miércoles, 30 de octubre de 2013

Festival del Caribe "Fiesta del Fuego" 2014




CONVOCATORIA

La Casa del Caribe, el Ministerio de Cultura de Cuba, con el Comité Internacional para los Festivales del Caribe y la Asociación de Intercambio Cultural José María Heredia convocan a la XXXIV edición del Festival del Caribe, Fiesta del Fuego, que se efectuará en la ciudad  de Santiago de Cuba durante los días 3 al 9 de julio del 2014. Este festival es el más grande de su tipo en  Latinoamérica, un espacio para el encuentro de todas las expresiones de la cultura artística, en defensa de le identidad. Un acontecimiento para que se expresen la solidaridad, diversidad, amistad y la esperanza.
  En esta ocasión el evento se dedica a Surinam, un pequeño país donde conviven las culturas de los cinco continentes. Será un momento propicio para que artistas a intelectuales de toda la región convivan y compartan, esta vez, de  forma especial, con los hermanos del pequeño país sudamericano.  
Además de los eventos artísticos que se realizarán en más de 40 escenarios, los participantes tendrán la oportunidad de participar en:
-Espacios de reflexión en el coloquio internacional
-Desfiles artísticos multitudinarios
-Presentaciones en plazas, calles, teatros y decenas de instituciones de la cultura.
-Habrán ceremonias mágico-religiosas
-Exposiciones de artes plásticas
-Encuentro de narradores orales
-Talleres de música
-Encuentro regional de poetas y escritores, presentaciones de libros, etc..



Los interesados deben dirigirse a las oficinas del Comité Internacional para los Festivales del Caribe y la Asociación de Intercambio Cultural “José María Heredia”. Sus oficinas se encuentran en la colonia Narvarte de la ciudad de México. Tels.56875107 y 41680749. Esto para el caso específico de México. Para el resto del continente pueden hacer sus contactos también con nosotros a los correos que aparecen abajo o directamente con los miembros del Comité Internacional en aquellos países donde tenemos representaciones.
BRASIL
-       Débora López Fernández
-       Julio Carlos Marques Silva
tel.: 11 29519930 o 77661308, 
E-Mail: sansakroma@terra.com.br/ julioedebora.dzambeacebook.com
-       NILTON PEREIRA

PUERTO RICO
-       Viviana Torres
              Phone: (787) 810-1881
E-Mail: viviana.produccion@gmail.com

LIMA - PERU
-       Clavel Mera

VENEZUELA
-       LUISA AGÜERO
E-Mail: luisa_aguero@hotmail.com

-       PORFIRIO PERAZA

-       WILMER PERAZA
-       E-Mail: guachirongo450@hotmail.com
MILANO, ITALIA
-       ADA GALANO
Tel: 0039-339-484-4379

REP. DOMINICANA
-       Elvira Castro
Tel. 809-724-1923
E-Mail: info@viajesturey.com, viajes_turey@hotmail.com

-       CARMEN PEREZ VALERIO

-       DAGOBERTO TEJEDA ORTIZ

-       TOMAS RAMOS

ARGENTINA
-       JUAN CARLOS SIAREZ
E-Mail: juancasiarez@hotmail.com,  juan,siarez@facebook.com

URUGUAY
-       OSCAR DAMIAN

-       COSTA RICA
ROBERTO ROMAN

-       CURAZAO
-       RENE ROSALIA
-       E-Mail: kasdikultura@curinfo.an
-       COLOMBIA
-       GLORIA NELFI SALAZAR
-       E-Mail: glonesamujer@gmail.com

-       MARÍA LUZ BUITRAGO
-       E-Mail: malem555@hotmail.com



Les recordamos que lamentablemente  las instituciones cubanas no cuentan con el presupuesto necesario para ofrecer gratuidades. El evento es por inscripción, pero el Comité Internacional y las empresas cubanas, mediante acuerdos, les hacen paquetes con descuentos importantes para su participación.
  Si ustedes necesitan cartas oficiales de invitación no duden en solicitarlas a nuestras instituciones.

Coloquio Internacional “El Caribe que nos Une”
XXXIV EDICION DEL FESTIVAL DEL CARIBE
Dedicado a la cultura del Caribe Colombiano

La Casa del Caribe, el Ministerio de Cultura de Cuba y el Comité Internacional para los Festivales del Caribe convocan a la XXXIV edición del Festival del Caribe, que se efectuará del 3 al 9 de julio del 2014 en Santiago de Cuba.
El Festival del Caribe tiene también un espacio académico y cultural de reflexión sobre la historia y la cultura de nuestros pueblos y de encuentro del rico patrimonio de la región. El Festival es pues, un espacio para que se exprese la solidaridad, la diversidad y  la amistad  entre pueblos caribeños por el derecho de Ser.  
Consecuente con estas certezas, la Casa del Caribe, convoca al Coloquio Internacional El Caribe que nos une, a celebrarse en el marco de la XXXIV edición del Festival del Caribe que se desarrollará del  3 al 8 de julio de 2014 en Santiago de Cuba.


  Talleres  y Encuentros 
v  Taller de Religiones Populares

v  Taller de Medicina Popular Tradicional

v  Poesía en el Caribe

v  Oralidad en el Caribe

v  Música en el Caribe

v  Comunicadores Sociales

v  Pedagogía en el Caribe

Programa científico
El programa se desarrollará a través de conferencias, sesiones plenarias, paneles de discusión, ponencias y posters.
PRESENTACIÓN DE TRABAJOS
Las propuestas de participación académica  deben incluir  un breve resumen de hasta una cuartilla de extensión. El comité organizador le comunicará la aceptación de su trabajo haciendo llegar a los interesados la correspondiente aprobación.  El plazo de admisión para la aceptación de los trabajos vence el 15 de mayo de 2014


IDIOMAS DE TRABAJO

El idioma oficial del evento es el español. Los interesados deben solicitar al comité organizador la necesidad de los servicios de traducción.
MEDIOS AUDIOVISUALES

Los participantes deberán comunicar al comité organizador los medios audiovisuales que requieran y especificar las características técnicas.


Contactos:
Asociación José María Heredia
  Tel. 4168-0749 y 5687-5107

jueves, 24 de octubre de 2013

Texto completo de la ultima novela publicada de Rafael Carralero "La otra Asunción de la Virgen"




 LA OTRA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN

Rafael Carralero



 Primero fue el sonido casi imperceptible del interruptor, tal vez el aire sobre la luz mortecina de una vela; después la oscuridad que viene de tiempos remotos, desde mucho antes que Edgardo fuera deseo de Floriselda Alquízar y Genaro Funcia. Quizá desde que todo era vacío, precipicio, hondura y noche sobre la noche hasta el infinito. La oscuridad es zona pantanosa del pensamiento, sangre de la noche y la noche es camino abierto a los designios de Satanás; lugar y tiempo para los espíritus en pena.
   La noche trajo al Pininío que es encarnación de muertos viejos y de todas las calamidades y pecados ocurridos desde los días en que se levantó la primera casa, se abrió el primer surco sobre la tierra y se escuchó la primera voz. Es eco del primer llanto del hombre y sitio de despojo para las almas perturbadas, a quienes después de muchos años, siglos y milenios desandando por la tierra para purgar sus mal andanzas, Dios les concede la luz con la condición de dejar en el pajarraco lo que queda de nefasto y pecaminoso. Por eso el Pininío es hombre, bestia, pájaro y sombra y reptil y sanguijuela y sabe Dios cuantas cosas más.
   Asunción Macaria une las manos y las cejas, alza la vista al cielo y dice las últimas palabras de su discurso, que es también rezo y profecía, después hunde la barbilla en el pecho y se va despacio hacia la cama, desde donde vuelve a susurrar algunas palabras sin apartar la mirada  del altar.
   Desde entonces para Edgardo Funcia la noche es insomnio, mito, miedo y muerte; es tiempo de espera hasta que llega el día y los gallos anuncian el alba, los gorriones se reúnen y pían, quizá para ordenar alguna acción común, y vuelve a empezar la vida; huye el Pininío y se aquieta el pensamiento de la abuela.
   El pensamiento de Asunción Macaria se ha estado moviendo toda la noche, se metió entre las sábanas, corrió por los rincones de la casa, trepó por las paredes, anduvo subiendo y bajando los entrepaños del altar, embistió contra el ropaje chillón de Satanás, que es diablo de diablos, aunque su imagen es mitad hombre y mitad diablo, porque con el tiempo, en aquel rostro aparecieron los rasgos de Floriselda y Belisario Alquízar.
  Dios mío, mamá diablo, dijo el niño cuando lo vio por primera vez, lo dijo sin balbucear, aunque apenas empezaba a decir las primeras oraciones. Mamá diablo, repitió cuando estaba completamente dormido. Floriselda Alquízar golpeó con el codo las costillas del marido:
-¿Oíste? Esas son las cosas que le enseña tu madre.
-Viene el Pininío, dijo luego Edgardo, y su madre, que había vuelto a hundir la cabeza en la almohada le habló entre lágrimas a Genaro:
-Esto es demasiado, viejo, el niño se va a volver loco.
    En su cuarto, Asunción Macaria dejó ver una sonrisa y se frotó las manos, como si las estuviera secando.
  
