimpo.
El día que salió a la pista en su nueva función supo que renacían las emociones
vividas en el trapecio. No logró recuperarse del todo ni dejó de extrañar las
alturas, pero hubo en su espíritu una transformación que le pareció mágica. Se
movía alrededor de los leones con la agilidad que creía perdida.
Verónica estaba asombrada por la destreza que
mostró Benjamín en el manejo de las bestias, no supo que en realidad aquel triunfo le pertenecía; lo atribuyó
exclusivamente a la grandeza de su compañero, mientras que él, por el
contrario, no tuvo dudas de que todo se lo debía.
Sin que los hombres del circo llegasen a
verlo con claridad, se produjo una especie de renacimiento bajo la carpa. Hasta
los animales se vieron diferentes, como si la función hubiese dejado de ser un
fastidio.
-Están disfrutando el
espectáculo, comentó Verónica San Juan.
E1 patrón sonrió,
agradecido.
-Usted es un artista de
los de verdad, Benjamín, le dijo y estrechó la mano del nuevo domador. Hasta
las bestias parecen reír, añadió.
E1 regreso a las funciones dio fin a las
rondas nocturnas de Benjamín. Ahora
cuando salía a caminar por las calles lo hacía acompañado de Verónica, aunque
solían hacerlo durante el día; salvo cuando llegaban a un puerto de mar. En
tales circunstancias, terminada la función, se iban a la orilla al malecón; les
gustaba sentir como la brisa salitrosa subía con el oleaje y les arrancaba el
cansancio y las tensiones de la carpa.
Cierta vez el circo
ancló en Puerto Padre y Verónica San Juan vio con fascinación al pueblo
limpísimo, cuyas calles empinadas bajaban rectas y despejadas hasta el mar
azulísimo. Cada noche se iban al malecón y les amanecía disfrutando de la brisa
norteña.
-Podría quedarme toda la
vida en este pueblo, dijo ella.
Benjamín sonrió, levantó un pedazo de cemento
del muro del malecón y lo lanzó con fuerza contra una ola. Luego dijo que era
hermoso, pero yo no podría vivir aquí, porque el paraíso de la quietud se me
convertiría en infierno.
-¿Te aburrirías?
-Moriría.
-A mi me encanta, afirmó
Verónica con vaguedad y su vista perdida en el horizonte.
-Mi sitio es el camino,
Vero, susurró Benjamín y siguió escarbando en el muro. Dijo que la rutina lo
aburre, no podría ver diariamente las mismas cosas.
Verónica San Juan
aprovechó para decirle que entonces estarás muy cansado de mi presencia, lo
dijo con coquetería, buscando una contraria y halagadora respuesta.
-Tú eres la única persona que nunca se repite.
Ni en el trapecio te repetías. Eras siempre gaviota nueva, inaugurando vuelo.
Verónica lo besó y le
mostró los brazos para que viera como se erizaba. Eres maestro de la
galantería, le dijo y volvió a besarlo.
Se amaban y disfrutaban del hallazgo,
compartían cada minuto todas las alegrías y las ocasionales tristezas.
Verónica soñó con
abandonar el circo e instalarse en un puerto de mar, para tener hijos con
Benjamín y hacer una familia en la quietud, mas sabía que tal proyecto no cabía
en la cabeza del otro. Con los años, aquella posibilidad se hizo remota, ambos
empezaron a sentir el rigor del tiempo y los atrapó un sentimiento de callada
resignación. El circo era el único lugar
posible.
Verónica nunca olvidaría aquellos días en Puerto
Padre, porque como nunca antes sintió la necesidad de un hogar compartido con
Benjamín. Miraba a su paso las casas y elegía la suya, la que le gustaría
habitar con él y los hijos.
El día de la partida y
se fueron conmovidos por la acogida del público y la amistad que le ofrecieron
los artistas locales. Llevaron en su memoria el calor que le ofrecieron, en
particular, los Herrera y los Ferrer, estirpe de músicos consagrados y hombres honorables.
Tampoco olvidaron a Ernesto, aquel poeta e historiador parsimonioso, barroco,
con voz de locutor y sonrisa de niño.
Cuando el circo levantó “anclas”, ambos
sintieron nostalgia; años más tarde, aquel pueblo sería para Benjamín grato
recuerdo, para Verónica, Añoranza.
Era invernal aquella
mañana que Benjamín se levantó apesadumbrado. Los huesos le dolían como si
acabara de caer del trapecio, tenía la sensación de no haber dormido en toda la
noche. En el pecho se le había instalado una sensación pesada, una inexplicable
carga que no le permitía respirar con libertad. Lo atribuyó a una pesadilla que
lo despertó sobresaltado.
Soñó que había caído a un precipicio y
descendido por un túnel angosto hasta
quedar flotando sobre una niebla espesa. Luego estaba en un viñedo y escuchaba
el sonido de gansos y palomas. Pudo ver un camino de carretas y pisadas de
caballos. Tomó aquel camino y de pronto se encontró con una casa con techo de
tejas. Sobre el tejado la nieve empezaba a derretirse y el humo de una chimenea
se elevó por encima del viñedo.
La casa
estaba en penumbras y él parado
en una habitación enorme. Nada podía ver, pero escuchaba forcejeo, muy cerca. Como luces de un teatro,
un foco intenso cayó sobre unas figuras que se movían en una esquina de la
habitación, casi pegados a la pared, Benjamín pudo distinguir dos mujeres y un
hombre. É1 envuelto en una manta gris; ellas cubiertas por turbantes negros. No
lograba entender lo que decían, aunque los gritos se fueron haciendo
ensordecedores. De pronto se produjo un raro movimiento. Aquellas personas
daban vueltas a la habitación en semicírculo. E1 hombre iba delante y ellas lo
seguían gritando. Él se detuvo bruscamente y en sus manos apareció el hacha que
descargó sobre una de ellas. La mujer se desplomó partida en dos mitades.
Benjamín quiso ir en su ayuda, pero estaba sembrado al piso. Vio el rostro de
la otra mujer; juvenil, hermoso, le pareció a Benjamín, que empezó a golpear
con sus puños el pecho del otro. Aquél tiró de su vestido hasta dejarla
desnuda. La mujer se cubrió el sexo con las manos y miró a Benjamín con enojo.
El hombre del hacha la lanzó al piso de un manotazo y se metió entre sus
piernas. La mujer partida en dos mitades empezó a incorporarse y Benjamín pudo
escuchar ahora con claridad: “Asesinas a tu madre, violas a tu hermana,
monstruo”. E1 hombre se retorció y se volvió serpiente. No vio Benjamín de donde
salió el cuchillo, pero sí lo vio
atravesando la garganta de la bestia.
Benjamín quiso gritar, pero no le salió, ni
pudo mover los pies. Escuchó el jadeo a través de la niebla, cada vez más
intensa, vio inflarse el vientre de la mujer y la piel que se abría a la altura
del ombligo. Del vientre rasgado brotó una cabeza que Benjamín reconoció al
instante, aunque sólo la vio en fotos; era la de Honorato Pimentel.
Escuchó entonces la voz lejana de Asunción
Macaria:
-Así nació tu abuelo,
Benjamín.
Despertó extenuado, adolorido y con la
sensación de quien acaba de llegar de un largo viaje. Escuchó al enano Boniato
diciendo:
-Coño, compadre, estaba
usted lejos; llevo media hora dándole tirones para sacarlo de la pesadilla.
A1 medio día, mientras almorzaban en una
fonda de chinos, Benjamín le contó a Verónica los detalles del sueño.
-Me ha dejado una
sensación desagradable, como si lo hubiera vivido en realidad.
Ella dijo que debió
haber hecho una mala digestión; casi siempre son causa de pesadillas horribles.
Él negó.
-Fue como si la
conciencia se hubiera desprendido de mi cuerpo para viajar a la raíz.
En la tarde Verónica le
pidió que la acompañara a las tiendas, quería comprar cosméticos antes de
partir del pueblo. É1 aceptó de buen gusto y echaron a andar hacia la calle.
Iban saliendo de la carpa cuando escucharon a sus espaldas la voz inconfundible
de Boniato:
-Oye, hermano ¿me ayudas
un momento?
De la calle había
llegado un perrito enfermo, arrastrando el cuerpo diminuto, y se había
enroscado debajo de una silla.
-Parece que está
enfermo, dijo Boniato, pero usted es el mago de los animales…
-Horita estará bien,
susurró el domador de leones del Alas del Olimpo. ¿Me esperas un instante,
Vero?
La mujer afirmó
sonriente y Benjamín se inclinó para examinar al animal. No podía sospechar,
que después de veinte años entrenando leones sin recibir un arañazo, aquel
insignificante animalito le traía la muerte.
Sin tomar demasiadas precauciones, Benjamín
estiró su mano para acariciar el cuello del animal y el perro le dio una
dentellada. Fue una simple mordida, como había vaticinado Asunción Macaria
cuarenta y siete años atrás; suficiente para que se le escapara la vida. En
aquel preciso instante, Asunción Macaria prendió una vela y se le escuchó decir:
-Ya fue.
Cuando todavía no había perdido el
conocimiento, Verónica le preguntó si podía avisar a la familia, él negó y dejó
ver sonrisa.
-No, Vero, sólo le
importaría a mi madre y está demasiado vieja y muy lejos.
-¿Tal vez algún amigo?
El volvió a negar. Y
habló con paciencia y cansancio a la vez.
-Vero, ya sabes que la
gente de circo no tenemos tiempo para cultivar amistades. Mejor escríbele a mi
madre cuando todo haya pasado. Dile que la amé y que amé también a una mujer
que se llama Verónica San Juan, razón suficiente para irme satisfecho. Es todo,
Vero, sólo me queda pedir que la tierra de Caibarién me acoja como a un
hijo. Y sonrió por última vez.
-Yo también te amo,
Benjamín, dijo Verónica San Juan y apartó las lágrimas de un manotazo.
Deliró durante cuatro días, mientras su
cuerpo se sacudía por los espasmos.
-No dejes que me toquen,
Verónica... No quiero agua... Hay fuego en el agua, Vero, y serpientes... Hay
culebras, Vero... No quiero el agua...Está en el agua, Vero. Esa serpiente es
Pimentel, Vero... No, no, agua no.
Verónica dejó el hospital con la sensación de
que también había dejado de existir. Las cosas que Benjamín le había dicho
antes de morir le daban vueltas en la cabeza y no dejaban lugar para otra idea.
Le había dicho que no le diera tregua a
la soledad.
-Porque en estos tiempos
todo el mundo está solo, lo dijo antes del delirio. Ni siquiera el circo es el
mismo. Antes éramos familia; ahora un grupo de egoístas.
Verónica no quiso
esperar para cumplir las promesas que le hiciera a Benjamín. Le escribió a la
madre anciana y se dispuso a buscar un editor para la publicación de los poemas
inéditos que dejó.
-En mi equipaje, le
había dicho Benjamín, están los poemas en la forma que me hubiera gustado
verlos impresos.
Se fue hasta el carro de Benjamín y encontró
los papeles, escrupulosamente organizados. La antigua trapecista fue leyendo
las cuartillas mecanografiadas. Se conmovió especialmente cuando leyó un poema
que Benjamín había titulado A LOS LINOTIPISTAS DE LA ETERNIDAD.
Todo lo que el mundo ha
sido en mí, no será más que una pálida página
en las manos de un
lector que no conozco ni amo.
No sé de qué tristeza se
pueblan los árboles
No sé de qué rincones
está hecha la memoria.
Mas puede que yo sea en
el deslumbramiento, atisbo
de su propio yo: yo,
este poema, fecundidad de un yo que no ha nacido.
Y cuando sus manos me
sitúen de pie en el estante
a soportar la noche, la
que ya nunca podrá ser mía
existiré en la blanca,
inmaculada, hoja de un libro.
Y todos los atardeceres
que no supe adentrar en los signos
todo lo amado que sólo a
medias cobró vida en la letra
¿dónde, en qué recodo
del olvido quedará?
Habrá de vivir; todo
vivirá: lo escrito y lo no escrito, lo vivido y lo no vivido: la vida toda. Si
no vive la vida, no vivirá el poema;
no tendrá sentido esta
aventura en pos de un vivir capaz de expresar la vida.
En las altas cornisas de
la eternidad está cantando este minuto.
Verónica salió del
pequeño dormitorio de Benjamín secando lágrimas y dispuesta a abandonar el
circo para siempre, pero sus pasos la llevaron al inmenso silencio de la carpa.
Allí cerró los ojos un instante y lo escuchó. Cuando sus párpados se separaron
siguió sintiendo muy cerca el aliento de Benjamín y supo que no podría dejar el
circo, porque sería alejarse de él. Allí estaría toda la vida.
Asunción Macaria no se sorprendió por la
noticia. Cerró los ojos y aspiró hondo.
-¿De qué murió? No le
hizo falta la pregunta y tampoco le sorprendió la respuesta. Lo supo cuarenta y siete años antes. No se lamentó ni
hizo comentario alguno; su rostro siguió siendo duro y distante, sin embargo,
las piernas le fallaron y quedó como clavada al piso, sin poder bajar la saliva
que se hizo pelota en la garganta.
Durante seis horas permaneció inmóvil; sólo
el leve movimiento de las pestañas daba fe que estaba despierta. Cuando abrió
los ojos mandó a buscar a Genaro:
-Vete al pueblo y ayuda
a mamá. Dile a Petronila que no la deje sola un instante.
Él fue a retirarse y
ella lo detuvo:
-¿Me has escuchado bien?
Ni un instante puede estar sola. Dile a tu abuela que iré en cuanto me sea posible.
Y se fue hasta el sitio
donde yacía postrado.
-Tomaste mi voz para
anunciar su muerte y he vivido con ese dolor.
Luego se inclinó para
retocar con una brocha la cruz enorme que había pintado a los pies del maligno.
-No habrá tregua, dijo y
golpeó con el dorso de la mano el rostro de Satanás.
Anduvo por la casa como buscando el
reencuentro en algún rincón. Salió al patio y se internó en la vegetación,
caminó entre los árboles, como si esperara el impulso de la brisa. En el rostro
apareció una expresión antigua; de la
niñez. Le pareció escuchar el relincho de caballos y el kikiriki de los gallos
de pelea. Escuchó la risa de Benjamín confundida con el zumbido de los insectos
y el susurro del aire entre las hojas.
-Todavía estás en el
corazón, Benjamín. Contigo y cabalgando sobre Demóstenes entró el pensamiento a
mi cabeza y la certidumbre de una vida sin sosiego. Supe que nuestros caminos
se bifurcarían ineludiblemente. Eso no implicó que pudiera desterrarte de mi
pensamiento, aunque traté de hacerlo. Alguna fuerza superior nos une, superior
a 1a hermandad y a lo terrenal, superior a ti y a mí. Nunca te lo dije, pero supe que algo muy grande nos unía. Ahora
estás en mis entrañas y percibo necesidad de amamantarte para que no mueras en
la muerte. Tus pasos y tu respiración están en mí, veo el brillo de tus ojos
entre los arbustos y eso me gusta. El sentido de tus palabras que califiqué con
dureza tiene ahora una dimensión entrañable. Amo las palabras que nacieron de
tus labios y se metieron muy hondo en mi conciencia y se volvieron confusión que
ha vivido conmigo estos años. Hubo momentos en que creí odiarte, aunque en
realidad te amaba. Lo sabes, saltimbanqui eterno. Sabes también que el diablo
trastoca mis sentimientos, los confunde y los hiere, por eso creí odiar tu
capacidad de decir y defender tus ideas.
Y se quedó con las palabras de Benjamín
dándole vueltas en la cabeza mientras caminaba entre los árboles. Regresó a
casa cuando había oscurecido completamente.
Aquella noche fue de tormenta y por primera
vez en muchos años crujieron las bisagras de las ventanas de su habitación. La
lluvia entró abundante y golpeó el pecho de Asunción Macaria, quien 1a esperó
inmóvil, de pie, con los codos apoyados alfeizar gris. E1 vestido de hilo se le
pegó al cuerpo, el agua corrió impetuosa por el pelo empapado. La luz
intermitente de los relámpagos iluminó
el cuerpo inmóvil. En la oscuridad de la noche pudo verse dibujada la
silueta de una Asunción Macaria virginal. Con movimientos casi imperceptibles
se fue deshaciendo de la ropa hasta quedar completamente desnuda, sintió unos
deseos incontrolables de amar, percibió juventud en el cuerpo sin ropas, como
si le hubiesen concedido el don de la recomposición y no pudo evitar que su
pensamiento buscara a Belisario Alquízar, sintió sus manos rozándole la espalda
para bajar luego a las nalgas y los muslos. Le temblaron las rodillas por el
orgasmo, un orgasmo enorme, fecundo.
E1 viento apagó las
velas, salvo la que estaba a los pies de La Virgen. Con la misma furia que
había llegado, cesó la tormenta. Un trueno estremeció la tierra, fue un trueno
estremecedor, seco, como si del cielo viniera el derrumbe. La lluvia se detuvo
bruscamente. Ella permaneció junto a la ventana, sintiendo como el agua se
escapaba entre los pies. Abrió los ojos que habían permanecido cerrados durante
el aguacero y vio el cielo despejado, limpísimo.
-Estás en la lluvia,
Benjamín y te quedarás toda la noche deslizándote por los surcos que se abren
entre las hojas. Has venido como te gustó hacerlo; de las alturas, por eso no
te compadezco, te envidio, porque hasta en la muerte impones tu voluntad. Ahora
puedo medir el alcance de esa libertad que defendiste y que confundimos con herejía.
Tuvo la certeza de que estaba a su lado y
luego corriendo por su cuerpo en una gota de agua, en aquella gota que rodó
despacio de la frente a la nuca y fue a posarse en un pezón de sus senos,
todavía desafiantes y a hora erguidos por un impulso erótico que hacía muchos
años o tal vez nunca sintió. Por eso no
percibió el frío, sino el calor del hermano, que era también de Belisario Alquízar,
protegiéndola de la desnudez y la humedad.
-Cuando éramos pequeños,
hermano, y nuestros cuerpos se unían, me quedaba quietecita para sentir el
calor de tu cuerpo, de esa piel que quemaba. Te quería entonces, pero cuando
nuestros cuerpos se separaban, tus palabras herían. Mamá venía de la cocina.
-No pueden estar discutiendo,
los hermanos se respetan.
Y tu voz, inmediata y aplastante:
-Respeto significa
aceptar la libertad del otro y en esta casa no existe tal cosa, madre.
Yo odiaba aquellas
palabras, que ahora producen dolor porque no puedes decirlas. ¿Será que nunca las
odié? ¿Acaso el diablo me hacía pensar que las odiaba para separarnos? El
diablo se apoderó de mi lengua hace muchos años para anunciar tu muerte y desde
entonces tu final ha sido pesadilla.
Nunca lo hablé, ni siquiera me permití pensar en el asunto, pero fue una
pesadilla. He soñado con el animal asesino que clavaría sus dientes en tu carne
y he visto tu sangre correr, expandirse y convertirse en lago. Un lago en el
que naufraga nuestra estirpe.
Benjamín desapareció en aquella gota de
lluvia que se alojó en el pezón y a ella le dolió la soledad, miró al cielo que
volvió a encapotarse de pronto. Cerró los ojos y sintió el agua quemándole el
rostro. Llovió durante una hora sin cesar, pero en calma, sin truenos ni
relámpagos. El frío caló los huesos, pero no se movió de la ventana.
Genaro no consiguió
consolar a la abuela; lloró un día completo sin parar, un hipo incontrolable le
inflamó el vientre y una palidez de muerte apareció en el rostro. Los ojos
inflamados no quisieron abrirse.
-Si no hacemos algo se
va a morir, le dijo Genaro a Onésimo Pimentel, pero no tuvo respuesta. El
abuelo siguió balanceándose en silencio, con la vista perdida en la distancia.
Ella no permitió que le aplicaran los
medicamentos, el médico entonces sacudió la cabeza.
-Si no toma medicamentos
es imposible sacarla de la crisis, advirtió.
Sin encontrar otra solución, Genaro decidió
regresar a la finca para hablar con la madre.
-¿Dijiste que no la
dejaran sola? interrogó Asunción Macaria.
-Petronila está siempre
a su lado, aunque no servirá de mucho si no logramos que tome las medicinas.
Ella no habló,
lentamente se puso de pie y se fue al cuarto.
El llanto cortado por el hipo se volvió un
gemido en la garganta de Agustina Peralejo y Petronila Carrasco corrió a solicitar la ayuda de Onésimo Pimentel.
-Se ha puesto mala,
señor.
El no respondió, se fue
incorporando mientras farfullaba:
-Ordena y dispón lo que
estimes conveniente.
Dio la espalda y se
alejó.
Petronila mandó a que trajeran nuevamente a médico,
pero el hombre repitió lo mismo: hay que medicamentarla y no se deja.
Cuando Genaro y Asunción
Macaria llegaron a la casona, Agustina Peralejo había dejado de llorar y se
estaba tomando una taza de caldo de gallina que le ofreció Petronila Carrasco.
El hipo desapareció y recuperó la serenidad, al menos en apariencia. Poco
después se quedó dormida, metida en un letargo que duró varias horas. El médico
la inyecto sin que la andaluza percibiera el pinchazo. Petronila Carrasco le
suministró otra taza de caldo con un gotero, y fue recuperando el color
habitual de la piel.
Al amanecer del día siguiente abrió los ojos
y miró como distante. La hija y el nieto estaban sentados junto a la cama.
-¿Te sientes mejor,
abuela? preguntó Genaro.
Asunción Macaria quedó
en silencio, pero se inclinó para tomar la una mano de la madre. La andaluza se
limitó a levantar las cejas y apretó los labios para ocultar el temblor que los
movía, luego volvió a cerrar los ojos y no lloró.
No lograron sacarle una sola palabra durante
el día ni escucharon sollozos ni lamentaciones. Sólo lágrimas que iban a
meterse en la almohada.
A1 tercer día habló por primera vez:
-¿Por qué no se van a
descansar y me dejan sola? Dijo con voz apagada.
-Rece y busque fuerza y
resignación, la Virgen le ayudará, dijo Asunción Macaria.
-Duele más su vida que
su muerte, susurró la madre.
Asunción Macaria negó
con un gesto, la tomó de la mano y habló por lo bajo:
-En eso no tiene razón,
fue más feliz que todos nosotras, porque pudo hacer con su vida lo que le dio
la gana.
La andaluza negó y se le
contrajo el rostro en una mueca. Genaro dio la espalda para no ver aquella
expresión de dolor.
-Le digo que está
equivocada, ojalá hubiéramos tenido el valor que tuvo para defender su libertad
y sus ideas, dijo Asunción Macaria y se frotó las manos y luego el rostro,
después agachó la cabeza y quedó en silencio.
Genaro la miró extrañado.
Agustina Peralejo limpió los ojos con el
dorso de la mano e hizo un nudo en la sábana con un movimiento involuntario de
los dedos.
-¿No hay libertad en tu
devoción? Preguntó muy quedo.
-Soy esclava de fuerzas
que no puedo controlar, dijo Asunción Macaria.
Agustina Peralejo volvió
el rostro para mirarla de frente.
-Nunca te había
escuchado hablar así.
-Nunca tuve certeza de mi esclavitud. Por eso
envidio a Benjamín, dijo y bajó la cabeza como arrepentida de haberlo dicho.
Luego quedaron en
silencio y Agustina Peralejo se fue metiendo en un nuevo y prolongado letargo.
Una semana después de
recibir la noticia del fallecimiento de Benjamín, Agustina Peralejo abandonó la
cama y aceptó un plato de comida. Anduvo por toda la casa con los hombros
caídos y el cuerpo encorvado. Por primera vez en cincuenta años a su lado,
Petronila Carrasco vio a la andaluza con el pelo en desorden y los ojos
pegajosos por la falta de aseo.
-Algo debe hacer para
ayudarla, don Onésimo, suplicó Petronila, de pie frente a la mecedora patriarcal que no dejaba de moverse.
-Déjame en paz, Petronila.
-La tristeza la va a
matar, señor.
Onésimo Pimentel unió
las cejas y golpeó con el puño sobre el brazo del mueble.
-El culpable es el
payaso, farfulló y Petronila se persignó mientras se alejaba horrorizada
Encontró a Agustina en el cuarto de Benjamín
revolviendo las que fueran sus prendas. No supo si había ternura o agonía en el
rostro de la patrona.
-Esto le hará daño,
murmuró Petronila desde la puerta.
Agustina Peralejo acaso
alzó los hombros ligeramente y siguió en lo suyo. La otra metió las manos en
los bolsillos del delantal y habló como empujada por un impulso que no pudo
contener.
-Su gran error fue
casarse con una bestia. Lo dijo y se mordió los labios arrepentida.
Agustina Peralejo quedó
en silencio mientras acariciaba entre las manos unos calcetines que fueron de
Benjamín. Al cabo enseñó una sonrisa leve y murmuró:
-Lo peor es que le di
ese padre a mis hijos, susurró como si estuviera haciendo una confesión
impostergable.
Petronila lamentó su
comentario y acarició el cabello blanco de la otra.
- La cobardía tiene
siempre un precio muy alto, mi querida Petra, dijo y se llevó a la cara una
vieja camisa de Benjamín.
Después de aquella conversación que se
prolongó más de una hora, la anciana
doméstica redobló las medidas para no dejar sola un instante a la
andaluza; eran las instrucciones de
Genaro, aunque ella lo hubiera hecho por sí misma, sobre todo ahora que su
patrona le había confesado que no quería vivir.
Sin embargo, a la mañana siguiente, pudo notar un cambio significativo
en la conducta de Agustina Peralejo; como si le hubiera llegado de pronto la
resignación. Se levantó temprano y animada. Dejó de llorar y los ojos fueron perdiendo la
inflamación de los días anteriores. Se pasó el peine por la cabeza y pidió un
poco de café, luego solicitó el desayuno: unos huevos fritos con yuca y tomate.
Adquirió una expresión tranquila, aparentemente tranquila. Nadie pudo
percibir el brillo diferente que
apareció en sus ojos.
-Petra querida, dijo
mientras desayunaba, quiero pedirte que cuando yo muera pongas en mi ataúd las pertenencias de Benjamín.
-Señora, por Dios, esa
solicitud va a tener que hacerla a otra persona, porque yo me voy a ir primero
que usted.
La andaluza negó con la
cabeza y siguió hablando en el mismo tono tranquilo.
A la hora de irse a la cama, Agustina puso
sus manos sobre los hombros de la sirvienta y le sonrió fraterna.
-Vete a dormir a tu
cuarto.
La vieja empleada se
negó sin decir palabras.
-Haz lo que te digo,
mujer, no hay como la cama propia, ya no tienes por qué acompañarme.
-Mejor lo dejamos para
mañana, respondió Petronila.
-Nada, de mañana, necesito estar sola y descansar.
-No debía de hacerlo,
protestó la doméstica.