  El Pininío vive en las entrañas del infierno. En la noche sale por la boca de Satanás y vuela hasta la copa de los árboles y a los tejados. Es un pajarraco sabio, aunque su sabiduría es del mal; es guardián y mensajero del diablo, transmisor de enfermedades y enemigo del agua y la luz. Puede entrar por las hendijas de la pared, está en el revoloteo de una libélula o de una chicharra que entra por la ventana, en el caldo de la sopa y en el café con leche.
   Edgardo Funcia no podría precisar después si lo que entró primero al corazón fue la palabra o el miedo, no supo si llegaron juntos o nacieron con él. Al principio el Pininío debió ser una palabra misteriosa, tal vez una sombra en el pensamiento y luego un grito  hasta que se hizo pájaro y hombre, pájaro y bruja, pájaro y caballo, pájaro y perro flaco. Siempre tuvo nariz curva, ojos redondos y amarillos, un pecho como de viejo asmático y una sonrisa malévola que le robó a Quilla, El Moro.
   Quilla era un árabe misterioso, un ser enigmático que llegaba cada fin de mes con sus palitos de tendedera, alfileres para los pañales, polvos, coloretes, lápices para los labios y mucha agua de colonia. Venía con los mejores precios del mundo, decía. Llegaba justo a la hora del almuerzo y se oía la voz de Genaro:
-Quilla, venga a comer.
-A Buen tiempo, Quilla, decía Floriselda, para hacer más fría la invitación, pero el otro no percibía el propósito.
-Gracias, muchas gracias, se le escuchaba a Quilla con esa voz extranjera  y parecía que la lengua se le había hecho un nudo en la garganta, se inclinaba hacia adelante como si saludara a un rey, y enseguida.
-Horita voy.
    Abría alguna caja para que fueran viendo la mercancía y se sentaba en la esquina de la mesa para disfrutar de un largo y opulento almuerzo.
-Este moro es un descarado, decía Floriselda cuando el árabe abandonaba la casa.
           
   El Pininío siempre tenía la sonrisa que le robó a Quilla, pero la cola le cambiaba en cada ocasión, porque cuando venía de pájaro y hombre era muy difícil verle la cola, cuando se aparecía de pájaro y caballo o de pájaro y bruja, se le escuchaba arrastrar una cola grandísima, como diez veces más grande que cuando venía de pájaro y perro flaco, en este último caso uno sentía mucho miedo, porque la parte trasera se le mecía de un lado para el otro, la cola de perro flaco se le metía entre las piernas y se movía como si estuviese espantando mosquitos. Cuando se posaba en la ceiba gigante, la parte de perro flaco quedaba colgando en el vacío y giraba como el péndulo de un reloj. En esos casos su grito era diferente, como de lobo moribundo y pájaro triste.

Asunción Macaria se persignaba ante el altar y hacía varias cruces frente a la ventana.
-El Pininío es mucho más que pájaro, animal y persona, es nada y todo al mismo tiempo. Detente animal feroz, que antes de nacer tú nació el niño Dios.
   La vida empieza con el recuerdo, porque el tiempo que no está en la memoria es como si no hubiera existido, o como si una hubiese sido otra persona o nadie. Una empieza a existir cuando las cosas que sabe las aprendió por una misma y no por lo que le van diciendo los de otros tiempos.
   Para Asunción Macaria la vida comenzó un lejano domingo de resurrección, en el instante mismo en que quedó prendida en alambre y el verraco se alejó corriendo a campo traviesa. Demóstenes era una animal amaestrado, acostumbrado desde que tuvo cuerpo para hacerlo, a sustituir cada domingo al caballo  bermejo de Benjamín, porque a Benjamín le gustaba eso de ser el único chico de la comarca que cabalgaba sobre un puerco.
   Demóstenes tenía cara bonachona y ojos tristes, como si llevara consigo el pesar de haber nacido cerdo. Acaso alguna vez miró de reojo al caballo bermejo y sintió la inferioridad que le imponía a su estatura, aun cuando era privilegiada entre los de su especie. Sus orejas eran pequeñas y peludas como las de un potro de carrera, la pelambre amarilla y dura, que Benjamín rebajaba con navajas cada semana para que no le molestara durante los paseos dominicales. Obediente, Demóstenes solía trotar armónicamente por las calles empedradas  sin  necesidad de que lo guiaran las manos de Benjamín. Iba mansamente hasta la puerta de la iglesia para dejar a sus patrones, quienes descendían ante las aclamaciones de los muchachos del pueblo, que solían congregarse para ver la singular cabalgadura.
     Aquel domingo de resurrección, Demóstenes se vio diferente, no mostró su habitual resignación y obediencia, se movió inquieto, levantó las orejas y ladeó la cabeza para mirar a Benjamín y a la hermana, cuando ellos se enjorquetaron sobre el lomo rasurado. Benjamín murmuró entonces:
-A este animal se le ha metido el diablo.
   Demóstenes pareció entender el significado de aquella frase; no esperó la orden de partida, ni obedeció a las bridas con que el muchacho intentaba guiarlo; se lanzó a toda carrera, en dirección contraria al destino acostumbrado, como si alguien le estuviese llamando desde los boniatales de los Alquízar. A galope tendido se deslizó por debajo de la alambrada, para dejar a los jinetes colgando de las púas, enganchados del cuello y pataleando como lagartos en la candela.
-Maldito el diablo, dijo Asunción Macaria cuando logró soltarse de los alambres, se pasó la mano por la garganta ensangrentada y se mordió el labio inferior para evitar las lágrimas. Benjamín, por el contrario, chillaba desconsolado y se apretaba el ojo izquierdo que creía haber perdido. Ella lo miró con reproche y buscó a Demóstenes, pero el animal había desaparecido en la distancia.
   Cuando la andaluza Agustina Peralejo los vio entrar bañados en sangre, lanzó un grito y se llevó las manos a la cabeza.
-Dios mío.
Benjamín volvió a gemir en brazos de la madre, pero Asunción Macaria esquivó los mimos y volvió a mirar al hermano con reproche.
-No es para tanto, dijo, y la madre descubrió  entonces una expresión de odio en el rostro de la niña, que le pareció inconcebible en una criatura que acababa de cumplir los cinco años de edad.
   Onésimo Pimentel, que estuvo viendo la escena desde la puerta del comedor comentó entonces:
-Aquí se invirtieron las cosas, carajo, fue la hembra quien nació con los pantalones puestos.
    Mucho tiempo después, Onésimo Pimentel recordaría sus propias palabras, andaba la niña por los diez años cuando se le encaró:
-Usted me casará con ese Pingüino embuchado, pero no permitiré que me ponga un dedo encima, dijo, lo juro por la Virgen y por mi madre.
   El padre vio la furia en los ojos de la niña. Por primera vez toleró la insubordinación y tuvo que rehuir una mirada.
   Cuando Asunción Macaria cumplió los seis meses de nacida, Onésimo Pimentel dejó sellado un compromiso de futuro que estaría acariciando durante muchos años. Con un apretón de manos le juró al hacendado, Alejandro Vasco, que su hija sería para Atanasio, único hijo del terrateniente, que era por aquellos días el hombre más acaudalado de la región.
   Para algunos el compromiso era un gesto de lealtad de Pimentel, para el amigo y compañero de algunas parrandas en otros tiempos y de las peleas de gallos dominicales. Agustina Peralejo supo que el convenio obedecía a las ilimitadas ambiciones de su marido.
   Tenía Atanasio tres años y la niña seis meses cuando se produjo el primer encuentro. El corazón del hacendado rebosó de ternura cuando vio a la criatura. Alzó entonces en brazos al pequeño para mostrarle la que un día sería su esposa.
  Atanasio era un niño enfermizo, de piel muy pálida, ojos asustadizos, de polluelo en peligro, y el pecho como empujado hacia adelante.
   En su cuarto, Agustina Peralejo se persignó y susurró al oído de Cristo:
-Protégela, Señor, porque presiento que este asunto nos traerá muchos disgustos y mucho odio.
   Desprecio sintió Asunción Macaria por el Pingüino embuchado, como solía decirle al muchacho por su forma peculiar de sacar el pecho cuando caminaba, pero no pudo precisar si era más grande el que sintió por su propio padre, artífice de aquel proyecto que nunca aceptó.
-Usted puede casarme, pero ese tipo jamás me tocará un dedo, le dijo al padre.
Lo dijo cuando iba entrando en la adolescencia y Onésimo insistió en la idea.
-Si ese Pingüino embuchado entra a mi habitación lo mato, dijo un tiempo después, cuando el padre se disponía a preparar el casamiento.
 Agustina trató de oponerse y como no se le ocurrió otro argumento dijo que podrá ser buen muchacho, pero es feo como los mil demonios.  
-No hables estupideces, Agustina, feo es un hombre sin dinero, gritó Onésimo.