-Anda, dijo la otra y la
empujó suave por los hombros.
Cuando el reloj de pared
tocó las ocho de la mañana, Petronila tomó una tacita de café para llevarle a
la andaluza. Seguramente las tabletas para relajarla le habían hecho efecto y
se quedó en cama. Sólo así se explicaba
que no anduviera desandando por la casa. Ella no quiso molestarla para que se
recuperara de los días de fatiga, pero ya era hora de llevarle el cafecito de cada mañana. Mientras iba por el largo
pasillo escuchó los pasos de Onésimo Pimentel en la planta alta y no pudo
evitar una mueca de disgusto.
-Señora, le traigo su
café, dijo desde la puerta y no tuvo respuesta.
¡Dios!, gritó Petronila
Carrasco espantada cuando entró a la habitación. Agustina Peralejo estaba
tendida en la cama, con su brazo izquierdo colgando y los dedos rozando el piso.
En el rostro una expresión de quietud, aunque los labios estaban pintados de
violeta.
-Tinta rápida, dijo
Petronila y pidió auxilio.
Onésimo Pimentel escuchó el grito de
Petronila y estuvo a punto de irse de cabeza cuando abandonó la mecedora.
-¿Qué pasa? Preguntó
desde el pasillo, pero no recibió respuesta, la doméstica había quedado clavada
en medio de la habitación, con la boca abierta y las manos en el pecho.
Onésimo se asomó a la
puerta y por primera vez en sus cincuenta años de servicio a la familia,
Petronila Carrasco vio el derrumbe. Lo vio empequeñecido, sujeto del marco de la puerta y con una
palidez semejante a la que podía verse
en el rostro de Agustina Peralejo.
-Se quitó la vida, acertó a decir la anciana y se le escapó un
sollozo.
Súbitamente, la ancianidad cayó sobre
Onésimo Pimentel, como si de un tirón le hubiesen arrancado la vitalidad y la
arrogancia que lo hizo temible. Petronila tuvo ante ella una masa amorfa, sin
energía, sin determinación; un cuerpo encorvado y sin fuerzas la miró desde
unos ojos nimbados. Petronila Carrasco lo llevó hasta su balance y lo depositó,
como un objeto. É1 quedó inmóvil, con la mirada en el vacío, mientras la
anciana salía en busca de ayuda.
-Si no se acuesta y pone
los pies en alto va a parar en una
linfangitis, advirtió Petronila Carrasco.
-Que se pudran, fueron
las primeras palabras que pronunció Onésimo Pimentel después del entierro de
Agustina Peralejo. Durante la semana transcurrida tampoco había abandonado la
mecedora para otra cosa que no fuera una fugaz visita al baño.
-¿Quiere que le traiga
un vaso de leche o un poco de caldo?
-Paz, murmuró él, que me
dejen en paz.
La anciana doméstica
levantó los hombros y se alejó. Después de todo, lo mismo le daba si se
alimentaba o dejaba de hacerlo.
Onésimo Pimentel se sentía aterrado por la
ausencia de la mujer. Le espantó escucharse a sí mismo; sus pasos en los
pasillos, el eco de sus rezongos entre las paredes de la casona, metido entre
los roperos, entre los libros que nunca leyó, en las sábanas que cubrirían su
cuerpo grasiento. Sabía que estaba inaugurando un soliloquio eterno, sin fin,
sin otro destinatario que su propia conciencia. Había desestimado y atropellado
a la andaluza; ahora su ausencia era como una caído al vacío, como el fin de
todas las cosas; ella significaba la casa, la familia, la continuidad de la
vida. Nunca, durante más de medio siglo, había pensado en su muerte; no pudo
concebirla. Su mansa adhesión era la vida, pensó en su soledad.
Quería escuchar sus reproches, los reclamos,
las miradas acusadoras; tenerla cerca, en algún lugar de la casa, escuchar sus
pasos cansados subiendo las escaleras, haciendo crujir las duelas vetustas.
Necesitaba su infinita lealtad, la única
con que pudo contar durante casi seis décadas. Supo entonces Onésimo
Pimentel, por primera vez, que era capaz de sentir amor; aquel sentimiento que
le pareció ridiculez toda la vida, se tornó realidad, de pronto, de forma
implacable, porque ella no estaba, porque se fue sin saberlo. De la garganta le
salió un gemido cortado por la saliva que se hizo nudo.
Justamente en ese instante en el que
reconoció su capacidad de mar, Onésimo Pimentel percibió que se rehacían en su
conciencia todos los odios acumulados. Odió a la madre autoritaria y displicente,
al padre déspota y pusilánime, se odió a sí mismo por ser presa de rencores
incontrolables que no lo dejaron disfrutar el único amor. Odió las palabras
autoritarias que repitió toda la vida para causarle dolor a Agustina Peralejo.
Odió su intolerancia, su soledad y esta debilidad de ahora.
Tuvo miedo, mucho miedo a la soledad y a sí
mismo. Añoranza por las palabras que ya no volvería a escuchar. Y sintió
repulsión por su vientre inflamado, por el olor infernal de sus pies y por la barba canosa que no había rasurado.
Pensó en la hija y supo que no podía contar con ella. Maximiliano Contreras
había sido la razón para un distanciamiento definitivo entre ambos, una razón
superior al casamiento obligatorio y a lo que ella consideraba el derrumbe
humano de Agustina Peralejo. Eran demasiadas cosas para pensar en el perdón,
por eso se opuso a que Petronila mandara por ella. “Usted lo mató”, le dijo un
día Asunción Macaria, refiriéndose a la muerte de Maximiliano y fueron
insuficientes sus negativas para impedir que a partir de ese día fueran
personas distantes, ajenas.
Petronila, gritó y aquel
grito estremeció las paredes. La vieja sirvienta apareció espantada,
arrastrando sus pesadas piernas por el pasillo.
-Tengo miedo, Petronila,
mucho miedo.
Nunca lo había
confesado, pero ahora era presa de todos los miedos traídos de la infancia.
Hubiera querido confesarle a la anciana que era un hombre derrotado, pero no lo
hizo. Confesar la derrota era la muerte. “Reza por mí, Petronila”, solicitó
jadeante, con el miedo convertido en temblor de todo el cuerpo.
-Ave María Purísima, que
el alma de la señora lo ayude, dijo Petronila Carrasco cuando lo vio divagar y
suplicar oraciones.
Con la luz del sol desaparecía también la
lucidez de Onésimo Pimentel, encerrado en su habitación daba vueltas alrededor
de la cama. Una y otra vez iba hasta la ventana desde donde miraba al pueblo como quien observa una ruina
antigua. No lograba conciliar el sueño, los recuerdos se agolparon en la
cabeza, fotogramas en sucesión, iba rehaciendo cada acontecimiento, cada
palabra y todos los desencuentros de tantos años.
En pocos
días cayó sobre él la ancianidad definitiva. Acosado por los recuerdos y
las pesadillas parecía alejado de su entorno, sólo dormía a intervalos y no
dejaba de soñar. Al despertar alzaba los brazos y movía los dedos tratando de
encontrar algún apoyo, porque tenía la sensación de encontrarse en algún
barranco. En sus sueños Agustina estaba viva y muerta al mismo tiempo; era la
de siempre cuando se acercaba, pero en la vaguedad de su mirada estaba la muerte. Quiso abrazarla cada vez y
pedirle perdón por todos estos años, ella nunca llegaba a su lado. Una nube
espesa la iba cubriendo y se iba a las alturas.
Una de esas noches de fatiga, Maximiliano
Contreras apareció en la nube que envolvía a la andaluza, vino con su sombrero
alón tirado sobre la frente, los mechones de pelo negro escapaban por encima de
las orejas y una sonrisa burlona se dibujada bajo del bigote ralo. Los ojos
azules que Onésimo Pimentel odió desde la adolecía buscaron los suyos y él vio distancia
en aquella mirada, pero no odio. Las palabras de Aquél llegaron como cabalgando sobre el tiempo y
tronaron en sus oídos:
-Al fin, Onésimo, me vas
a matar.
Y quiso él repetir las
suyas:
-Cagaste la moral de la
familia.
Y se iba Maximiliano
flotando en la nube espesa en que llegó, moviendo su sombrero alón y sonriendo.
-Me mataste.
Y se quedaba el eco de
Maximiliano, pululando por la casa, metido en cada rincón, bajando por las
paredes y martillando en el cerebro:
-Me mataste.
Despertaba llamando a
Agustina. Jadeaba sobre las sábanas empapadas por el sudor. Le amanecía
caminando por la habitación y encendiendo puros, uno tras otro. Intentó no
dormir para evitar los encuentros con Maximiliano y eso lo fue debilitando.
Los gritos del anciano en su lucha por
despertar, alarmaban a Petronila Carrasco, más de una vez, quien aparecía
arrastrando sus piernas inflamadas, presa de espanto y cansancio.
-Trae agua y mucho café,
gritaba el anciano.
-¿Por qué no toma mejor
un cocimiento de tila?
-Agua y mucho café.
Y mientras la doméstica
se disponía a cumplir la orden, Onésimo Pimentel se estrujaba el cuello y los
brazos en un intento desesperado por alejar el terror que se le había instalado
en todo el cuerpo. Se persignaba como le visto hacer a su mujer. Necesitaba la
cruz que la andaluza dibujaba con sus dedos pequeños, que revoloteaban en la frente y bajaban al
pecho y finalmente a los labios; necesita aquella devoción, aunque en otros
tiempos se burlaba de ella.
-Apesto, Petronila.
-¿Quiere que le haga el
té de tila? preguntaba ella.
-No te separes de mí,
Petronila, y no me dejes dormir.
Muy poco pudo hacer ella para impedir el
sueño. El agotamiento entorpecía la mente de Onésimo Pimentel, lo vencía
finalmente y se iba internando en sus
recurrentes pesadillas. De pronto la imagen de Agustina Peralejo desapareció y
no volvió más a sus sueños. Sólo le quedó el nombre, que ahora invocaba.
No podía precisar si estaba despierto o
dormido. Las voces de los empleados se confundían con cierto murmullo
ancestral. Sentía que su propia imagen se iba incorporando a un lienzo enorme,
bizantino, donde estaba sus ancestros, conocido o no, pero familiares ahora.
Había en ese lienzo un rumor de voces superpuestas; gemidos y lamentos milenarios.
De pronto empezaba a mover los brazos y las
piernas, con los ojos muy abiertos, como si intentara emerger de un hueco
profundo. Miraba a Petronila con estupor, sin poder pronunciar su nombre. Ella
lo sacudía por los hombros, presa también de terror.
La última vez que habló con la anciana
sirviente fue para decirle, con voz suplicante:
-Quiero ser bueno, Petronila.
-Es demasiado tarde,
pensó Petronila Carrasco. Y cuando estuvo sola susurró mientras se persignaba: está
pagando.
Asunción Macaria no se
sorprendió cuando recibió el mensaje de Petronila Carrasco. Estuvo un rato
mirando el papel entre sus manos y se le unieron las cejas cuando levantó la
mirada hacia el altar. “Tenía que suceder”.
Y se fue hasta la puerta
para llamar a Genaro.
-Vete al pueblo y que
ingresen a tu abuelo en el manicomio, dijo y cerró la puerta con brusquedad.
La anciana entró a la
iglesia sin prisa, apoyándose en un bastón de caoba negra, tan negro como el
velo que cubría su cabeza. Se deslizó entre las filas de bancos sin mirar a los
lados. A su paso fue dejando la fragancia de un perfume francés. Los feligreses
se volvieron con disimulo para mirarla y ella se detuvo ante al altar mayor.
Prendió una vela para ir a colocarla a los pies de Cristo, susurro entonces
algunas palabras que los otros no escucharon, se persignó tres veces, y con las
manos unidas a la altura de la barbilla dijo en voz muy baja:
-He cumplido, Señor.
Dio un giro hacia la derecha haciendo que el
bastón arañara el piso, y con la mirada en alto atravesó la nave para abandonar
la parroquia. Las miradas la siguieron hasta el atrio y ella escuchó el
murmullo a su espalda. Por primera vez, después de cincuenta años de residencia
en el pueblo, se le veía en la iglesia.
Había llegado cuando Colón era apenas un
villorrio de calles empedradas y un puñado de casas que anunciaban el final de
la época colonial. Había un parque con cuatro bancos colocados hacia los
distintos puntos cardinales, algunos comercios y una iglesia estilo neoclásico.
Vino con una maleta, un jabuco colgado al hombro, un paraguas y un cachorro
maltés que le seguía de cerca, metido en su abundante pelambre, jadeante por el
intenso calor de agosto.
Durante muchos años aquella mujer fue un
misterio, pero con el tiempo se acostumbraron a la presencia. Era de una
belleza perfecta, según la apreciación de los hombres. El vestido negro que la
cubría no disminuyó su encanto. Fue aspiración de todos, aunque ninguno logró
arrancarle más que las rutinarias palabras del saludo.
Instalada en casa de enormes ventanales,
casi siempre cerrados, no se le conoció compañía alguna, salvo el perro maltés.
Nunca habló de la familia ni de su procedencia, aun cuando desde el principio
se dio a conocer por su nombre y apellido:
-Acacia Pimentel, para
servirles.
También dijo que era
viuda y que venía de muy lejos. Los colonenses dedujeron que provenía de una
familia pudiente, pues nada le faltó durante los diez años que permaneció
encerrada antes de decidir colocarse como maestra en una escuelita primaria. A
partir de entonces el misterio se tornó respeto, porque Acacia dedicó todo su
tiempo a enseñar con peculiar empeño.