  Presa de la emoción, que era también terror, Atanasio pasaba cada día frente a la casona de los Pimentel, pero nunca sabía si ella lo había visto, porque iba mirando al frente, como soldado en desfile. La imaginaba meciéndose en el columpio que colgaba en el corredor, mas no la vio nunca, porque ella nunca estuvo a la hora del recorrido.
   Andaba Asunción Macaria por los trece años cuando las cosas cambiaron súbitamente, según la apreciación de Atanasio. Con el rabillo del ojo logró verla, ahora sí, en el columpio cada tarde, enrollando una bola de estambre o leyendo alguna oración o poema de amor.
   A veces se imponía a la timidez y alzaba la mano para saludarla, pero tampoco supo si tuvo respuesta. No pudo saber que el cambio de conducta de Asunción Macaria nada tenía que ver con su persona. Era  un homenaje silencioso a alguien  que había visto en la misa dominical y que ahora solía pasar cada día frente a la casona.
   Tampoco Asunción Macaria podía sospechar entonces que, en aquel columpio pintado de azul, desde donde alimentó su primera y única pasión, crecería también un confuso y lacerante rencor que la acompañaría toda la vida.
   Belisario Alquízar tendría unos diecisiete años, era fornido como toro de cría, rubio y de ojos azules. Como el cielo, le pareció a ella cuando lo vio de cerca.
Es bello, susurró, aunque nadie pudo escucharla. Sin disimulo lo estuvo mirando hasta que el muchacho abandonó la iglesia.
   Belisario empezaba a visitar el pueblo, porque hasta entonces prefería irse a misa a otro de los poblados que estaba cercano a la propiedad de la familia. Ahora reaparecía; cada tarde se le veía por la calle principal, montando un hermoso caballo alazán, de crines doradas y lunar blanco en la frente. Animal de pura raza, que trotaba moviendo el cuerpo de un lado para el otro de la calle, como si estuviese bailando una danza andaluza. El sonido de sus cascos sobre los adoquines llegaba a los oídos de Asunción Macaria y eran notas musicales.
   Belisario Alquízar no reparó en la adolescente que esperaba cada tarde su entrada al pueblo. Acaso alguna vez levantó la mano para saludar a quien supuso admiradora de su cabalgadura. Ella lo interpretó como gesto deferente.
   No tuvo que pasar mucho tiempo para que la admiración por el muchacho se volviera pasión, una romántica y devastadora pasión que alarmó a Agustina Peralejo, porque la vio perder el apetito y bajar de peso.
  Asunción Macaria permanecía ahora encerrada en su cuarto, prendiendo una vela tras otra, arrodillada para suplicarle a la Virgen de la Caridad del Cobre  que le concediera el amor de Belisario.
   Ignorante de lo que estaba ocurriendo, Agustina comentó:
-Creo que se quiere morir para hacerse santa.
-¿Quién le ha metido esa babiecada en la cabeza? Estalló el padre. Los curitas, ¿verdad? 
-Nadie, murmuró la andaluza, esas cosas vienen del cielo a la cabeza.
-Qué cielo ni un carajo, gritó Onésimo.
   No fue tarea fácil para la madre llevarla de nuevo a la iglesia, pues unos meses antes la muchacha había decidido no volver mientras estuviera allí aquel cura que le parecía aburrido, antipático, saqueador de las escasas monedas de los pobres e incapaz de transmitir la fe.
Agustina insistió en que tenía que volver a la iglesia, porque su mal no era del cuerpo, según habían dicho los médicos, sino del alma.
 Asunción Macaria aceptó con el único propósito de encontrase con Belisario Alquízar.
   Era también domingo de resurrección, por eso Asunción Macaria recordó a Demóstenes y le atribuyó al diablo lo que finalmente le ocurrió. Iban camino de la iglesia cuando lo vio parado en una esquina y las flores que llevaba para ofrecerle a Cristo se fueron al piso. Belisario tenía entre sus manos las de Filomena, su única prima, única sobrina de Onésimo Pimentel.
-¿Qué sucede, hijita? preguntó la andaluza.
-Lleve usted las flores a Cristo, que yo me regreso.
La madre la vio desaparecer calle abajo antes de que lograra decirle alguna cosa.
   Tres días estuvo Asunción Macaria sin pronunciar palabra, no durmió ni comió. Cuando estuvo a  punto del desmayo se fue a la ventana, miró a las alturas y acaso en aquel instante recordó que ese mismo tiempo le había llevado a Cristo resucitar, entonces percibió un sentimiento de humillación y desastre, se vio ridícula y torpe. Furia o vergüenza le subió de pies a cabeza, golpeó con el puño en la pared y gritó: a la mierda Belisario Alquízar.
   Fue su grito de guerra. Después de frotarse el puño con que había golpeado sobre el muro de cemento se vistió y salió del cuarto, dispuesta a cambiar las cosas. Agustina Peralejo se persignó cuando la vio aparecer, con la misma palidez en el rostro, pero con una expresión diferente. Pareció curada del mal que fuera enigma para la familia, aunque en realidad necesitó que pasara mucho tiempo para sustituir con odio, el abatimiento que le produjo haber perdido a Belisario Alquízar.
  Cuando cumplió los quince años el padre logró revivir el sentimiento de rechazo que le inspiraba Atanasio Vasco. No permitió que le celebraran cumpleaños y rehusó las felicitaciones de ocasión. Durante la mañana se quedó encerrada en su cuarto, peinando y repeinando su cabellera larguísima. A medio día se sentó a la mesa y apenas probó bocado. De nuevo en el cuarto recordó el día que Demóstenes la dejó prendida del alambre. La imagen le llegó súbitamente y creyó sentir el calor de la sangre corriendo cuello abajo. Percibió entonces que aquel acontecimiento estaba en su conciencia como el punto de partida, como el inicio de un capítulo que marcó su vida. Vino a su memoria  todo lo ocurrido en su corta existencia y se rehicieron en la cabeza las palabras que alguna vez no quiso oír.
  Al atardecer se fue al columpio para huir de los recuerdos que se metieron con ella en la habitación, pero no logró desprenderse. Estaba a punto de salir corriendo calle abajo cuando vio acercarse al padre. Onésimo se sentó a su lado y empezó a hablarle en tono suave, conciliador, inhabitual en él.
-Hace días que quiero hablarte,  pero andas como huyendo, dijo.
Ella movió la cabeza y no ocultó cierta indiferencia.
-Tal vez hoy sea el mejor día para hacerlo, porque es tu cumpleaños.
 Ella lo miró de reojo y se corrió  en el columpio, como evitando el contacto con el padre y dijo que, tal vez, había elegido el peor momento.
 -¿Acaso sabes lo que voy a decirte?
Ella hizo un gesto de hastío, se encogió de hombre y apenas susurró, que cualquier cosa que fuera no era el mejor momento.
Onésimo hizo un esfuerzo para ocultar la contrariedad.
Que le gustaría que razonaran tranquilamente, dijo, para que no haya necesidad de imponerle las cosas.
Asunción Macaria se frotó las manos y dijo, como emplazando al padre:
-Diga de una vez lo que quiere.
Onésimo improvisó un  sonido, algo como una tos falsa para limpiarse la garganta y habló tratando de imprimirle ternura a las palabras:
-Ocurre que el muchacho quiere empezar a visitarte y a mi me parece correcto.
 A Asunción Macaria le tembló la barbilla por la rabia. Y de un tirón le dijo  que no quería ver a ese tipo cerca y salió corriendo sin que él pudiese evitarlo.

 Dos años más tarde, a insistencia de Atanasio, Onésimo Pimentel y Alejandro Vasco acordaron fecha para la boda y lo anunciaron a las respectivas familias. Agustina Peralejo se sintió aterrada ante tal decisión. Asunción Macaria escuchó con serenidad el anuncio del padre y por toda respuesta dejó ver una sonrisa desconcertante para los padres. Al día siguiente se levantó muy temprano y pidió que la llevaran a la finca, el padre creyó ver en la solicitud la necesidad de meditar a solas y prepararse para la nueva vida.
-Es bueno que medites.
Ella sonrió tranquila, como lo había hecho el día anterior y subió al carro.
Instalada en la casa de campo, mandó a llamar a Wilfredo Funcia, un joven peón de la finca, parte de una familia que había trabajado toda la vida para los Pimentel. Andaba Wilfredo por los veinte años de edad, era fornido, de mejillas redondas y un pelo ensortijado que acaso heredó de un bisabuelo esclavo.
-Diga usted, doña Asunción.
Ella le ofreció una sonrisa que a él le pareció nueva y distante del rostro sombrío y hermético que le conoció desde que eran pequeñitos.
-¿En qué puedo servirle? añadió con de timidez.
-Desde hoy no quiero que me hables más de usted, dijo Asunción Macaria, porque vas a ser mi marido.
El creyó no haber entendido y ladeó la cabeza como buscando precisión.
-Dije que vas a ser mi marido, repitió ella.
Wilfredo movió la cabeza desconcertado, sin saber donde iba a fijar la mirada, ni siquiera las manos supo donde colocarlas.
-Sé que te gusto, dijo Asunción Macaria, lo he sabido siempre. ¿No es cierto?
Él apenas acertó a afirmar con un ligero movimiento de cabeza.
- Entonces quiero que me digas, y ahora, si estás dispuesto a hacerme tu mujer.
-No entiendo, acertó a decir Wilfredo y se le escuchó torpe, tembloroso.
Ella lo tomó por la barbilla y buscó sus ojos.
-El día cinco de abril, aclaró, quiero que a las diez de la mañana me estés esperando al fondo de la iglesia, yo entraré con otro por la puerta principal y saldré contigo por la de atrás. Y no hace falta que entiendas; te lo explico, cuando estemos lejos.
   El cinco de brial, después de contraer matrimonio con Atanasio Vasco, Asunción Macaria se escapó de la iglesia para partir rumbo a Camagüey con Wilfredo Funcia, donde habrían de nacer Genaro y Lila.