Dictaba la asignatura de Moral y Cívica, a
la que atribuía la base de la buena educación y punto de partida para convertir
al país en nación civilizada.
-Si educamos bien
podremos prescindir del hatajo de ladrones que nos gobiernan, decía a los
padres en las reuniones mensuales.
Los otros apreciaban el
alcance de tales afirmaciones y vieron con asombro como en el aula los niños
iban modificando conductas.
-La buena educación es
garantía de paz y de buen vivir, le decía a sus alumnos y acaso recordaba con
cierto dolor el hogar donde le tocó nacer.
A su salón llegaron
niños de todas las clases sociales y a todos les aplicó las mismas exigencias.
Acacia Pimentel llevó a su escuela a niños de la calle y a los más pobres del
pueblo. Los padres lo agradecieron, porque para
muchos era sueño la
posibilidad de enviar sus hijos a una
buena escuela.
La mujer apetecida, acosada por algunos, y
envidiada por las mujeres, se convirtió en La Maestra. Los viejos decían que
tenía aire de princesa, mientras los jóvenes se arrobaban contemplándola, y las
muchachas se sentían picadas por los celos. Surgieron leyendas en torno a su
identidad; se dijo que había huido de La Habana después de haber asesinado al
marido. Que vino de Santiago de Cuba para pagar una promesa, dijeron otros.
Camagüeyana, afirmaron algunos. Con el tiempo, le dieron las gracias a Dios por
haberla enviado a Colón y dejó de importarles su procedencia.
Ella se desentendió de
comentarios y no cedió ante la curiosidad.
-Me llamo Acacia Pimentel.
Cuando Acacia decidió abandonar el pueblo
natal, hizo tres juramentos: uno para consigo misma, el otro ante el cuerpo sin
vida de Maximiliano Contreras y el tercero frente a la imagen de Cristo. Juró
dejar el pueblo y borrarlo de su memoria como si jamás hubiese existido. A
Maximiliano le prometió no dejarse tocar por otro hombre. A Cristo le ofreció
volver a la iglesia para encender una vela a sus pies el día que Onésimo pagara
su crimen.
-Otra cosa no puedo
hacer padre mío. Fue el asesino, pero me
faltan pruebas y su sangre está en mis venas.
Lo dijo un lejano día, de rodillas ante el
altar de la parroquia, y no volvió a poner nunca más un pie en la iglesia hasta
que cincuenta y dos años después supo que Onésimo había ido a parar a un
manicomio.
Había dado por cumplidos dos de sus
juramentos y esperó el momento de cumplir el tercero, supo que tendría la
oportunidad de hacerlo antes de cerrar sus ojos para siempre y no se
impacientó. Cuando al cabo de aquel tiempo recibió la carta de letras garabateadas,
escritas por la mano añeja y temblorosa de la única persona con quien mantuvo
comunicación en el pueblo natal, supo que había llegado la hora de cumplir la
última promesa. Vio arder el pabilo de la vela que colocó a los pies de Cristo
y sintió un alivio indescriptible. Su papel en la tierra había concluido. Regresó
a casa y se entregó al tiempo.
Después de la muerte de
su madre, abuela quedó aturdida, estaba como ausente y su pensamiento parecía
adormecido. Durante semanas estuve esperando que me transmitiera su
pensamiento, pero no llegó comunicación; ni siquiera una simple orden, una
prohibición.
-Abuela está enferma, le
dije a mamá cuando me visitó el fin de semana. Ella creyó que le estaba
preguntando y me dijo que no.
-Está muy enferma,
aseguré.
En las noches yo estaba atento, para ver si
al menos podía captar sus rezos, pero no lograba escuchar nada. No había dejado
el mínimo resquicio para que entrara mi pensamiento, o para que el suyo entrara
en el mío. Al principio fue incómodo, porque cuando me comunicaba con ella
sentía que estaba al mismo tiempo en el colegio y en casa; sin embargo, fui
sintiendo cierta sensación de autonomía y fue grato. No sabía qué hacer con mi
libertad, pero me gustaba.
Por aquellos días yo
había conocido a la hermana de uno de mis condiscípulos. La veía con
frecuencia, porque venía con la mamá a darle vueltas al hermano. María del
Pilar, sólo recordar su nombre me producía temblores en el cuerpo. De noche, en
lugar de intentar comunicarme con abuela, trataba de imaginarme a María del
Pilar. Sentía sus labios gruesos acariciándome, besándome sin prisa hasta
llegar al cuello. Yo la besaba también y buscaba sus senos redondos y sus
muslos duros y bien formados, que podía adivinar del otro lado de la falda
larga que cubría parte de su cuerpo. Se sacudían mis piernas como si tuviera
fiebre muy alta, pero agradable. Corría al baño para masturbarme, con timidez,
con un miedo horrible a estar pecando, pero incapaz de evitarlo. Encerrado en
el baño de azulejos, gozaba la desnudez imaginada de María del Pilar. Después
me quedaba jadeante, mientras veía el semen abundante sumergirse en la taza del
inodoro. En ese instante me parecía que entraba en otro mundo, y yo era otra persona; ajena, distante. Me iba
a la cama más tranquilo y me ponía a escuchar, buscando el pensamiento de
abuela, pero sólo llegaba a la mente el último gemido “entre las piernas de
María del Pilar”.
La libertad adquirida de
pronto me puso pensar en la fuga, se volvió obsesión; necvesitaba huir a
cualquier lugar donde fuera posible preservar aquella independencia. No quería
dejar de pensar libremente en María del Pilar, no renunciaría a las
masturbaciones nocturnas, no podía permitir que el pensamiento de abuela
volviera a someterme.
Desde que María del Pilar había aparecido y
el pensamiento de abuela estaba ausente, tampoco escuchaba al Pininío. Es
contrario al amor, pensé, y me aferré a ese sentimiento y a la evocación de
aquella muchacha que había llegado para liberarme. Ni en clase dejaba de pensar en sus labios y sus
senos redondos, calculados por mí a través de la blusa bordada que llevaba el
día que la vi por primera vez. Sólo lograba apartarla de mi pensamiento cuando
rezaba en la capilla antes de ir a meterme en la cama. Con la cabeza en la
almohada volvía a imaginar, me metía entre sus brazos y acariciaba los senos
perfectos. Con ese pensamiento me iba hundiendo en un sueño profundo y
placentero, desconocido hasta entonces.
Era imposible renunciar, María del Pilar era
el primer amor y mi liberación del Pininío. El pajarraco había desaparecido,
replegado ante la fuerza virginal de María del Pilar.
Cuando le dije a mamá que quería quedarme los
fines de semana en la escuela, no pudo comprenderlo. Yo quería evitar que la
cercanía volviese a ponerme a merced del pensamiento de abuela. Me preocupaba
que estuviera enferma y abatida, pero todo era insignificante ante el
descubrimiento de la autonomía. No
ignoraba la precariedad de mi nueva situación, porque en cualquier momento
podía entrar el pensamiento de abuela para derrumbar mi conquista. De sólo
pensarlo me sentía disminuido, indefenso. Ella y su pensamiento eran Dios
infalible; ella y el Pininío eran la muerte, el terror y la entrada inmediata a
ese mundo impenetrable, donde no estaban ni estarían nunca María del Pilar, ni
las masturbaciones nocturnas.
Tampoco quise irme a casa del abuelo
Belisario para no provocar la ira de abuela. Estaba en la cuerda floja: pensaba
en la fuga, pero sabía que el pensamiento de abuela llegaba a todas partes.
¿Habría un lugar posible? ¿Algún sitio, alguna manera de distanciarme para
siempre de ella y del Pininío? La única salida era el tiempo, un tiempo que no
era mío, sino de ella, el tiempo de su letargo, a no ser que Dios hubiera
decidido darme la libertad. Me fui a la capilla y de hinojos imploré:
-Señor, si has permitido
que conozca la libertad no permitas que me sea arrebatada, porque sólo se puede
vivir sin ella cuando se desconoce…
-Se acerca el final,
Virgen mía murmuró Asunción Macaria. Sé que pronto llegarán con la noticia y su
sangre manchará la tierra y será pasto de las hormigas y luego polvo bajo las
botas de los caminantes y recuerdo que se irá esfumando en la mente de quienes
le amamos. A nadie le importará la ilusión con que lo llevé en mi vientre ni
los proyectos acariciados mientras esperaba que sus piernas se hicieran fuertes
y orientaran sus pasos. Por él quise a
su padre, un hombre que me fue indiferente hasta el día que lo sembró en mis entrañas.
Sólo tú, Virgen amada, sabes cuánto amor entró a mi corazón mientras esperaba
su primer llanto. Saben la devoción con que lo llevé a la casa de Dios con la
esperanza de que tomaría el camino de la fe.
Cada día se acerca al fuego, al designio
fatal, que desde tiempos remotos cayó sobre la familia. Sé que somos parte de
una cuerda que se quiebra ineludiblemente. Satanás nos asesta golpe tras golpe
y estoy cansada. No reclames fortaleza para un espíritu vencido. La sangre que
brotará del rostro de mi hijo es sangre de mis entrañas. Sé que de nada valen
mis ruego, de nada han valido para detener la catástrofe, ya percibo el
torrente de su sangre inundando la tierra, tiñendo la hierba donde caerá su
cuerpo y con él caerá esta larga carrera de adoración, de vehemente entrega a
tu imagen divina. Eres diosa, reina y madre fecunda, sabes mi desgarramiento y
no escuchaste los ruegos. Te perdono y sé
que no me perdonarás, al hacerlo sé que también me estoy perdonando yo
misma. Mi indulgencia puede que esté más allá de la fe, puede que sea el último
intento por ganar el cielo, ya que la tierra no fue indulgente conmigo.
Siento el olor de su sangre mezclada con la
pólvora pestilente; invade mis sueños y me deja sin fuerzas, ni siquiera para
rectificar este camino de guerra en que me situaste. Lo que antes no pasaba por
mi mente hoy está en mi conciencia. Ya no sé donde comienza o termina mi razón,
no sé qué cosa depende de mi voluntad y qué de Satanás. Estoy sintiendo que mis
pasos siguen el camino tortuoso que un día se abrió bajo los pies de algún
antepasado pecador, y con torpeza llevo esta carga maldita; cubro el tramo de
esta carrera que es mi tiempo y mi espacio, sin que aparezca la mano que
arranque de la mía la llama que llegará a la meta, donde habrá de extinguirse
la estirpe de los Pimentel. Sólo me queda, Señora de los cielos, una petición;
acorta este tiempo para que mi cuerpo descanse y mi conciencia se vuelva
transparencia, espacio, luz o sombra y luego olvido.
Te defraudo cuando me defraudo a mí misma. Mi
nacimiento el ocho de septiembre presuponía no sólo mi alta devoción, también
una existencia coherente con las virtudes que te adornan, que son el amor, la
fecundidad y transparencia. Quise vivir a tu imagen y semejanza, pero no logré
vencer al diablo. Yo te he perdonado, perdóname tú, por no ser la hubiera
querido.
Genaro Funcia nunca
creyó del todo la profecía de la gitana checa, pero le sobraban razones para no
dudar de la capacidad premonitoria de su madre. Por eso, el día que hizo
contacto nuevamente con los revolucionarios, sospechó que se iniciaba el último
ciclo de su existencia. Pero no vaciló. Se negó a vivir atado a las
supersticiones, porque era un modo absurdo de limitar la libertad y sospechaba
que era a lo único que el hombre no debía renunciar. Durante su estancia en
Cosamaloapan, alguien le había hablado del karma y le pareció interesante la
tesis de ir mejorando con las acciones de hoy
una posible existencia posterior, como si sus actos fueran una especie
de cuenta de ahorro. Tales razonamientos le dieron cierta tranquilidad, no
obstante, ahora, cuando sospechaba que se acercaba el final, comprendió que lo
único malo de la muerte era la ausencia de los vivos.
Floriselda Alquízar lo vio poner la pistola
debajo de la camisa y no trató de persuadirlo para que abandonara la idea de
unirse a los insurrectos; lo conocía suficiente y se limitó a decir:
-Cuídate, hazlo por
nosotros.
Y dio la espalda para no
enseñar la flaqueza.
-Lo prometo, dijo con
seguridad, porque no era cosa de regalar la vida.
-Aunque te cueste trabajo,
ocúpate de mamá, le pidió a Floriselda. Y añadió después de besarla en los
párpados: hubiera querido hacerte más feliz. Y se alejó para evitar respuesta.
Floriselda lo vio alejarse desde la ventana,
montando su caballo negro. Cuando desapareció en la distancia, fue hasta la
habitación de Asunción Macaria para pedirle que rezara por él. La suegra la
recibió con una tranquilidad que sólo era aparente; en ese instante un caldo
amarga le subió del estomago a la garganta.
-Haga algo para que no
lo maten, suplicó Floriselda.
Asunción Macaria miró a
través de la ventana entre abierta y luego hacia el altar. Floriselda fue a
insistir, pero ella la detuvo y le indicó con un gesto que la dejara sola.
Cuando la otra abandonó la habitación, se dejó caer de rodillas delante del
altar
-No soy Dios, respondió
a la nueva, aunque ya no estaba en la habitación.
Y no se incorporó durante las cuatro horas
siguientes.
Asunción Macaria sintió
tropel de caballos y vuelo de palomas, después una voz, un gritó, eco que no venía del exterior. Vio a través
de la ventana que el cielo se nublaba súbitamente. E1 viento arremetió contra
las paredes y se escuchó un trueno; un solo trueno. Afuera los animales
lloraron; cacarearon las gallinas y los cerdos chillaron espantados. Ella
percibió el olor a pólvora y sangre fresca. Recordó el día que Genaro se cortó
un pie en el juego de pelota y a su olfato llegó mismo olor. Necesitó apoyarse
en la cabecera de la cama para no ir al piso.