Antes de que yo naciera abuela tenía los ojos grandes y pardos, le pelo negrísimo le llegaba a la cintura y sus labios eran gruesos y húmedos, ya tenía la verruga sobre la ceja derecha y se le veía sonreír y mirar de frente. Después supe que era mi abuela, pero ya ella era un misterio. Sus ojos permanecían escondidos detrás de las pestañas, los labios habían perdido la humedad y se movían como musitando alguna oración permanente o algún insulto que le faltó decir. Su cuerpo encorvado se movía de un lado para el otro de la casa mientras sus dedos largos y finos acariciaban la verruga que le salió en el mismo lugar por donde un día le entró el proyectil a Maximiliano Contreras.
Maximiliano ya estaba tieso cuando lo encontraron a un lado del camino. El médico dijo que estaba muerto hacía más de seis horas, pero la herida no había dejado de sangrar, porque su sangre se negaba a morir con él. Debajo de su cabeza se hizo un charco rojo, que después empezó a correr y se volvió un arroyito y subió el barranco, cruzó el camino y fue a meterse en las tierras de los Pimentel. Allí donde hubo sangre nunca más crecieron las plantas ni yerbas para los animales ni se podía pisar sobre esa tierra, porque no tenía fondo. Para poder llevarse el cuerpo de Maximiliano el médico tuvo que estar como tres horas taponando la herida y sellándola con esparadrapo.
   Abuela se palpaba la verruga y decía:
-Esta verruga tiene que ver con el Diablo y con el Pininío, porque  no nací con ella y un día cuando amaneció ya la tenía pegada en el mismo lugar por donde le entró la bala a Maximiliano. Es que su espíritu se metió también en el Pininío, por eso cuando el monstruo se aleja, siento como que me halan la ceja.  A una, a veces, le toca pagar las culpas que otros cometieron, decía y hundía la cara entre las manos.
Abuela no ocultaba sus orejotas, porque siempre traía el pelo recogido en un moño detrás de la nuca. Sus orejas eran radares que detectaban los ruidos a distancia. Escuchaba primero que los perros; cuando ellos levantaban la cabeza ella ya había oído y les decía: “silencio”. El día que la banda de Hilarión Tirado quiso asaltar la casa, ella levantó la cabeza mucho antes de que los perros alzaran sus orejas y empezaran a gruñir. Abuela miró hacia el techo y se le oyó decir: “vienen los ladrones”. Después fue que empezaron a ladrar los perros. Se fueron, dijeron los otros cuando los perros dejaron de ladrar y no se escuchaba ni el ruido del viento entre los árboles. Abuela movió la cabeza y negó con el índice. Fue al cuarto por su escopeta y regresó tranquila para irse hasta la ventana, la entreabrió, se llevó el arma al pecho y lanzó el primer disparo. “Ahí te va, Hilarión Tirado”. Entonces se oyó un grito en la oscuridad y los cascos de los caballos alejándose por el camino.
   A veces abuela se apretaba la ceja con ambas manos y empezaba a tambalearse, chocaba con las paredes y volvía a su cuarto para tirarse de rodillas delante del altar. Ocurría cuando el Pininío lanzaba el grito de Maximiliano Contreras, en ese caso, ella se hundía delante del altar, jadeaba y escuchaba clarito a Maximiliano diciendo:
-Me mataste a traición, carajo, como hacen los cobardes.
  De pronto abuela se quedaba atenta y me decía:
-Escucha.
Yo no oía nada.
-¿Oíste?
-No.
-Oye bien.
-No oigo nada.
-Se escucha clarísimo, vino de pájaro y caballo; ese tropel que estaba en el tejado era del Pininío.
-¿Ya se fue?
-Fue a transformarse en pájaro y perro flaco.
¿No oyes ese aullido, como de perro moribundo? ¿Y esa escoba que pasa por la ventana? ¿Y esas pisadas en el corredor? ¿Y esa pluma que el viento lleva a la deriva? Vino de pájaro solamente, pero el día lo sorprendió y en su apuro por meterse en la boca del infierno soltó esa pluma que estará vagando toda la vida. Hoy viene de pájaro y perro flaco.
Fue entonces que empecé a escuchar al Pininío.
           

La experiencia que Wilfredo Funcia había adquirido en asuntos de matanza y descuartizamiento de ganado fue salvación para la nueva familia durante su estancia en Camagüey. El dinero que llevaban el día de la fuga no les hubiera alcanzado para vivir mucho tiempo, pero el muchacho demostró sus dotes de carnicero. Apenas sin recuperarse del largo viaje, Wilfredo empezó a trabajar en la carnicería de Rómulo Loredo. Bastaron cuatro cuchilladas sobre el costillar de una vaca para que Loredo, quien era hombre de aguda mirada, le dijera satisfecho:
-Usted es hombre de oficio, caramba, justamente la persona que andaba buscando, y dejó ver una sonrisa como de niño satisfecho.
   Rómulo Loredo no era lo que podía decirse un hombre de negocios. El éxito en el comercio de la carne se debió más a su simpatía personal que a la vocación. Era  apasionado por las letras, en especial el teatro, y prefería lidiar con las musas en lugar de las vacas muertas.
   Un año después Loredo se dedicó a crear su propia versión del Fausto y le entregó por entero el negocio a Wilfredo, que ya por aquellos días era hombre de toda su confianza.
   La economía de la familia Funcia Pimentel estaba en franco progreso cuando llegó un enviado de Onésimo, quien se había enterado de su paradero y les aseguró el perdón definitivo a cambio de que regresaran de inmediato a casa. Wilfredo se estremeció cuando escuchó el mensaje.
-Ay, Sunci, no me gustaría separarme de don Rómulo, le dijo a la mujer.
   Asunción Macaria, quien sabía que la iniciativa partía de la madre, movió la cabeza de un lado para el otro. Pensó en los cinco años transcurridos sin ver a Agustina y al cabo de un rato habló, sin tener en cuenta la opinión del marido.
-Dígale a mi padre que en quince días estaremos de vuelta, pero que no necesitamos su perdón.
   El mensajero hundió el sombrero  en su cabeza y emprendió el regreso. Wilfredo quiso volver sobre su razonamiento inicial, pero ella no lo dejó:
-Nos vamos, Wilfredo.
                       
             
Entre asombrado e irónico se escuchó la voz de Onésimo Pimentel:
-Así que se multiplicaron, carajo. Lo dijo mientras miraba a los niños que se quedaron rezagados en el umbral de la puerta, pero no se movió de su sitio.
-Saluden al señor, es su abuelo, dijo Asunción Macaria, con toda formalidad. Genaro imitó al padre y le extendió la manita, Lila, en cambio, no pareció haber escuchado la orden de la madre, ahora de espaldas miraba hacia el jardín.
-Niña ¿no escuchaste? Saluda a tu abuelo, dijo Wilfredo, pero en lugar de acercarse, la niña salió corriendo para ver de cerca a un colibrí que revoloteaba sobre una flor. El pajarito se levantó en el aire, casi a la altura del techo y luego descendió para aletear sobre la cabeza de la niña, como si libara sobre una planta. Lila puso la mano, invitándolo a posarse, el colibrí la tocó una y otra vez con sus alitas y se elevó por encima de la techumbre. La niña regresó a la casa secando las lágrimas con la bata.
   Asunción Macaria seguía parada en medio de la sala sin acercarse. El padre no dejó de balancease.
-Acércate, dijo Onésimo.
Ella dudó antes de hacerlo y él la besó en una mano.
-Buena me la hiciste, eh.
 Ella no vaciló ni mostró arrepentimiento, lo miró fijo a los ojos y él apartó la mirada.
-Hice lo que tenía que hacer, dijo Asunción Macaria al cabo, y preguntó por la madre.
-No sabe que están aquí, ni siquiera que iban a venir, aclaró Onésimo e hizo sonar una campana para que le avisaran a la mujer.
   Unas horas más tarde, la familia Funcia Pimentel partía hacia la finca. Wilfredo había recibido las instrucciones del suegro para que se hiciera cargo de la administración.



El día que se cumplieron quince años de la fuga de Asunción y Wilfredo se corrió por la zona la noticia de un alzamiento rebelde. Un peón comentó el hecho en voz alta, y Asunción Macaria, que había acomodado la cabeza en la almohada dio un salto y se puso de pie para irse hasta el altar y rezarle a La Virgen de la Caridad. Fue la  primera vez  que rogó por el marido. Repitió el nombre de Wilfredo Funcia una y otra vez, temerosa de que la Santísima se confundiera y en lugar de ayudar a Wilfredo protegiera Atanasio Vasco, con quien estuvo legalmente casada toda su vida.
  Cuando decidió escapar con Wilfredo no sentía amor por él, pero con el tiempo empezó a quererlo. Era un cariño diferente al que un día sintió por Belisario Alquízar y diferente al que se siente por un hermano. Sin embargo, a su lado se sentía segura.
  El día anterior Wilfredo le había dicho:
-Mañana me voy al pueblo a discutir asuntos de negocios con tu padre y de paso traigo pasteles para celebrar nuestro aniversario.
Ella no vio cosa extraña en aquel viaje, pues solía producirse siempre que Wilfredo necesitaba consultar a Onésimo Pimentel. No obstante, la noche anterior había tenido sueños muy raros, veía mucha gente corriendo sin rumbo fijo y entre ellos iba Wilfredo. La noticia la preocupó entonces, sobre todo porque sabía que el marido andaba con ideas raras en su cabeza. Ella no las descubrió hasta que él se quedó mirándola a los ojos y le dijo:
-Oye Sunci, en este país la corrupción nos está hundiendo. Lo dijo con rabia y ella trató de restarle importancia.
-No es tu asunto, Wilfredo.
-Claro que lo es, Sunci, te juro que el día que suene el primer escopetazo contra el gobierno me voy detrás.
-No seas mentecato, Wilfredo, tus asuntos son la finca y la familia, dijo ella, pero supo que él no había tomado en cuenta sus palabras.
   Aquella conversación la tuvieron unos días antes, por eso se fue hasta el altar, temerosa de que Wilfredo estuviese entre los alzados. Se postró delante de la Santísima  y con los ojos cerrados buscó una respuesta a su temor. Supo finalmente que no había que temer y le dio gracias a La Virgen. Al anochecer llegó Wilfredo cargado de Pasteles, ignorante del alzamiento rebelde. Ella se persignó y de nuevo le dio gracias a La Caridad del Cobre.
   Aquella tarde La Virgen le había dado la certeza de que nada le ocurriría a Wilfredo, pero no llegó a decirle que muy pronto lo traería con el vientre perforado por el  cuerno de un toro. Se lamentó entonces de que el marido no hubiese escuchado a tiempo el escopetazo rebelde.
   Cuando tuvo delante el cadáver de Wilfredo se inclinó para cerrarle los ojos con la punta de sus dedos y le puso una sábana encima para no seguir viendo el terror que la muerte dejó en el rostro, ahora cetrino.
  Apenas el cuerpo de Wilfredo salió por la puerta principal, Asunción Macaria mandó a llamar a dos de los peones para darle una orden que estuvo a punto de romper para siempre sus relaciones con Onésimo.
-Maten al maldito animal, ahora, después lo queman y se lo echan a los perros.
    Los peones se miraron indecisos.
-¿No han escuchado bien? Protestó ella.
-Es un animal especial, señora Sunci, lo trajo su padre desde Canadá, se atrevió  a decir uno de los empleados mientras le daba vueltas al sombrero entre las manos.
-Como si lo trajo su madre o el mismísimo Dios, carajo, dije que lo quiero muerto.
   Los empleados agacharon la cabeza en señal de obediencia y dieron la espalda para cumplir la orden.
-Quiero los cuernos, gritó Asunción Macaria y fue a meterse en su cuarto.
  
Onésimo Pimentel se enfureció cuando le dieron la noticia.
-¿Cómo se atreve? Es una estúpida. Ese toro valía más que su marido.
Agustina Peralejo se persignó y alzó sus ojos al cielo.
-Eres un monstruo.
   Sin embargo, cuando al día siguiente estuvo frente a la hija, Onésimo no hizo reproches. Ella acaso abrió los ojos por primera vez desde que se llevaron el cadáver del marido. Lo miró desde una palidez que a él le pareció de muerte, con un movimiento de la mano lo invitó a sentarse y él descubrió en sus ojos un brillo de odio, como si estuviese mirando al toro canadiense. Se acomodó en el borde de la cama y habló en un tono que no pasó inadvertido a los oídos de la hija.
-No puedes echarte a morir, tienes que atender a tus hijos. Debías venir unos días al pueblo, y levantó los hombros como si quisiera refugiarse en su guayabera blanca. Ya sabes que yo estimaba a tu marido.
-Falso, protestó ella, como si despertara de un sueño largo, estoy segura de que ha lamentado más al toro que a Wilfredo; nunca lo perdonó, lo usó, pero no le ha perdonado.  Onésimo abrió sus ojos, sorprendido y negó.
Usted no vino a consolarme; vino a reclamarme lo del toro, pero no tiene valor para hacerlo.
Él volvió a negar con un gesto. Antes de volver  a cerrar los ojos Asunción Macaria dijo como si masticara cada palabra: “lo volvería a matar si resucitara”.
   
 Durante los once meses posteriores a la muerte de Wilfredo, Asunción Macaria permaneció encerrada en su cuarto. Apenas habló, a sus propios hijos no les permitió más que una corta visita cada día. Genaro, que tenía el don de la persuasión intentó convencerla de que no era conveniente que se tirase a morir.
-Con eso no remediamos la ausencia de papá.
Pero ella no le respondió.
   Lila, por su parte, se limitaba a sonreír cuando la madre le dirigía alguna palabra, inquieta y sin prestar atención iba moviéndose poquito a poco hasta alcanzar la puerta. Tan pronto lograba escapar se internaba entre los árboles en busca de su colibrí.
   Desde que llegaron de Camagüey y aquel pajarillo le dio la bienvenida revoloteando sobre su cabeza, Lila parecía otra niña.
  Antes de cumplir los once meses andaba por la casa hablando sin parar, como si la naturaleza la hubiese dotado de una capacidad especial para comunicarse.
-¡Dios mío, habla como una persona mayor! decía el padre y la madre observaba con admiración la precocidad de la pequeña.
-Habla y razona, puntualizaba cuando Wilfredo hacía tales observaciones y se quedaba pensando que le hubiese gustado ver aquella precocidad en Genaro.
   Después del incidente con el colibrí, la niña pareció perder tales facultades.
-¿Será que extraña la casa de Camagüey? Se preguntaba el padre, pero la madre descubrió muy pronto que el cambio se debía al colibrí.
Más de una vez Asunción Macaria tuvo que llevarla a la cama, porque se levantaba dormida y andaba  toda la casa revoloteando como el pajarillo y emitiendo un sonido agudo que ellos no le habían escuchado nunca; era el modo de comunicarse con el pajarillo.
   A partir de la muerte de Wilfredo, Lila no paraba en casa, al amanecer se internaba entre los árboles y se pasaba el día cerca del colibrí. Regresaba a la caída del sol seguida por aquél, que venía moviendo sus alitas sobre su cabeza, como si interpretara una danza ritual.
   Alertado por los empleados de la finca, Genaro pudo ver el espectáculo, que le pareció increíble y empezó a sentirse preocupado por el estado mental de la hermana.
  Asunción Macaria no percibió lo mismo, atribuyó el asunto del colibrí a la necesidad de la hija de estar en contacto con la naturaleza, que era como comunicarse con Dios.
-Déjala con su pájaro, le dijo el mismo día que decidió modificar su conducta. Genaro nunca supo la verdadera razón por la que Asunción Macaria decidió, súbitamente, abandonar  el encierro, pero el cambio nada tuvo que ver con Lila; sí con la visita de su prima Filomena, quien se presentó con la excusa del pésame, aunque en realidad no hizo otra cosa que hablar de su vida, que andaba como virada al revés. Jamás le dijo una palabra de aliento. Al principio se espantó ante el panorama que encontró en la habitación de Asunción Macaria y luego, cuando salió del estupor, empezó a lamentarse del rumbo que había tomado su vida conyugal, pues el matrimonio es maravilloso si marcha bien, dijo, pero infernal cuando se descarrila.
   Asunción Macaria pareció indiferente a las palabras de aquélla, pero cuando mencionó el nombre de Belisario Alquízar, estuvo a punto de saltar de la silla, tuvo que hacer un esfuerzo para no echarla de casa.

   Filomena abandonó la finca sin haber escuchado apenas la voz de la prima, el silencio sostenido de aquella y el caos que encontró en su habitación, le hicieron pensar que había perdido la razón.
Está loca, se dijo y fue a darle cuentas a Agustina Peralejo.
   Por su parte, Asunción Macaria percibió que la visita de Filomena había modificado su ánimo. El nombre de Belisario Alquízar, escuchado hasta el cansancio, hizo renacer en ella una fuerza que creyó perdida. Supo entonces que su odio por Satanás era ilimitado, un odio ancestral, traído en sus entrañas como herencia de algún remoto antepasado; odio que era tal vez su razón de ser y que por algún designio desconocido estaba vinculado con Belisario Alquizar.
   Durante los meses de encierro trabajó sin descanso para convertir su habitación en reflejo del mundo que ella percibía como el asignado por La Virgen para enfrentar las fuerzas de Satanás. El altar creció, cubrió toda la pared, desde el piso hasta el techo. En el centro, la imagen de la crucifixión fue remplazada por otra de La Virgen de la Caridad del Cobre. A ambos lados, santos y angelitos formaban una corte multitudinaria. A sus pies pastaban las ovejas, y los pastores, iluminados por la gracia divina, miraban con reverencia la imagen venerada de la Santísima.
A Filomena le había parecido abrumador, pero cuando vio en las paredes las figuras de diablos agujereados y ensangrentados, se quedó paralizada. Sobre todo, le causó estupor la imagen de un diablo rojo, de ojos desorbitados y cuernos retorcidos y filosos, que se encontraba en un extremo, como presidiendo la corte demoniaca que cubría también parte del piso de la habitación. El cuerpo de aquel diablo estaba cubierto de clavos y sus ojos y cuernos eran los mismos del toro que había asesinado a Wilfredo Funcia.
-Es una imagen espantosa, le dijo a Agustina Peralejo, y cerró los ojos tratando de borrar la visión del monstruo.
Apenas se despidió Filomena, Agustina Peralejo mandó a preparar el carro.
-¿Vas a salir con esa pierna así? gruñó Onésimo Pimentel mientras miraba la pierna de la mujer, enrojecida por la linfangitis.
-Voy a la finca, se limitó a decir y emprendió el viaje.
   Lo que vieron sus ojos cuando le pareció más aterrador de  lo que Filomena había logrado transmitirle. Las piernas se le aflojaron a la altura de las rodillas y tuvo que buscar apoyo en la pared. Con los ojos cerrados se estuvo persignando hasta que Asunción Macaria la tomó por el brazo para llevarla a la sala.
-Ave María Purísima, hijita, ¿qué está pasando contigo? dijo cuando se recuperó del impacto.
Asunción Macaria se limitó a mover la cabeza.
-¿Dime qué cosa se te ha metido en la mollera?
-¿Cuál es la alarma, madre? Respondió Asunción Macaria con otra pregunta.
-Ese cuarto, esos diablos, esa cosa terrible que te rodea.
Asunción Macaria esbozó una sonrisa, se frotó las manos y dijo que usted, madre, ha sido testigo de lo que el diablo ha hecho conmigo ¿por qué se asombra?
   Agustina Peralejo se persignó de nuevo y se estrujó el rostro con ambas manos, recordó el día en que Demóstenes llevó a sus hijos hasta la alambrada. Ella misma se había preguntado entonces si no sería cosa del diablo lo que había trastornado la conducta mansa del cerdo.
-Enfrentar al diablo es un suicido, susurró entonces y miró a la hija compasiva.
Asunción Macaria se limitó a murmurar por lo bajo, como si quisiera no ser oída, que para eso había venido al mundo, dijo.
Agustina Peralejo miró hacia el techo, como buscando la infinitud del cielo y pidió por ella: Ayuda a mi hija, Señor.
 Durante cuatro horas permanecieron sentadas una frente a la otra; hablando a veces,  mirándose en silencio a ratos
-¿Por qué no se queda esta noche? Propuso Asunción Macaria cuando vio que la madre se disponía a partir. Agustina Peralejo hizo un gesto de negación, y pasó sus manos nerviosas por el vientre, como si buscara el delantal para secar las manos sudorosas.
-Los huesos viejos necesitan su cama, hija.
-Pues vaya entonces con La Virgen.
 Antes de partir, sentada ya en el coche, Agustina le comentó:
Que Onésimo estaba pensando mandar a alguien para que administre la finca.
Asunción Macaria brincó, como si de nuevo hubiese oído hablar de Belisario Alquízar.
-Que no lo haga, advirtió con los ojos encendidos, mañana me ocuparé personalmente. Si lo hace no me volverán a ver.
   Arrepentida de haber hecho el comentario, la madre le aseguró que no habría tal administrador.