-Virgen mía, exclamó, y
se tapó la cara con las manos.
Floriselda Alquízar
apareció en la puerta con el rostro desencajado.
-La tarde se ha puesto fea,
dijo.
Asunción Macaria
respondió sin quitar las manos del rostro.
-El diablo oculta las
cosas buenas y anuncia las desgracias.
-¿Qué quiere decir?
-Ve a tu habitación y
espera.
A Floriselda le tintinearon las mandíbulas.
Corrió por el pasillo llorando, tambaleándose, como si hubiera recibido un balazo.
Cuando el mensajero llegó con la noticia, en
el altar ardía una vela delante de la foto de Genaro.
-¿Por dónde le entró la
bala? preguntó Asunción Macaria, sólo para confirmar.
E1 emisario dudó un
instante antes de murmurar:
-Encima de la boca,
señora, cayó en una emboscada.
-Iré por él.
-Es muy arriesgado, dijo
el emisario porque no encontró otra cosa que decir.
-Es mi asunto.
E1 rebelde secó el sudor
de la frente y se alejó con su escopeta de dos cañones colgando del hombro.
Lo velaron durante
veinte horas, tiempo que permaneció Asunción Macaria sentada en un rincón, con
las cejas unidas y los ojos entrecerrados. No habló ni lloró ni comió, nadie le
escuchó una lamentación. Justo cuando habían pasado veinte horas levantó su
cabeza para mirar el reloj de pared y se incorporó para ir junto al féretro. Miró con ternura el
rostro acerado del hijo, como lo había hecho cuando lo trajo al mundo. En esta
ocasión tampoco brotaron lágrimas de sus ojos ni se lamentó, apenas pudo
notarse un ligero temblor de los labios. De regreso al sillón, donde había
permanecido veinte horas, se le oyó decir:
-Que se lo lleven.
Con el rostro envuelto
en una toalla empapada por las lágrimas, Floriselda empezó a gemir. Edgardo,
quien se había hundido hasta las cejas un sombrero de paño que fuera de su
padre, lo haló por los lados hasta dejar oculto el rostro. Casi a rumbo se
acercó al féretro, levantó el sombrero e
hizo una mueca cuando vio el rostro amarillento de Genaro. Luchó contra
una lágrima que insistía en salir, se persignó con desgano, vio entonces el
brazalete que llevaba el padre, y cuando leyó: julio, recordó que el día
anterior había sido justamente treinta de julio. En silencio maldijo al Pininío
y fue corriendo a meterse en su cuarto.
Mientras se producía el entierro, escoltado
por una compañía de insurrectos, las campanadas de la iglesia repiquetearon a
muerte. El viento levantó el polvo de las calles y el cielo se puso plomizo.
Unos minutos más tarde comenzó a llover y se hizo de noche a media tarde. Con
la rapidez con que llegó, la lluvia dejó de caer y el sol volvió a enseñar una luz rojiza en el horizonte. El viento se
detuvo y los árboles escondieron sus hojas en la semioscuridad. Los animales doblaron
sus patas y se dejaron caer en el pastizal. Las aves buscaron refugio, cerraron
el pico, ladearon sus cabezas para mirar al poniente y dejaron que sus párpados
se unieran. Asunción Macaria cayó de rodillas ante el altar.
A la mañana siguiente, Belisario
Alquízar fue por su hija y el nieto.
-Será mejor que pases un
tiempo en casa, de paso estarás más cerca de Edgardo.
-No puedo dejarla sola,
dijo Floriselda y limpió con el dorso de una mano los ojos inflamados.
-Si quiere puede venir
también, propuso el padre.
Floriselda dejó ver una
sonrisa a medias y levantó los hombros.
-No lo hará.
Belisario Alquízar se fue hasta la
habitación de Asunción Macaria, aunque estaba consternado quiso darle ánimo.
Asunción Macaria estaba de rodillas delante del altar, inmóvil, como si la
hubiesen petrificado. Tenía las manos unidas a la altura de la barbilla y la
mirada perdida en algún punto del valle donde pastaban las ovejas de Jesús. A
Belisario le pareció haber entrado a algún escenario celestial y temió interrumpirla.
Nunca la había visto detenidamente, ni siquiera el día de la boda de los hijos,
pero ahora la recordó adolescente, y constató que siempre hubo en aquella mujer
una belleza rara, que el tiempo no había borrado del todo. Movido por alguna
emoción inexplicable le habló con ternura:
-Doña Asunción, disculpe
que la interrumpa.
Ella no lo dejó
terminar:
-Llévesela con usted, su
razón de estar en esta casa ya no existe.
Él no pudo comprender,
pero intentó reponerse, limpió la garganta antes de seguir y se acercó unos
pasos.
-No señora, ella no
quiere dejarla sola.
-He dicho que se la
lleve.
Le habló sin volverse,
sin enseñar el rostro y sin la menor intención de ceder.
-En todo caso será por
unos días, argumento el hombre, hasta que se recupere un poco.
-Que sea para siempre,
dijo categóricamente.
Belisario no supo que
decir, permaneció un rato en silencio, muy cerca de ella. Cuando logró serenarse habló como si lo hiciera consigo
mismo:
-Yo también estoy muy
triste, quise a Genaro como a un hijo, como al hijo que no tuve.
-Nada de eso sirve
ahora.
Belisario volvió a quedar en silencio. Las
palabras de Asunción Macaria le parecieron brutales, agresivas sin que hubiera
alguna razón, pero intentó hacer lo contrario.
-¿Por qué no viene usted
también a casa?
El rostro de Asunción
Macaria enrojeció súbitamente.
-Oiga bien, señor Alquízar,
no quiero escuchar disparates.
Él se sintió
desconcertado y se despidió con torpeza. Caminó despacio hacia la puerta
estrujándose la barbilla y sacudiendo la cabeza como si espantara moscas.
-Si algo necesita, por
favor, mande por mí sin pena, dijo desde la puerta.
Asunción Macaria escuchó
como los pasos del otro de alejaban y sintió unos deseos enormes de echarse a
llorar. Supo entonces que aún seguía amando a Belisario Alquízar.
Floriselda fue a despedirse de la suegra, pero
Asunción Macaria no respondió a sus palabras ni levantó la cabeza para mirarla.
La vela que iluminaba la imagen de Genaro acababa de apagarse y Floriselda se
acercó para prenderla de nuevo. Vio finalmente la efigie de su marido
confundida ahora entre los santos y se le escapó un susurro:
-Ha sido una injusticia
de Dios.
Abandonó la habitación
sin sospechar que nunca más sus pies volverían a pisar el suelo de aquella
casa.
E1 día siete de
septiembre entró por última vez el pensamiento de abuela a mi cabeza. Primero
sentí sus pasos, como yendo de un lado al otro del cuarto, después hasta la
cocina, se detuvo a la entrada de cada habitación. Regresó junto al altar y
murmuró algo ante La Virgen, pero no pude entender sus palabras. Entonces se
sentó en el borde de la cama y desde allí empezó a hablarme.
-Una familia es como una
especie de plantas o animales; puede que esa especie viva muchos años, siglos,
quizá, porque unos sustituyen a los otros. Donde hubo un árbol frondoso, mañana
hay una plantita pequeña que con el tiempo vuelve a ser el mismo árbol enorme.
De manera que el que ha muerto no muere en realidad. Sólo que a ratos, una
especie empieza a extinguirse, porque algún mal fatídico le pone fin a su
existencia y no le deja posibilidad de reponerse. Eso ha sucedido con nuestra
familia: un enorme árbol que de pronto se ha ido secando; hundiéndose en la
nada. Pronto tú serás el último eslabón de esta cadena, de este árbol que nació
sabe Dios cuándo y para cumplir quién sabe qué misión. Tal vez para pecar y
pagar las culpas de algún antepasado que no conocimos ni elegimos. Me gustaría
poder decirte que eres el elegido para el último tramo de esta marcha que nos
lleva al precipicio, pero la Santísima ha enmudecido, ya no escucha mis ruegos
e inhibe mis facultades. Probablemente se ha cumplido mí tiempo y ya no me
percibe.
Me gustaría saber que le darás continuidad a
nuestra estirpe, nada me gustaría tanto como saber que tienes la oportunidad de
prolongar la existencia de esta especie que somos. Me iría tranquila si tuviera
la seguridad que en mi se acaba la
maldición y empieza para ti un nuevo episodio. He pedido a La Virgen para que conmigo
se vaya también el Pininío llevando todos los pecados que nos hicieron padecer.
Hizo silencio y me dejó una molesta
sensación de vacío. Durante el tiempo que estuvo sin decir sentí un alivio
inmenso, un sentimiento de libertad irrenunciable, pero ahora no soportaba la
idea de perderla y grité:
-No me deje solo.
-La soledad es
inevitable, hijo. Aunque no debes preocuparte, no me escucharás como antes,
pero estaré contigo, porque mi pasado y el tuyo están en tu presente. No
escucharás mis palabras tal vez, pero estarán en tu conciencia, hasta el fin de
tus días.
Y se hundió en el
silencio.
-No abuela, pero ella no
respondió.
Le pedí a mamá que me
acompañara a la finca para hablarle de frente, y fue entonces que entró su
pensamiento por última vez:
-No lo hagas, muchacho,
quédate tranquilo y reza por mí. No intentes venir a casa.
Me quedó en la cabeza un
murmullo indescifrable, como huellas de palabras dichas, restos de
conversaciones sucedidas alguna vez, en algún lugar, en un tiempo imprecisable.
En la noche el Pininío entró en mi sueño; vino de pájaro y hombre y luego
fue pájaro y bruja, y más tarde pájaro y
perro flaco. Anduvo volando encima del techo, correteó y aulló en los jardines
tapiados y gritaba como animal herido. Cuando desperté se había convertido en
insecto y huyó de la luz para ir a la boca del infierno
Asunción Macaria abrió
el escaparate y de su interior salió una enorme mariposa negra; la misma que
había entrado a la casa el día que enterró
a Genaro. Voló hacia el altar y se posó a la diestra de La Virgen. Se
levantó sobre sus patas largas y luego se encogió poquito a poco, como si
guardara las antenas debajo de las alas.
Ella se persignó y se le
nublaron los ojos cuando miró el retrato del hijo iluminado por la luz
mortecina de una vela, muy cerca del sitio donde había ido a posarse la
mariposa. Más de una hora permaneció inmóvil, apoyada en la puerta del
escaparate y con la mirada fija en el insecto. Al cabo, sin prisa, comenzó a
colocar sobre la cama los vestidos que prefirió toda la vida, cinco en total.
Algunos no fueron tocados durante los últimos treinta años. Olían a tiempo y
recuerdos. Sacó de una gaveta las batas que había usado cuando nacieron Genaro
y Lila.
Se reclinó sobre la cama
y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Cerca de tres horas permaneció en
aquella posición, contemplando la ropa y el pasado. Cada botón, cada encaje,
cada vuelo le evocaba momentos vividos, circunstancias de su existencia.
-Mis mejores momentos,
si es que los hubo, pensó y le afloró una sonrisa a medias.
Lentamente, como quien ejecuta un rito
sagrado, Asunción Macaria se despojó de la ropa que vestía, en el espejo del
escaparate contempló su cuerpo desnudo; a pesar de los años las carnes
mantenían cierta firmeza, no le pareció mal el estado de sus senos. Acaso por
primera vez desde la adolescencia, miró con atención la negrura de entrepiernas
y las nalgas que no habían perdido del todo la consistencia. Involuntariamente
volvió a pensar en Belisario Alquízar y fue poniéndose aquellas piezas que
había sacado del escaparate, unas encima de las otras. Por último vistió las
batas con que había ido a los partos de Genaro y Lila. Calzó los zapatos con
que, muchos años atrás se había fugado con Wilfredo Funcia. El espejo le
devolvió una imagen joven y vieja al mismo tiempo. Vio en su rostro todas las
edades; niña, adolescente, adulta y vieja a la vez. Miró detenidamente la bata
con que había esperado el nacimiento de Genaro y percibió una sensación fugaz
de alegría, pero enseguida sintió miedo,
un miedo enorme que se fue convirtiendo nostalgia. Los recuerdos se agolparon
en la cabeza y el espejo también le devolvió su imagen interior; se vio por
dentro y exclamó espantada:
-¿Qué ha sido de mí?
Escuchó voces, pasos,
regaños, gritos de Onésimo Pimentel, rezos de Agustina Peralejo, protestas e
ironías de Benjamín, el gorjeo de Genaro y la vocecita de Lila pidiendo su
alimento; escuchó el llanto de Edgardo cuando llegó al mundo y le invadió
una desconocida sensación de candor. Oyó
susurros que no pudo identificar, probablemente de siglos y milenios, y supo
que los ancestros tocaban sus oídos. Escuchó pisadas de un caballo sobre la
calle empedrada y el corazón aceleró su ritmo. Vio en el espejo la sombra viril
de Belisario Alquízar sobre su cabalgadura. Levantó la mirada para ver su rostro y encontró un
enorme parecido con La Virgen.
Pensó que estaba siendo parte de la Santísima,
lo dijo, lo susurró mientras peinaba el pelo virginal.
Volvió a la cama y quedó
quieta, con la mirada perdida en algún punto del altar. La mariposa alzó vuelo
y vino a posarse sobre la bata que tantas veces viera sacudirse cuando Genaro
buscaba acomodo en lo hondo de su vientre. No se movió hasta que el insecto
volvió a emprender vuelo para ir nuevamente a la diestra de La Santísima.