Después supe que abuela no era bajita ni grandísima como yo la veía cuando era pequeñito. En aquella época era tan alta como la casa y los árboles que la rodeaban. Yo la veía tan grande y misteriosa como la ceiba que estaba al fondo del patio. La veía inmensa cuando levantaba sus manos y las ponía en cruz para decir: detente, animal feroz, que antes de nacer tú, nació el niño Dios. Cuando eso decía, el Pininío se paraba en seco y no podía pasar.
  Sólo cuando estaba delante del altar abuela se veía pequeñita, parecía un granito de frijol en medio del cielo, seguramente le cedía su tamaño a la santísima Virgen. Su voz era entonces un susurro, y sus manos, unidas a la altura de la barbilla, eran patitas de araña.
-No permitas, Virgen mía, ensañamiento y vituperio; cierra las puertas del infierno y haz que el maldito se intoxique con su propia inmundicia. Ahógalo en su sed infinita y convierte su garganta en nido de sanguijuelas para que sea devorado desde sus propias entrañas.
   Y se iba incorporando, con sus manos en cruz y cuando llegaba a la puerta del cuarto ya era grande otra vez.

Aunque el Pininío venía de noche, el miedo llegaba primero, con el último rezo de la tarde. Ella entraba al cuarto y movía los labios, aunque no se le escuchaban palabras. En ese instante el sol se metía en la tierra y todo quedaba en penumbras. Entonces entraba el miedo con la brisa crepuscular. Los perros regresaban a casa con la cola entre las patas; las gallinas recogían a sus pollitos y se alejaban cloqueando con timidez. Abuela salía del cuarto y miraba por el hueco de la puerta.
-Hoy viene de pájaro y caballo o de pájaro y bruja.
Pero cuando decía: viene de pájaro y perro flaco, el miedo no cabía entre las cuatro paredes. Hasta el retrato del presidente de la república, que estaba colgado en la pared, se ponía a temblar. Y eso que mamá decía que un presidente nunca tiene miedo y menos aquel, que es un hombre valiente. Yo me puse a pensar que el Pininío era capaz de cambiarlo todo, porque aunque mamá dijera lo contrario, el presidente temblaba; yo veía como el bigote se le ponía estrechito y la corbata se le quería caer del cuello. Entonces se me ocurrió preguntar:
-¿Y los presidentes hacen caca?
Papá soltó una carcajada y dijo que claro, muchacho, los presidentes son personas igual que los demás; casi siempre más corruptos y pendejos, como el que nos gobierna ahora.
Un tiempo después le escuche decir:
-Con lo cobarde que es este presidente, se debe de estar yendo en mierda, porque la cosa se le ha puesto fea. Si  no se va lo van a sacar del Palacio a patadas por el culo.
 Cuando el Pininío estaba a punto de llegar, los árboles se ponían mustios. Parecía que se le caían los hombros y se quedaban estrechitos. Entre sus hojas se hacía de noche mucho antes de que la noche hubiese llegado. Las ramas empezaban a sacudirse y yo sacaba la mano por la ventana para ver si era la brisa, pero todo estaba en calma.
   A los lejos se escuchaban las voces de los peones arreando el ganado y parecían voces de otro mundo, como si después del último rezo de abuela, uno se quedara atrapado en el mundo de los muertos. Pero yo quería pensar que aquellas venían del nuestro, de los vivos, y trataba de identificarlas con ellas mismas, como las había escuchado en la mañana, a la salida del sol, que era cuando empezaba el mundo que nos pertenecía. Pero apenas encontraba esa dimensión de la vida en aquellas voces, cuando entraba el Pininío y se metía en mi mente, y no quedaba espacio para otro pensamiento. Yo quería gritar para que prendieran la luz, pero no lo hacía. Aguantaba con la cabeza debajo de la almohada, porque papá se disgustaba.
-Los hombres no pueden ser tan cobardes. Ese miedo a todo es cosas de mujercitas, carajo.
 E1 miedo me ponía la cabeza chiquitita, las piernas rígidas y los pies fríos, fuera verano o invierno los sentía congelados. A veces escuchaba un golpe en la puerta principal y el corazón golpeaba duro en el pecho. Después todo volvía a quedar en ese silencio remoto que hay debajo de las almohadas. Una especie de tregua, una paz momentánea, porque abuela se había quedado dormida con los brazos en cruz y el Pininío retrocedía e iba a meterse de nuevo entre las hojas de la  ceiba.
  A ratos yo flotaba por todo el cuarto, subía y bajaba del techo a la cama, hasta que me ponía a pensar en la oscuridad y me aferraba a las sabanas y a la almohada para no seguir viajando por el aire. A veces, en lugar de subir, bajaba hasta el fondo de la tierra; iba yo montado en la almohada, pero estaba muy oscuro y empezaba a patalear para subir de nuevo. E1 ronquido de papá, que llegaba a través de la pared, era un alivio, una compañía. También era alivio pensar en los bandoleros, porque si llegaban abuela los oiría antes de que se acercaran, le dispararía un escopetazo y mamá y papá prenderían las luces.


La perspectiva de que mandaran un nuevo administrador para la finca, más los rencores renovados propiciaron que Asunción Macaria abandonara definitivamente el encierro. Lila no se percató, inmersa en los asuntos de su colibrí. Genaro, por el contrario, se quedó perplejo ante el repentino cambio de la madre, quien con la energía acostumbrada, ordenó que le prepararan los caballos y lo invitó a hacer un recorrido por la finca.
-¿Y esto que cosa es? pregunto Asunción Macaria al mozo que les acompañó, cuando en medio del potrero donde pastaban las novillas de cría encontraron un montón de huesos y cenizas. E1 mozo dudó un instante y luego respondió con timidez:
-Ahí quemamos al toro, señora. Lo dijo con vacilación, temeroso del efecto que podía causar la información.
Asunción Macaria hizo una mueca de disgusto y golpeó con las brindas la nuca del caballo, pero apenas habrían recorridos cien metros se detuvo en seco. A trote corto regresó al lugar de la quema, bajó de un salto de su cabalgadura y con sus propias manos llenó las alforjas con aquella ceniza negruzca.
-¿Y eso para qué, mamá? Preguntó Genaro, pero no tuvo respuesta.
Cuando regresaron a casa, Asunción Macaria vertió las cenizas en un frasco de cristal y se encerró en el cuarto. Dibujó una enorme cruz con el polvo a los pies de Satanás y con el resto le embarró el rostro. La ceniza tapó los rasgos que espantaron a Filomena y el diablo pareció payaso de circo. “Traga tu propia inmundicia”, murmuró.
   E1 mismo día que la prima le hizo la visita, Asunción Macaria sacó al diablo del rincón donde lo tuvo claveteado durante once meses, lo hizo con una mezcla de regocijo y sufrimiento. Atrapado por el cuello lo condujo hasta el valle rocoso y árido que había construido para él y lo obligó a mirar al altar, desde donde habría de contemplar hasta la eternidad la presencia de La Santísima Virgen de la Caridad. Con esmero fue dibujando en el rostro del maligno, los rasgos de Belisario y Floriselda Alquízar. En cierto momento, Asunción Macaria creyó sentir entre sus manos el temblor del monstruo, y eso le infundió nuevas fuerzas y nuevo gozo. Para un demonio, medidas infernales, susurró al concluir su obra. Entonces durmió larga y tranquilamente.

Agustina Peralejo no pudo reconocer al diablo rojo cuando lo vio desde la puerta, aunque en realidad había sido un regalo enviado para ella desde Granada, cuarenta y cinco años atrás. Una broma del primo José Agustín Peralejo.  El primo, quien conocía muy bien su naturaleza supersticiosa, lo mandó un fin de año, metido en una caja de turrones de Alicante.
   A punto de desmayarse estuvo ella cuando abrió el paquete y el diablo saltó impulsado por un resorte. Luego leyó la divertida carta del primo, pero ni así salió del estupor que le causó el monstruo. Sólo por consideración a José Agustín, cuya carta le dio mucha satisfacción, no se deshizo del muñeco. Después de meditar un rato, lo metió en la caja y lo mando para la finca.
-Que lo metan en el cuarto de desahogo.
  Agustina lo recordaba a ratos, cuando alguien de la familia se enfermaba y ella no encontraba la causa, pero se negaba a creer que un regalo, una broma del primo, pudiese tener efecto negativo.
Tratándose de José Agustín no puede haber maleficio, se decía, y hubiese llegado a olvidarlo para siempre de no haber sido porque una de esas tardes en que se iban a la finca, a Benjamín le dio por revolver los trastes almacenados en aquel cuarto de desahogo.
  Con el diablo entre sus manos, Benjamín se escabulló fuera de la casa y se escondió entre los arbustos que estaban más allá del jardín para hacerle una broma a la hermana, quien correteaba detrás de una mariposa. Cuando Asunción Macaria estuvo cerca, Benjamín lanzó al muñeco por encima del ramaje para que fuera a caer a los pies de la niña. La sorpresa la hizo retroceder, luego cayó pesadamente al suelo sin proferir un grito. Fue Benjamín quien gritó y los peones corrieron y tras ellos Agustina Peralejo. De no haber andado rápido los peones, también la madre hubiese rodado por tierra.
   Onésimo Pimentel fue informado por un empleado de la finca y con una mano  tomó por el cuello al  diablo y con la otra a Benjamín para ir a tirarlos al cuarto de desahogo.
   Seis horas más tarde, Asunción Macaria despertó de un sueño profundo, entreabrió los ojos y le echo una mirada a la familia, que estaba reunida alrededor de su cama. Sus ojos se detuvieron en Benjamín que le ofrecía una sonrisa conciliadora, entonces dijo sin rencor, pero con firmeza:
-Morirás de rabia.
Y volvió a quedarse dormida hasta la mañana siguiente.
   Muchos años después ella recordó con pesar aquellas palabras suyas, y no tuvo dudas de que el diablo había hablado por su boca.