Empezaban a caer sobre la casona las primeras
sombras de la noche cuando Asunción Macaria fue hasta la cocina y regresó con
una lata de alcohol.
-Perdón, Virgen mía,
murmuró delante del altar, hubiera querido esperar pacientemente a que Dios
arrancara el último latido de mi corazón, pero me faltan fuerzas y mi cabeza ha
empezado a fallar. No soy la mujer que fui y no tengo capacidad para soportar
la impotencia, ni admito otra dependencia que la que me impusiste. He soportado
las embestidas del diablo. Perdí a mis hijos sin que de nada valieran mis
súplicas y mi devoción. Tuve que admitir el vínculo familiar con los Alquízar.
Mi nieto que es hijo de mi hijo, y por tanto doblemente hijo, lleva el apellido
del hombre que apareció en mi camino para que le amara en silencio toda la vida
y confundiera ese amor con odio. Por él envejecí mucho antes de que la vejez
tocara mi cuerpo. Por él, todo fue confusión. La persona que más he amado,
lleva los apellidos Funcia Alquízar, y no Alquízar Pimentel, los apellidos que
hubiese querido para mis hijos. Concédeme entonces el perdón. Te doy mi vida
como ofrenda final y no lo hago por debilidad, tal vez sí por cansancio. He
elegido este día, porque es tu día y mi día; ocho de septiembre miles de velas
se prenderán a tus pies e iluminaran el camino. Subiré hasta ti en esa llama
multiplicada y no habrá sombra que haga imperceptible nuestro encuentro
definitivo. Ocho de septiembre me diste la vida y ocho de septiembre te la
devuelvo. Propicia mi asunción, Señora, que será como tu otra asunción.
Arrastrando los pies fue hasta el escaparate
y regresó con dos velas que colocó delante de La Virgen. Susurró una oración
mientras las prendía y enseñó una sonrisa antigua. Se dejó caer lentamente
sobre la cama, acarició con la punta de los dedos la bata de maternidad que
llevaba puesta y cerró los ojos. Con la mano derecha levantó la lata de alcohol
y fue regando el líquido sobre su cuerpo, cuidadosamente, para que no quedaran
sitios sin humedad. Sintió la frialdad del alcohol calando los huesos,
atravesando ropa y piel. Entonces tomó prestada una vela del altar.
-Voy hacia ti, dijo.
En aquel instante,
Edgardo Funcia despertó sobresaltado, soñó que una enorme bola de fuego que salía
por la puerta principal y le daba vueltas a la casona. Los peones la vieron
también a distancia y corrieron. Desde las llamas, Asunción Macaria acertó a
dar la última orden:
-Que nadie se acerque.
Y se desplomó justo
cuando enfiló sus pasos en dirección a la propiedad de los Alquízar.
Un peón alcanzó a ver la
mariposa que salió por una ventana, revoloteó encima de los restos chamuscados
y se alejó sobrevolando el tejado, más allá del ramaje amarillento de la ceiba
grande.
La noche del ocho de
septiembre, Belisario Alquízar tuvo pesadillas que no lo dejaron descansar.
Despertó en la madrugada con la extraña sensación de que salía del sueño
dividido en dos mitades. Mientras una parte dormitaba todavía, perturbada por
los ronquidos infernales de Filomena, la otra deambulaba entre la niebla, en
busca de una mujer que también venía a su encuentro. Fue una búsqueda
placentera y al mismo tiempo agobiante, porque no lograban encontrarse, ambos
caminaban sobre un suelo movedizo, que no permitía acortar distancia, pero
había algo de felicidad entrañable en todo aquello. Tuvo la certeza de que en
esa silueta había una dimensión que lo impulsó toda la vida. Era lo esperado,
lo intuido durante muchos años, la razón por la que nunca encontró felicidad al
lado de Filomena.
Serían aproximadamente
las cuatro de la mañana cuando se tiró de la cama y fue hasta el baño para
echarse un poco de agua en la cabeza. Sentía que una parte suya seguía entre la
niebla. Caminó hasta la cocina para hacer un café y se sentó a saborearlo. No
logró deshacerse de la sensación angustiosa
y placentera que tuvo durante el sueño. Se siguió sintiendo presente y
ausente al mismo tiempo y que era joven
y viejo a la vez.
Desde la adolescencia tuvo la percepción de
que le faltaba algo esencial, había una especie de vacío que no lograba llenar.
Ahora tenía la certeza de que aquella mujer, aquella silueta era justamente esa
ausencia.
Le ardía la piel como si hubiese estado
vistiendo ropa estrecha. Buscó más café y salió al portal. Un gallo cantó y los
otros le respondieron. Creyó oír con claridad el contenido de aquel diálogo de las aves. Nunca olvidó la
traducción que el abuelo le hiciera del canto matutino de los gallos. Aguzó el
oído y volvió a escuchar.
- Cristo nació, dijo el
gallo colorado desde el patio de su casa.
- ¿Dónde nació?
respondieron los otros.
- En Belén.
- Vamos a verlo.
- No es menester, dijo
finalmente el colorado.
Belisario Alquízar
sacudió la cabeza tratando de deshacerse de aquel estado de confusión y sonrió,
acaso por la ocurrencia del abuelo. Los gorriones empezaron a piar en el patio
recibiendo lo claros del día. Él sintió que hacían un ruido infernal. Vio la
claridad del sol empezando a despuntar por encima de los tejados y recostó la
cabeza en el marco de la puerta. No pudo precisar si sus ojos se cerraron un
instante o permanecieron abiertos, pero dio un salto hacia delante cuando el
ala de una mariposa le golpeó el rostro, en el mismo instante en que una voz
femenina susurró a sus oídos alguna palabra que no entendió.
Tuvo unos deseos de llorar, pero se contuvo.
Caminó despacio de un lado al otro de la casa y luego salió al patio trasero.
Se sintió desdichado y solo, como si de pronto la humanidad hubiese dejado de
existir. Como cada mañana, quiso correr para estirar las piernas y poner los
músculos en función, pero no pudo. Las piernas estaban rígidas y la respiración
se le hizo repentinamente difícil. El hombre saludable y dinámico que había
sido, pareció esfumarse; no podía flexionar las rodillas ni levantar los brazos
por encima de la cabeza. Vio con espanto como el pecho se le hundía, los
hombros tendían a unírseles y la espalda se encorvaba sin que pudiera evitarlo.
Instintivamente se llevó las manos a las orejas y descubrió unos pelos duros
como alambres. Arrastrando los pies caminó de regreso a casa y entro al baño,
temeroso de encontrarse ante el espejo. Permaneció un rato con los ojos
cerrados hasta que consiguió valor para encontrarse consigo mismo. Mirándole de
frente vio un hombre viejo, un anciano de ojos nimbados por las cataratas y la
piel apergaminada y mustia.
-¡Santo Dios!, acertó a
murmurar.
La muerte de Asunción
Macaria dejó una sensación de destrozo en Edgardo Funcia, no encontraba
sosiego, pensó que la abuela se había
llevado con ella y para siempre su capacidad de vivir. Durante una semana no
hizo otra cosa que pensar en Asunción Macaria e intentar recibir alguna señal
suya, emitida desde algún lugar del universo, mas no ocurrió. Sin transición,
al cabo de esos días empezó a percibió una rara calma interior, alivio
semejante al que sintiera cuando la abuela, angustiada por la muerte de
Agustina se había distanciado de él.
Fue cuando conoció a María del Pilar, y el
recogimiento de Asunción Macaria le había sido propicio para que la pasión por
la muchacha creciera. Súbitamente empezó a sentir la misma quietud, sólo que ya
no estaba María del Pilar para cubrir sus expectativas; se había ido a vivir a La Habana con sus padres y le
dejó la nostalgia del primer amor.
La soledad se fue disipando con los días. La
extrañaba, pero no dejaba de ser agradable volver a ser libre y pensar por sí
mismo, sin que nadie le espiara las ideas. Por aquellos días pensó en el padre
y lo embargó cierto sentimiento de culpa, una culpa indirecta, tal vez, pero
desagradable, porque todavía los asesinos de Genaro estaban impunes.
Sabía que la política no era su vocación,
pero cada vez se fue metiendo en su conciencia la necesidad de hacerle justicia
al padre. Lo meditó durante semanas y llegó a la conclusión de que algo habría
de hacer, aunque la acción fuese contraria a su naturaleza.
Por mediación de la izquierda estudiantil
llegó hasta los insurrectos e intentó ocupar el lugar que un día dejó
inconcluso Genaro. Recibió entrenamiento, se vinculó cuanto pudo con el
movimiento revolucionario en armas, pero no tardó en descubrir que el concepto
de vida y muerte, para él, pertenecía al mundo de la mística; se encontraba en
la frontera entre lo real y lo irreal, y ahora, el lenguaje de las armas tenía
una dimensión concreta y diferente. Aceptó que su personalidad poco tenía que
ver con la del padre y decidió retirarse a tiempo de sus aspiraciones épicas.
Antes de decidir alejarse del movimiento con
que se había vinculado fue a la iglesia
para pedirle consejo al párroco. E1 cura lo escuchó en silencio y cuando fue su
turno le habló despacio, con sus manos enormes apoyadas en los hombros de
Edgardo y sin dejar de ofrecerle una sonrisa casi imperceptible.
-Hijo, no somos rebaño,
Dios nos hizo diferentes para que tomemos el camino que nos corresponde, si elegimos
el equivocado el precio suele ser alto. Tu padre eligió el suyo, pero el tuyo
es otro.
Edgardo se fue al altar mayor y se inclinó
ante la imagen de Cristo para pedirle paz para el alma de Genaro.
Una
mañana, mientras veía entrar la claridad por el resquicio entre la pared y el
tejado, sintió el aleteo del Pininío que huía a su escondite. Inmóvil sobre la
cama percibió que su mirada estaba como clavada en las cornisas barnizadas.
Quiso moverse y no pudo, tampoco pudo hablar ni sabía a ciencia cierta si
estaba en el colegio, en la casa de la finca o en casa del abuelo Belisario.
Tomó aire y volvió a intentar mover las piernas y no lo consiguió. Escuchó un
susurro al oído, unas palabras que no entendió, aunque pudo distinguir la voz
inconfundible de Asunción Macaria. Cuando logró reponerse tuvo la sensación de
que había estado en terreno de los
muertos y la certeza de que la abuela había intentado comunicarse con él.
No aceptó la idea de revivir aquel capítulo
sombrío que había marcado su vida desde la infancia, en medio de la bruma del
duermevela, pensó que debía buscar un camino, una salida para seguir viviendo
alejado de lo que había sido su vida hasta entonces y se dijo que tenía que
huir.
Aferrado a aquella idea
lo comunicó a la madre:
-Me llevaré sólo lo
imprescindible. Necesito olvidarme quién fui y quién soy. Quiero inventar un
Edgardo Funcia que no tenga que ver conmigo, mamá.
Apesadumbrada, pero incapaz de oponerse,
Floriselda Alquízar afirmó con la cabeza y se limitó a susurrar:
-Me gustaría
acompañarte, pero sería un estorbo.
Edgardo la tomó de las
manos y la besó.
Floriselda dejó escapar un sollozo y dijo que
se sentía culpable.
-Si hay algún culpable
es Dios, dijo Edgardo y se persignó con desgano.
Después del
envejecimiento repentino, Belisario Alquízar recuperó la vitalidad y conservó
la lucidez y la bondad acostumbrada. Sin ninguna objeción aprobó el proyecto del nieto y puso
suficiente dinero en su bolsa para que viviera sin privaciones. Dos días más
tarde, Edgardo partió sin equipaje rumbo a la
capital.
Abuela y el Pininío
vinieron conmigo hasta La
Habana; iban en el tren. Desde que me acomodé en el asiento
me entró una incontrolable somnolencia que me pegó la cabeza a la ventanilla.
Soñé que soñaba y en ese sueño que estaba dentro del sueño, abuela caminaba
despacio entre las hileras de asientos. Estaba vestida con el uniforme
gris-azul del conductor, por debajo de la gorra podía verse el pelo recogido
detrás de la nuca. Venía muy despacio y sus manos transparentes y delgadas,
como patas de araña, se agarraban de los asientos. E1 ruido de la locomotora se
confundía con su respiración. El Pininío golpeó con sus alas en los cristales,
en el mismo sitio donde estaba mi cabeza, entreabrí los ojos para que se fuera,
pero volví a cerrarlos y el aleteo del Pininío se convirtió en oleaje y el agua
venía hasta mis pies y se retiraba; volvía de la tierra al mar sobre la arena blanca
y me dejaba una agradable quietud. La respiración de abuela se alejaba también
entre las olas y el traqueteo de los coches sobre los rieles era golpe de agua
sobre los arrecifes. Papá y mamá me llevaban de la mano sobre la arena
blanquísima y húmeda; caminamos entre la gente que se asoleaban tendidos en el
límite entre las aguas y la arena. Papá dijo que ahorita tenemos que irnos,
para que no se haga de noche en el camino.
-Pero si nunca venimos
al mar, protestó mamá.
Yo quería que ella
siguiera protestando. Papá dijo que los caminos están malos para andar de
noche.
Y mamá que le gustaría
que viniéramos a vivir a la costa. Mira lo feliz que es el niño cuando viene a
la playa.
Y parece que ella me
sacaba esas ideas de la cabeza, porque era justamente lo que yo estaba
pensando.
Que para ella el mar era
la civilización, siguió diciendo, que en tierra adentro una se siente como
metida eternamente en un baúl. En el mar
pareciera que el mundo está a los pies, como si la distancia y las cosas malas
no existieran.
De pronto yo estaba vivo y muerto al mismo
tiempo. Ni despierto ni dormido, escuchaba el pito de la locomotora y sabía que
iba para La Habana, pero el pitazo agudo se iba transformando y era el aullido
del Pininío cuando venía de pájaro y perro flaco. Abuela susurraba entonces a
mi oído:
“Aparta animal al feroz
que antes de nacer tú nació el niño Dios”.
Medio despierto y medio
soñando salí a caminar entre las hileras de asientos y vi ancianos cabeceando y
niños dormidos, cayéndose de las piernas de sus madres, que también dormían. Me
gusta el vaivén del tren cuando se impulsa. Y sin saber cuando volví a mi
asiento y golpeé con la cabeza en el cristal de la ventanilla. De nuevo abuela
apareció al final del coche y me miró con los ojos entrecerrados, se levantó la
gorra de conductor hasta el centro de la cara y vi las arrugas de su frente.
Sonrió con la sonrisa del Pininío, la misma que le robó a Quilla el moro.
“Aparta animal feroz que
antes de nacer tú nació el niño Dios”.
Y levantó su mano
derecha, que ya no era la suya, sino la de mamá detrás de la portezuela del
tren. Mamá con su velo negro diciéndome adiós con los ojos nublados por las
lágrimas.
-Busca un departamento a
la orilla del mar.
- Sí, mamá.
-Un golpe de aire de mar
es vida.
Voy de la mano de papá,
hundiendo los pies en la arena y el miedo desaparece.
-Las olas tienen olor a
casa nueva, a gente nueva, a mundos nuevos, dice mamá.
En el mar no existen las
noches feas, pienso, y papá ha entendido lo que estoy pensando, porque me mira,
sonríe y dice que a lo mejor un día de estos venimos a vivir a la costa.
Las noches en el mar son
como la noche buena, con arbolitos de navidad y muchas luces de colores, y uno
sabe que después será Pascua y luego vendrá el año Nuevo y el Día de Reyes, y
Melchor, Gaspar y Baltasar estarán mirando por un huequito del cielo para ver
como los niños se duermen y despiertan con juguetes nuevos.
Fuera de la costa está
el Pininío, que ahora va encaramado encima de los coches para que no le den las
luces de adentro. A ratos aletea y hace vibrar al tren y se oye el rechinar de
las ruedas sobre los rieles. Luego se queda quieto y vuelve el ruido acompañado
del oleaje y los pies de papá y mamá se hunden en la arena y el agua en su
vaivén va borrando mis huellas y mi pelo se vuelve un remolino salitroso.
-Ahora sí vamos a tener
que irnos, dice papá, está cayendo la noche.
Un ratito más, un nuevo
chapuzón para el niño y la cabeza de papá se mueve aceptando y sonríe. No será
la niña la que quiere un capuzón. “También”, dice mamá y corre para meterse al
agua Se oye su carcajada, la que nunca se la ha oído en la finca y levanta el
pelo para que el viento se lo lleve a jugar.
Papá nos toma de la mano y mientras nos
alejamos, el diablo y sus fantasmas empiezan a salir de su escondite y se meten
entre las hojas de los árboles. Se escucha el aullido de los perros anunciando
que el demonio anda entre las sombras. Las ramas se mueven aunque no haya
viento. Yo busco al Pininío en la copa de los árboles, puede que esté en uno de
aquellos o en todas partes, pero no logro distinguirlo. Oigo el susurro de
abuela pegado a mi oído:
-Todavía estás muy cerca
de la costa, nunca lo verás por esos lugares, nunca se acercará porque traes el
mar pegado a la tu piel.
Miro hacia atrás y ya no
veo ni sombra de la playa.
E1 tren se zarandea y mi cabeza arremete
contra el cristal.
-¿Se ha golpeado?
pregunta alguien que se ha sentando a mi lado y en todo caso muevo la cabeza
negando. No sé si es hombre o mujer quien me habla, pero veo que prende un
cigarro y en la semioscuridad la llamita se vuelve pequeña y distante, hasta
convertirse en el agujero por donde Melchor, Gaspar y Baltasar miran a los
niños correteando con los juguetes.
Abuela viene de nuevo tambaleándose entre los
asientos y enseña su sonrisa de Pininío y de Quilla el moro, pero su voz no es la misma.
-Entramos a La Habana.
Las ruedas rechinan
contra los rieles y se escucha el pito quejumbroso de la locomotora anunciando
el arribo a la estación. El sol me da en los ojos, pero los párpados pesan como
si los halaran desde abajo. La Habana, vuelve a gritar el conductor pequeñito y
regordete.
El tren se detiene
bruscamente, los coches se golpean entre sí y tiemblan las ventanillas.
-Llegamos, muchacho,
dice una voz a mi lado, los párpados logran separarse por fin. Los pasajeros se
amontonan en la puerta de salida y en el andén los chicos gritan:
-Le llevo sus maletas.
Durante los tres
primeros días en la capital, Edgardo no salió del hotel Packard, que le
recomendó el abuelo Belisario. Bajaba al restaurante para hacer sus comidas y
volvía a meterse en la habitación. Se pasaba las horas mirando hacia el mar
azulísimo, por donde a ratos entraban o salían los barcos. Por las noches,
cuando escuchaba el pitazo de algún buque anunciando su entrada a puerto,
brincaba en la cama y le parecía que de nuevo estaba a bordo del tren.
Al cuarto día se aventuró a bajar al malecón
y caminó largo rato junto al mar. Le pareció que no sólo la madre había quedado
atrás, también Genaro y la abuela. Extrañaba la mirada generosa de Belisario
Alquízar y los excesos de Filomena. Pero tuvo la certeza de que no habría
marcha atrás.
Una semana después, estaba instalado en un
departamento a una cuadra del malecón habanero y se sintió diferente. Estaba
como despertando de una larga pesadillas. Nadie lo espiaba, nadie seguía sus pasos
ni esperaba por él. No podía precisar si era feliz o indiferente, pero pensó
que aquella sensación de quietud era irrenunciable. A pesar del bullicio
habanero estaba disfrutando de una personalísima percepción; sin gente, sin
Dios, sin tiempo y sin espacio. Pasaba horas
junto a la ventana de cristales que daba al mar, escuchando los ensayos
de un cantante de ópera que vivía en el departamento de arriba.
Salía a la calle sólo
para buscar los alimentos indispensables. A ratos dormitaba en el sofá,
caminaba de la sala a la terraza o se iba a la cocina para preparar un poco de
café. Le importaban el mar y su quietud; nada más.
El compromiso que hiciera con la madre y el
abuelo de irse a la universidad, no pareció recordarlo. También olvidó entregar
las cartas que le había dado el abuelo para viejos amigos, seguramente
pidiéndoles cuidado para el nieto.
Una tarde, mientras leía sentado en la cama,
con la espalda apoyada en la pared, el libro se escapó de sus manos y cayó
sobre las piernas. Pasaron segundos, fracciones de segundos, quizás, y en ese
lapso escuchó con claridad el susurro de Asunción Macaria junto a su oído: “A
la calle”.
Despierto y parado en
medio de la habitación, siguió escuchando las palabras, como si el eco hubiese
quedado atrapado entre las cuatro paredes: ...a la calle... a la calle... a la
calle.
No durmió durante la noche, caminó de un
lado al otro del departamento pensando en el aquel susurro que interpretó como
orden. No alcanzaba a precisar si había soñado o en realidad la escuchó, pero supo que era un mensaje. Al amanecer se
dejé caer en el sofá, estaba cansado y no tenía sueño. Dejó correr la mirada
neblinosa por el departamento, sin que buscara nada en especial, finalmente se
detuvo en una foto que había colgado en la pared, lo único que había traído del
pueblo; él de pequeño y en los brazos de
Floriselda. Creyó ver en su mirada el miedo que sintió siempre.
De pronto creyó entender; ahí estaba el
sentido de aquel mensaje de la abuela; tenía que librarse de sí mismo y esa
libertad estaba en la calle. Debía estar entre los otros, entre los que andaban
allá abajo.
En la calle estaba la universidad, los
amigos de Belisario, los cines, los clubes nocturnos y las mujeres. No conocía
la desnudez femenina, salvo la que imaginó en María del Pilar. Necesitaba
descubrirla, palparla, tener una mujer desnuda pegada a su piel y había que
buscarla.
Matriculó la universidad, pero había que
esperar al inicio del curso. Aprovecharía para conocer los centros nocturnos y
los lugares donde se reunía la juventud habanera.
Desde
el primer día de búsqueda en las calles de la capital empezó a sentir un cambio,
cambiaba el ánimo y la percepción del mundo, pero tuvo la certeza de que
faltaba una mujer. Se le tensaba la piel de sólo pensarlo. Le pareció que la
brisa marina le traía olor a semen, a su propio semen, anegando a María del
Pilar.
Buscaba a la mujer cuando visitaba los centros
nocturnos y cuando iba al cine, buscaba a María del Pilar, otra María del
Pilar, cualquiera que ocupara el sitio imaginario que aquella ocupó, pero que
tocara su piel, que aplacara ese estado como febril que lo poseía cuando salía
a la calle. La timidez le impedía romper la distancia acceder al objetivo.
Presa de tal limitación, decidió irse a los burdeles; allí no había que
conquistar. Recorrió la calle Colón muchas veces y regresaba temeroso y urgido.
Se iba hasta la terraza para masturbarse mientras miraba a alguna mujer que se
alejaba calle abajo.
Una de esas noches se dio de bruces con una
mulata que tenía unas enormes nalgas, unos
senos caídos y una peluca amarilla que suponía su principal atracción. Sin
darle tiempo a reaccionar lo empujó al interior de un pasillo y Edgardo Funcia
se vio literalmente encerrado en un
pequeño cuartito, pintado de un rojo chillón. Los pelos se le pusieron de punta
cuando la mulata prendió la débil luz y pudo observar las paredes sucias y
llenas de inscripciones eróticas. Ella lo obligó a sentarse en aquella cama de
bastidor hundido, casi pegado al suelo y sábanas percudidas.
Él no lograba reponerse del impacto, se
sentía como atado entre aquellas paredes. La mulata hizo gala de todas sus
mañas, pero la virilidad de Edgardo estaba en banca rota y como colofón, las
palabras de la puta:
-O la metes o te vas a
singar a tu madre.
Y se
fue a la calle decepcionado de sí mismo, enojado por su timidez, asqueado de
aquella puta que le pareció horrible, pero no se dio por vencido, era demasiado el ardor en
el bajo vientre y mucha la necesidad de sentirse poseído. Volvió una y otra vez
a los prostíbulos y todo se arruinaba cuando las rameras lanzaban sus ropas
contra la pared y mostraban su desnudez. En ese instante el sexo bajaba, como
si le hubiesen propinado un KO fulminante.
Durante un mes se alejó de los burdeles, lo
espantaba la idea de un nuevo fracaso. Sin embargo, no dejaba de percibir el
olor a semen y orina que había en aquellas guaridas de las putas y eso lo traía
como enloquecido, masturbándose varias veces al día y sin dejar de adivinar la
imagen desconocida de María del Pilar.
Cierta mañana bajó por el periódico y cuando
miró la fecha lo invadió una sensación rara. Era ocho de septiembre y tuvo la
certeza de que aquella fecha le traería alguna cosa grande inesperada y no por
imprecisa, dejó de tener certeza de que sería grata.
Apenas el sol se escondió en la infinitud de
mar, Edgardo se fue a los burdeles, dispuesto a reparar los desaciertos. Caminó
como autómata, guiado tal vez por la intuición o el presentimiento, sin otro
proyecto que no fuera el encuentro con una ramera diferente.
La puta lo recibió con una frase vulgar, que
seguramente le había escuchado a alguna colega experimentada, porque él la
sintió forzada, sin la menor espontaneidad, sin la grosera desfachatez que le
había escuchado a las otras.
Ella le pidió que lo hicieran a oscuras, él
se sintió aliviado. La mujer se despojó de la ropa, pero en lugar de exhibir su
desnudez, se cubrió con una bata. Se acostó junto a él y empezó a manipular con
timidez, con temor, le pareció a Edgardo. Se miraron en silencio, con la imprecisión
que le permitía la escasa claridad que venía desde el pasillo. Él reparó
entonces en los enormes ojos verdes y los labios gruesos que susurraron alguna
cosa. Empezó a acariciarle los senos duros, todavía en desarrollo. Ella lo
besó, tímida, huidiza, y él percibió ternura. Sintió el fuego incontrolable que
lo llevaba cada noche a la masturbación y disfrutó las delicias de aquel
cuerpo.
Se quedaron un rato tendidos sobre las
sábanas percudidas y Edgardo contempló los detalles del rostro adolescente. El
pelo negrísimo, en contraste con los ojos, caía sobre los hombros. Los labios,
naturalmente rojos, tenían una rara humedad y Edgardo la besó, sin importarle su condición.
-No te pareces a las
otras, dijo al cabo de un silencio que empezaba a hacerse incómodo.
-¿A quiénes? A las otras
putas.
-No soy puta, protestó
la muchacha. Luego bajó la cabeza, con un gesto de rendición.
-¿Ah no?
Ella enterró la cara
debajo de la almohada y se mantuvo en silencio. Cuando habló lo hizo como si
gimiera.
-No lo soy porque me
guste esta vida.
Él la miró detenidamente
y sonrió con desgano.
-Entonces por qué lo haces,
dijo y se puso de pie dispuesto a marcharse.