   El día que el toro canadiense mató a Wilfredo Funcia, Asunción Macaria recordó al diablo, que aún estaba en el cuarto de desahogo. Estuvo segura que, desde aquel lugar, el monstruo estaba ejerciendo su implacable perversidad.
Hay que detenerlo, murmuró, y lo tomó por el cuello, como lo había hecho su padre muchos años atrás. Mientras lo sostenía entre sus manos, sintió el calor de las lágrimas. No recordaba haber llorado nunca de aquel modo, pero la imagen del marido, muerto y aterrado, se superpuso de pronto a la del monstruo y no pudo evitar que un sentimiento de compasión la estremeciera. Apretó los párpados hasta que los ojos estuvieron completamente secos.
-Ahora la guerra será hasta el final, musitó junto a la cabeza del demonio, y se fue a su habitación sin dejar de apretarle el cuello.


Cuando Filomena dejó la casa,  Asunción Macaria tuvo la certeza de que aún desde aquel lugar donde lo tenía claveteado, el diablo seguía propagando su influencia fatal. Por eso lo arrancó de allí para llevarlo hasta el altar, desde donde tendría que mirar, por siempre, la cruz divina y la imagen de la santísima.

A diferencia de su madre y hermana, por aquellos tiempos a Benjamín no le interesaban los asuntos del más allá. Hay demasiados aquí para ocuparnos del cielo, solía decir.    
  Desde muy pequeño Agustina Peralejo le había hecho leer La Biblia y él lo hacía con placer, porque sentía especial afición por la lectura. Una y otra vez volvía sobre ella, para regocijo de la madre, pero lo hacía deslumbrado por la imaginería maravillosa y no movido por la fe que le atribuía la andaluza. Con el tiempo dedicó largas horas a hurgar en la biblioteca familiar, concebida por Onésimo Pimentel para presumirles a los amigos, aunque jamás leyó un ejemplar. El muchacho devoró libros que jamás habían sido abiertos por mano alguna, comprados por el padre al bulto, sin reparar en títulos ni autores. Pero allí estaban Cervantes, Lope de Vega, Calderón, Fray Luis de León y muchos clásicos más, comprados a un librero Extremeño. Sobre ellos anduvo una y otra vez Benjamín. En sus sueños compartió las hazañas con el Cid Campeador, con los picaros más connotados y con El Caballero de la Mancha. 
 Desde adolescente se hizo notar en el pueblo por su amor a los libros y sus relaciones con los adultos, sobre todo con Benigno Ignacio Frandín, un viejo leguleyo que impartía por aquellos días clases de física y matemática. E1 doctor Frandín, como solía conocérsele, había dejado la profesión de abogado por considerar que allí estaba concentrada buena parte de la corrupción que  minaba al país. “El poder judicial y una letrina tienen poca diferencia en este país”, solía decir
  En el aula era el Sabio, aunque muchos en el pueblo lo tildaban de loco. Vestía un saco largo, a las rodillas, una corbata fuera de moda, mal amarrada al cuello y unos zapatos de dos tonos que nunca lustró. Caminaba encorvado y se desplazaba lentamente, mientras sus labios susurraban un monólogo que parecía interminable. Habitaba un enorme caserón, que no compartía, al que Benjamín llegó a visitar casi a diario, para escuchar arrobado, las interminables pláticas del viejo profesor.
  Aunque de manera informal, el doctor Frandín se hizo cargo de la educación de Benjamín,  no eran precisamente los temas de física y matemática los que atraían al muchacho, sino aquellos relacionados con la filosofía y la historia. De regreso a casa, se pasaba horas en la biblioteca, enfrascado en los asuntos del Ser y la Existencia. Leía con peculiar fruición los textos filosóficos de Platón, Kant y Hegel, para luego enfrascarse en consultas y consideraciones con su maestro.


Nuestra casa era de una manera cuando abuela andaba trajinando por los pasillos y de otra cuando dormía la siesta. También mamá era de otra forma cuando abuela se movía por la casa. Cuando eso ocurría, ella se ponía chiquitita y los brazos se le pegaban al cuerpo. Entonces caminaba como si tuviera las piernas atadas, la cara se le ponía muy tensa y las cejas parecían una sola rayita encima de la nariz.; no hablaba y uno tampoco se atrevía a hablar. Era como si en casa hubiera luto o fuera viernes santo, porque los viernes santos todo el mundo se recogía hasta que Cristo volvía a resucitar. En cambio, en casa del abuelo Belisario mamá era diferente; se le soltaban los brazos, las piernas y la lengua; se reía todo el tiempo y no dejaba de hablar. En casa del abuelo Belisario mamá era alta, joven y bonita, como se veía en las fotos de la boda.
-No cambias ni porque ya tienes un hijo, decía el abuelo Belisario y le acariciaba el pelo.
-Salí a ti, respondía mamá, mírate al espejo para que veas cómo nos parecemos.
E1 abuelo Belisario lo hacía, pero no buscaba el parecido entre ambos, se miraba en detalles y decía:
-Todavía me veo bien ¿verdad?
Mamá soltaba una carcajada.
-Ay, papá, te mueres de miedo a la vejez. Claro que te ves bien.
  Cuando abuela dormía, mamá se parecía a la que estaba en casa del abuelo Belisario, entonces yo le rogaba a la virgen para que la hiciera dormir toda la tarde, pero dormía muy poco, y en cuanto se sentía el trasteo en el cuarto, todo volvía a ser como antes.
 Tampoco la casa era la misma cuando ella dormía la siesta. Uno no podía saberlo por el ronquido, porque estaban cerradas todas las puertas y ventanas; se sabía porque la casa se llenaba de aire y luz. No hacía más que quedarse dormida y la casa se ponía clarísima; la brisa empezaba a batir de pronto, como si se hubiesen abierto todas las puertas. Uno miraba hacia el techo y lo veía más alto, la sala y el comedor se ponían anchos y a los cuartos llegaba olor a yerba y tierra recién mojada. Afuera los gorriones piaban y revoloteaban junto a sus nidos y los huevos empezaban a reventar para que nacieran nuevos gorrioncillos.
  Cuando se escuchaba el fósforo sobre la lija y la llamita ardía sobre el pabilo de una vela, era como si me estuviera llamando, una orden, una especie de imán  me halaba desde la puerta del cuarto de abuela. Su voz era un susurro inquisitivo y áspero:
-¿Lo oíste anoche?
-No.
-Vino de pájaro y caballo y fue tremendo el tropel porque venía cabalgado por Maximiliano Contreras. ¡Ah, que terrible dolor en la verruga! Anoche fue treinta de julio y Maximiliano cumplió años de muerto. Detrás se escuchaba una gritería muy grande, pero Maximiliano dijo que no gritaban por él, sino porque ese día la patria habría de perder un héroe. Después pasaron tambores y cornetas. ¿Tampoco escuchaste los tambores y las cornetas?
-No.
-Iban repiqueteando muy triste por el héroe que perderá la patria. Ya lo oirás, el próximo treinta de julio pon asunto y lo escucharas clarito.
   Yo tenía la cabeza debajo de la almohada cuando lo escuché, con  toda claridad. Primero pasó el Pininío con Maximiliano Contreras encima, más bien entre sus alas. Llevaba tremendo tropel arriba del techo, y al mismo tiempo aleteaba. Entre las sabanas se metió el aire de sus alas. La pared tembló por el traqueteo de los cascos, y luego se oyó el relincho y después la gritería y las cornetas y los tambores tocando música de enterrar héroes.