Ella lo detuvo.
-Todavía no.
Edgardo le dijo que no
quería afectarle el trabajo, que tendría que atender a otros seguramente.
-No importa.
Edgardo volvió a hacerle
el amor y antes de irse y le pagó como si se hubiera quedado toda la noche. Fue
el estreno, su entrada a un mundo tan desconocido, como irrenunciable.
La visitó diariamente durante una semana, sin
saber que se llamaba Virgen de las Mercedes y que acababa de llegar de Gibara.
Lo supo después, cuando ella le dijo afligida, que en su pueblo hay tanta
hambre que por ahí dicen que hasta los perros se recuestan de los postes para
poder ladrar. Lo dijo con dolor, sin ánimo de hacer un chiste. Luego le contó
como la metieron a la prostitución y él sintió una rara sensación de vergüenza.
-Si te sientes mal no
vuelvas, dijo ella.
Él no respondió, se
vistió sin prisa mientras ella lo miraba desde el borde de la cama.
-Contigo no soy
prostituta ¿verdad? murmuró con voz temblorosa. Lo hago porque me gustas. No
debí aceptar tu dinero.
Edgardo la besó en la
frente y se fue a la calle con el propósito de no verla más.
Durante los tres días
siguientes estuvo desasosegado. Pensaba en ella todo el tiempo y no lograba conciliar
el sueño. Tenía la sensación de que Asunción Macaria estaba cerca y lo incitaba a volver al
prostíbulo.
Al cuarto día bajó corriendo las escaleras y
se fue a la calle Colón para pedirle a
Virgen de las Mercedes que se fuera con él.
Los ojos de la muchacha destellaron cuando
escuchó la proposición, pero fue una reacción fugaz; enseguida se cubrió el
rostro con las manos y gimió por lo bajo.
-¿Te has vuelto loco?
Soy una puta aunque me duela, dijo y buscó refugio en el pecho de Edgardo.
-Es mi decisión, dijo él,
resuelto; vienes conmigo a casa.
Ella movió la cabeza de
un lado para el otro, sin atreverse a mirarlo.
Dijo que una puta no
puede ser buena compañía. Él la acarició en silencio y finalmente dijo que no
eres una puta, en todo caso víctima.
Ella volvió a negar, sin
mucha convicción y Edgardo prefirió darle tiempo.
-Piénsalo hasta mañana.
Y se alejó sin prisa.
No fue difícil que Virgen de las Mercedes asumiera
las costumbres que Edgardo requería para
sentirse complacido. Ella se empeñó en borrar todo vestigio de lo que antes
fuera. Lo observaba cuidadosamente y seguía sus gestos y hábitos. En el sexo se
comportaba con timidez y recato.
Edgardo no olvidó totalmente el pasado de la
muchacha, pero quiso ocultarlo. Ambos se empeñaron en ser felices, aunque a
ratos los recuerdos que acudían a la memoria y les producía malestar. Eran
felices cuando unían sus cuerpos sobre la cama y rodaban abrazados hasta el
piso para terminar frente al espejo. Mientras ella le juraba en susurros que
sólo había sido suya, porque era su único amor, Eduardo la colocaba en cuatro
pies para ver como entraba y salía una y otra vez de la cavidad cálida y húmeda
donde creía haber encontrado otra dimensión de la existencia. Después del
orgasmo, todavía presas de las convulsiones, ella le hablaba al oído:
-Sin ti la vida no
tendría sentido.
Y le confesaba que si él no hubiera llegado, a
estas alturas sentiría más asco por los hombres que por las cucarachas.
Estimulado por Virgen de las Mercedes y por
las cartas de la madre, Edgardo matriculó en la universidad y se asoció a un
club de pesca. Le gustaba irse mar afuera. En las profundidades de las aguas
sentía la presencia del padre, recordaba
las historias que le había contado sobre sus viajes y lo imaginaba a bordo de
un buque haciendo la travesía de Europa al Caribe. Pensaba en los ancestros,
que vinieron de Asturias, Andalucía y de Cataluña; empujados por el viento
marino, con la esperanza de encontrar un mundo mejor en tierras americanas.
-El mar es el camino a la semilla, pensaba
Edgardo.
Debajo o encima de aquel oleaje estaba el
comienzo y el fin de todas las cosas.
-Desde que me metí en esto
de la pesca no he vuelto a escuchar el murmullo de abuela. Tampoco la he soñado
ni he percibido su presencia, le decía a Virgen de las Mercedes.
Edgardo Funcia sintió
que se había cumplido un ciclo de su existencia y se dispuso a reiniciar la
vida como quien cruza un río hacia la otra orilla y sin mirar para atrás. En el
aula universitaria sintió que el miedo de siempre perdía intensidad y valía la
pena desterrarlo, dejarlo en el pasado. Cada cosa que aprendía lo hacía más
libre, más seguro. Virgen de las Mercedes lo comprendió e hizo todo lo posible para estimular aquel
entusiasmo. El viernes, cuando regresaba de la universidad, ella le tenía
preparado el pequeño equipaje para que se fuera de pesquería con los amigos.
-No me gusta dejarte
sola.
-Me gusta que seas feliz,
respondía ella. Total, que así me pongo a tejer, porque tu hijo necesitará
canastilla.
Edgardo sintió que una energía ancestral se
le metía en el cuerpo y no le salieron las palabras, ni siquiera un murmullo,
una expresión. Tembló en medio de la sala y ella vio su rostro iluminado y
luego palideciendo mientras los labios luchaban por decir alguna cosa. No lo
consiguió y finalmente la levantó en brazos y se la llevó a la cama, casi a
tirones le quitó la ropa y la penetró de pie.
Aquella noche, a bordo de un yate, Edgardo
soñó con la abuela por primera vez en mucho tiempo. La vio llegar vestida de
amarillo. En el pelo llevaba también una flor amarilla. La vio sonreír y luego volar como si fuera colibrí a lo
largo de los pasillos de la casa, allá en la hacienda, y luego escapar por la
ventana. Pudo escuchar su voz antes que
desapareciera:
-Lo hiciste, vas a ser padre.
Y el eco de aquellas palabras lo fue
despertando. Todavía aturdido por el
sueño, caminó hasta proa y miró al mar apacible de la madrugada, pero la voz de
la abuela siguió moviéndose en la cabeza. Pasó por encima de los compañeros que
yacían tendidos en cubierta. Se empapó el rostro sin que lograra apartar el eco
tenue que parecía instalado en el algún lugar
del cerebro.
Recostado a la baranda de estribor buscó la
ciudad con la mirada, pero sólo pudo ver el reflejo de las luces cortando el
horizonte. Pensó en Virgen de las Mercedes y deseó estar a su lado, acariciarle
el vientre donde ahora se estaría formando el hijo.
Durante mucho tiempo permaneció inmóvil,
sintiendo el suave movimiento de las olas y escuchando el golpear incesante
sobre el costillar de la embarcación. Cuando las palabras de la abuela habían
sido arrastradas por la brisa y una sensación de agradable de vacío ocupaba su
pensamiento, pensó nuevamente en la mujer y en el niño que vendría, y volvió a
tenderse para dormir la madrugada. Entre sueño creyó escuchar fugazmente el
aleteo de un pájaro enorme, pero no se alteró, el apacible gorgoteo de las olas
embistiendo el yate le infundían paz y sosiego. Soñó entonces con Virgen de las
Mercedes, la arropó entre los brazos y durmió plácidamente.
Edgardo acariciaba el vientre de la mujer y
acercaba, la cabeza para sentir los movimientos del hijo.
-¿Lo sientes latir?
-Como si quisiera salir
antes de tiempo.
Eran felices, lo fueron durante muchos meses.
Edgardo pensó que aquella contentura no pasaría nunca; era perfecta, capaz
borrar los miedos y la inseguridad que lo acompañaron siempre.
Cuando ya no lo esperaba, Asunción Macaria
apareció de pronto. Llegó en un sueño, después se volvió brisa, murmullo, ruido
en los oídos y la cabeza.
-No abuela, quiero ser
feliz, gritó mientras Virgen de las Mercedes dormía.
Ella se sentó en la cama
espantada y lo movió por los hombros. Edgardo tenía las manos en la cabeza y se movía sacudido por un incontrolable temblor.
Virgen de las Mercedes lo llevó al médico,
pero no encontraron enfermedad alguna. Le recetaron sedantes y reposo.
-A veces el stress se manifiesta
de modo extraño, dijo el médico.
Edgardo negó con la
cabeza.
Asunción Macaria había vuelto, estaba en su
cabeza, en sus sueños, en una terrible depresión que se fue adueñando de su
voluntad. Abandonó la universidad y no volvió al mar. Virgen de las Mercedes se
comunicó con Floriselda para informarle y en unos días la madre y el abuelo
llegaron a La habana. Edgardo les prometió que volvería a clases. En presencia
de la familia se le vio animado. Belisario Alquízar desestimó la alarma de la
mujer e intentó tranquilizarla.
-Son depresiones
pasajeras, cuando llegue el niño desaparecerán
las crisis.
Floriselda no estuvo segura, habló largas
horas con el hijo y finalmente se sintió desilusionada. A diferencia del padre,
sospechó que Edgardo estaba metido en un conflicto irreversible.
Con la presencia de Floriselda y Belisario,
Asunción Macaria pareció replegarse; Edgardo escuchaba como un murmullo tenue
que lo había seguido durante algunas semanas, pero no llegó con nitidez un solo
mensaje.
El mismo día que despidió a la familia en
la Terminal de trenes, regresó el susurro, las palabras de Asunción Macaria
distorsionadas, al principio, como ahogadas en un torbellino de burbujas,
fueron tomando claridad.
Edgardo se fue hasta la iglesia de Reina,
donde solía asistir los domingos acompañado por Virgen de las Mercedes. Caminó
despacio desde la calle 23. Rezó durante cuatro horas. Pidió por el alma de la
abuela y por su propia salvación. Imploró por Virgen de las Mercedes y por el
hijo que venía, pero nadie lo escuchó. La abuela estuvo con él todo el tiempo.
Vio su sombra moviéndose en el altar, bajando como murciélago desde la cúpula
gótica; oyó sus pasos junto a él y sintió su olor pegado a la ropa.
No volvió a conciliar el sueño, ni tuvo
descanso. Los ojos se cerraban a ratos, pero permanecía en una especie de
delirio que no daba lugar al reposo. Mientras la mujer dormía, él salía de la
cama y volvía luego para intentar dormir, pero el murmullo sordo de Asunción
Macaria sonaba cada vez con fuerza en los oídos, se metía en su sangre y
correteaba en las venas hasta llegar al corazón y al cerebro.
-Ya, gritó Edgardo una
noche, tirado sobre el sofá, llévame contigo o déjame en paz.
Y las palabras de Asunción llenaron primero la
sala, se metieron después en cada rincón, invadieron los balcones y las
habitaciones, como en los tiempos que arremetía contra Satanás.
-Fin del ciclo,
muchacho.
Edgardo la vio parada bajo el arco que separa
la sala del comedor. La vio con su vestido lardo y su pelo recogido por detrás
de la nuca, vio los ojos pequeños, ahora sin brillo.
“Tu hijo, que será hijo
de la ramera, dijo la abuela, vendrá bendecido y con él termina el ciclo fatal de
los Pimentel.
-¿Qué hace aquí?
Preguntó Edgardo, tembloroso, tal vez quiso preguntarlo y las palabras se
empantanaron en el pensamiento, pero ella no pareció escucharlo.
Ya basta, quiso decir
Edgardo, pero Asunción Macaria ya no estaba.
Él no pudo precisar el tiempo que permaneció
como muerto sobre el sofá, sin que pudiera verse un movimiento de sus músculos.
Al cabo se puso de pie tambaleándose y fue hasta su habitación movido por el
instinto. Durante algunos minutos miró a Virgen de las Mercedes en silencio, profundamente
dormida, con la cabeza hundida en la almohada y su mano derecha fuera de la
cama, rosando ligeramente el piso. Fue presa de la ternura o la melancolía, no
supo definirlo; se inclinó y la besó en la mejilla, luego bajó para besar el
vientre abultado, y tuvo que ir por agua para bajar la saliva que se hizo nudo
en la garganta.
Salió al balcón y el aire fresco de la
madrugada se le pegó en el rostro, parpadeó, quiso decir alguna cosa que no
pudo pronunciar, trató de ordenar sus ideas y tampoco pudo. Intentó orientar
sus pasos y volver al cuarto donde la mujer dormía y tampoco lo consiguió. Movido
por alguna razón desconocida se fue a la calle. La Habana estaba en silencio,
el mundo estaba en silencio, el cielo había enmudecido, sólo el mar furioso,
golpeaba contra el malecón. Bajó la calle Humbolt rumbo al mar. Sobre el ruido
incesante de las olas escuchó por última vez el grito de la Tierra, luego los
pasos de Virgen de las Mercedes yendo hacia el baño. Sintió la mano de
Floriselda Alquízar acariciando su cabellera y el llanto de su hijo saliendo a
la luz. Miró hacia el cielo y luego al mar, como atraído por alguna fuerza que
no supo controlar se fue en busca del malecón, pero antes de que llegase a la
acera opuesta, una ola inmensa se alzó, hizo parábolas en el espacio, tronó
como edificio que se derrumba y descendió convertida en ave nocturna para
aplastarse en medio de la vía; en el punto exacto donde él se había detenido.
El agua buscó el alcantarillado para escapar,
en su fuga evaporó desde el asfalto y en esa niebla ascendente Edgardo cabalgó
a las alturas.