Asunción Macaria se propuso acercar a sus hijos desde pequeñitos a la fe divina, quiso que todos sus actos estuviesen vinculados a La Santísima Virgen de La Caridad del Cobre, por eso los llevó una vez a la bahía de Nipe.
-Miren ese mar, les dijo, aquí empezó todo, cuando la santísima salió de estas aguas este territorio empezó a ser país y el mundo entero se estremeció, porque la Tierra estaba pariendo una isla que daría mucho por decir. Un lugar que sería como una cicatriz en pleno corazón del planeta.
 Cada noche los llevaba antes de dormir junto al altar, para que de rodillas, rezaran el Padrenuestro y el Avemaría. Genaro se aprendió las oraciones con la misma facilidad con que la hermana había aprendido a hablar, en cambio, Lila  nunca llegó a conocer el Padrenuestro. Repetía las oraciones automáticamente siguiendo el murmullo del hermano y aprovechaba la luz de las velas para proyectar en la pared la sombra de sus manos, con las cuales dibujaba animalitos, preferiblemente pajarillos en vuelo.
 Asunción Macaria no le daba demasiada importancia al asunto; estaba segura de que algún día su afición por los animales la llevarían a la comunión con Dios y La Santísima. El juego de aquel colibrí que le dio la bienvenida a su llegada de Camagüey fue interpretado como la confirmación de su sospecha. Sin embargo, le preocupaba la conducta de Genaro, porque creía ver demasiada formalidad en sus relaciones con el cielo. Y no se equivocaba; Genaro no sentía ninguna atracción por el mundo místico que la madre le inculcaba. Lo que otros podían interpretar como manifestación de fe no era otra cosa que un férreo sentido de disciplina. Rezaba con el mismo tesón con que procedía a realizar su aseo matutino o copiaba las lecciones de aritmética. Asunción Macaria lo confirmó un domingo en que se preparaban para ir a la iglesia y Genaro le preguntó:  
-¿Por qué Dios no viene un día hasta nosotros?
Lo dijo con desaliento y ella se persignó antes de responderle:
-Dios está siempre con nosotros.
Genaro movió su cabeza en gesto de aceptación, pero ni comprendió ni le interesó la opinión de la madre.
 Andaba por los diez años cuando Asunción Macaria pensó que todavía podría fomentar en él una personalidad religiosa.
-Lo haré cura, pensó, y no demoró en irse al pueblo para arreglar con los jesuitas la educación del muchacho.
  Genaro no se inmutó cuando la madre le comunicó la decisión, simplemente movió la cabeza en señal de aceptación y se alejó con paso lento hacia el cuarto de la hermana. Wilfredo Funcia, que presenció la escena, sonrió y aprobó con un gesto, sólo para agradar a su mujer, pues en realidad la idea de internar al hijo en el colegio de los jesuitas no le gustó en absoluto. Asunción Macaria, en cambio, unió las cejas y se estrujo las manos.
-¿Algo te preocupa? preguntó el marido.
  Ella asintió y se quedó pensando un momento antes de responder.
Que estaba segura de que en lo más hondo el hijo no estaba de acuerdo y volvió a quedar en silencio, mientras pensaba en alguna estrategia para acercarlo definitivamente a la fe.
   Seis meses después de la partida de Genaro para el colegio, la madre soñó que el muchacho había hecho un pacto con el diablo. En el sueño lo vio, ya hombre, montando un caballo negro y acompañado por Belisario Alquizar. La mañana siguiente anduvo inquieta, sin poder quitarse de la mente la mala impresión del sueño. A mediodía mandó a llamar a Wilfredo.
-Me voy al pueblo, algo está pasando con Genaro, dijo.
   Los curas la tranquilizaron.
Que no tenía que preocuparse le dijeron, porque el muchacho era buen estudiante y de ejemplar disciplina.
-Todavía le falta entrega y fe, pero es austero y tiene un alto sentido de justicia, aclaro uno de los jesuitas y se acomodó el nudo de la corbata mientras movía la cabeza entrecana y dejaba ver una sonrisa que probablemente le robó al mismísimo Papa.
  Asunción Macaria regresó a la finca aliviada, pero no dejaron de preocuparle las últimas palabras del cura: “le falta entrega y fe”… También le preocupaba lo de sentido de la justicia, pues allí podía estar el verdadero peligro. Por eso se postró a los pies de La Virgen y  estuvo más de dos horas de hinojos, pidiéndole que protegiera al muchacho y lo condujera por el camino de la razón y la fe.
   Aunque odiara a Belisario Alquizar no dejaba de reconocer que era, justamente, su alto sentido de la justicia lo que le había granjeado la simpatía de todo el mundo, fue por eso que se preocupó cuando le oyó al cura aquella valoración. Por lo demás, sólo ella era capaz de ver en la coincidencia de virtudes un peligro. Aquel sueño en que el hijo pactaba con el diablo y luego huía en compañía de Belisario Alquízar, no la abandonó durante muchos años. Con frecuencia se iba al colegio para recibir siempre una información semejante a la anterior. Inteligente, disciplinado y con gran sentido de la justicia, insistían los curas en la evaluación. Sólo cuando ya el muchacho había pasado cinco años en el colegio, los curas ampliaron el criterio.
Le dijeron que podía quitarse de la cabeza la idea de hacerlo cura, porque la fe que tenía no era suficiente para encaminarlo al sacerdocio.
   Asunción Macaria se sintió defraudada, pero se empeñó en creer que podían ser deficiencias en la evaluación. Habló entonces sin rodeos con el hijo.
-Quiero que seas cura. Eso le dará sosiego a tu madre.
   E1 muchacho, que no acostumbraba a contradecirla, la miró esta vez fijo a los ojos y le habló con firmeza.
-Mamá, en esto no voy complacerla, si lo hiciera faltaría a Dios y probablemente me condenaría al infierno.
-Hereje, dijo la madre y tuvo deseos de bofetearlo, pero se contuvo.
-Lo siento, dijo él y se alejó.
   Después de aquella confesión, la madre supo que sería inútil cuanto hiciera para que  reconsiderara su posición. A esas resoluciones invariables le había temido siempre. Se conformó entonces con verlo convertirse en hombre devoto, aunque tenía la corazonada de que tampoco habría de conseguirlo.
-Algo terrible está ocurriendo a mis espaldas, pensó y no pudo quitarse la idea de la cabeza. Le pidió a La Virgen cada día, que le diera un indicio de lo que estaba pasando.
   Wilfredo Funcia intentó convencerla de que no eran más que ideas suyas, que no tenía motivos para preocuparse.
-En verdad quien debía inquietarnos es Lila.
Ella negó con la cabeza. Lila era la de siempre, en cambio, Genaro estaba en peligro de perderse y ella lo sabía; estaba segura de que algo ocurría, aunque Wilfredo y los curas no fueran capaces de verlo. Y lo peor era que no sabía dónde estaba el peligro.
   No habían transcurrido quince días cuando le enviaron el indicio solicitado, llegó a través de un emisario de Filomena. La prima invitaba a toda la familia a los quince de Floriselda.
-Espero que le den esa alegría a mi hija, decía Filomena en su carta y se disculpaba por el involuntario alejamiento. Es imperdonable, escribió en una parte de su carta, pues la familia no debe permitirse el olvido; a fin de cuentas, prima, nos criamos juntas y nos hemos distanciado sin otros motivos que la dejadez y el matrimonio.
  A1 final de la carta, Filomena hacía referencia a Genaro. Está muy simpático, decía, de la noche a la mañana se ha vuelto un joven apuesto. Nos da mucho gusto que nos visite los fines de semana. Y concluía la prima: Belisario le ha tomado mucho cariño, será porque nos faltó el hijo varón.
   Asunción Macaria deshizo el papel entre las manos. Súbitamente envejeció, el cuerpo se  encorvó y los hombros se unieron. Con un esfuerzo supremo pudo abandonar la sala, pero se tambaleó en el umbral de la puerta. Ya en su cuarto se llevó las manos a los oídos y unió los párpados cuanto pudo, pero no dejaba ver la letra garabateada de Filomena.
    Rezó días y semanas hasta que La Virgen la escuchó, sintió su aliento y su susurro cerca del cuello. Entonces salió del cuarto para poner una gran cruz a la entrada de la casa.
“Detente animal feroz, que antes de nacer tú nació el niño Dios”.
     Más sosegada regresó para hablar un rato con La Santísima. Le prometió vestir de yute durante todo un año y rezar dos horas diarias de rodillas sobre la arena para que le salvara a Genaro.
-No me falles, Señora, susurró. Desde que tengo razón he vivido para servirte y enfrentar a tu adversario. Al decir esto recordó a Demóstenes, vino a su memoria aquel Domingo de Resurrección que el diablo eligió para mandarle el aviso, el primer reto, la primera señal con la que quedó claro que el camino del infierno comenzaba en las propiedades de los Alquizar.
 Era el mismo diablo que ahora quería desviar a su hijo del  camino. Antes lo hizo con Demóstenes; aprovechó que todavía no había llegado la hora en que Dios abriría sus ojos nuevamente y desvió al pobre verraco, y lo lanzó a toda carrera por debajo de la alambrada para dejarla casi desollada.
-Maldigo al diablo,  dijo ella entonces y  se estableció el reto.
Aquellas palabras que Agustina Peralejo consideró blasfemia, le salieron del corazón, con la fuerza y la espontaneidad de un grito de guerra.
 Lo que no pudo saber en aquel momento fue que su vida estaría para siempre vinculada a los Alquízar. Eso lo supo después, cuando Belisario se metió en el corazón.
   A todo galope salió Asunción Macaria para el pueblo, dispuesta a rescatar al hijo descarriado. A Wilfredo no le gustó ahora la idea de que el hijo abandonara los estudios, pero no se atrevió a ofrecer resistencia. Como antes accedió para evitar su ira.
-De que lo traigo lo traigo, dijo antes de partir.
   Quería enterarse hasta el último detalle de aquellas visitas dominicales de Genaro a los Alquízar y no tardó en saberlo. Supo que acompañaba a Belisario a las peleas de gallos; de los paseos con la familia por las márgenes del río y hasta de los comentarios que Filomena le hacía al marido, por lo bajo:
-Hacen una pareja estupenda.
Supo que tanto Genaro como Floriselda estaban contentos con la opinión de Filomena y que aprovechaban los momentos de soledad para tomarse de la mano y besarse, con cautela,  apresuradamente, pero siempre que tuvieron oportunidad.
  Antes de encontrarse con el hijo, Asunción Macaria le dio baja del colegio, alegando que su marido estaba enfermo y necesitaba la presencia del muchacho en casa. Después fue por él y lo llevó para la finca, dispuesta a mantenerlo bajo estricta vigilancia.
  

Cuando abuela empezaba a rezar, los perros salían corriendo desde el patio y se metían debajo de la mesa, se hacían ovillos y los ojos se le ponían blancos y tímidos, como si los amenazara una tormenta. No parecían perros, sino lagartos, no se atrevían a ladrar, ni siquiera a gemir fuerte, ni iban en busca de la comida, aunque mamá los estuviera llamando. Gemían muy bajo, su llanto era como el silbido de los insectos. Recostaban sus caras tristes sobre las patas delanteras y no se movían. Parecían perros de juguete. Estaban oyendo el susurro de abuela y veían la palidez de mi rostro.
 Los rezos de abuela hacían hervir las entrañas de la tierra, porque empezaba a subir un humo blanco, como la niebla al amanecer. Aquel humo llenaba la casa; todo se veía empañado: el techo, las paredes, los muebles y hasta al cuadro de Martí que estaba en la pared; se le nevaban las cejas, el bigote y las patillas, como si estuviera envejeciendo. Afuera los árboles se estaban tranquilitos y las gallinas dejaban de cacarear. Los pollitos no piaban y metían en la hierba, como cuando había gavilanes en el aire. Los gorriones se quedaban en sus nidos y la llama del fogón se volvía chiquita, no crecía aunque mamá la atizara para hacer la comida que estaba en los calderos.
-Dios mío, ¿qué es esto que está pasando?
Pero la llama seguía chiquita, como si se estuviera quedando dormida.
   En cuanto abuela decía la última palabra de su rezo y se ponía de pie, la candela subía espontáneamente y los calderos empezaban a echar humo. La niebla regresaba al fondo de la tierra y los perros levantaban las orejas y salían corriendo para el patio. Yo me quedaba tranquilo, esperando que su pensamiento me llamara para acercarme a la puerta de su habitación. Ella no  me podía ver, pero sabía que estaba allí, porque enseguida empezaba a decirme.
-Anoche vino de pájaro y persona, y se estuvieron oyendo sus pasos toda la noche, como de hombre que calza botas grandes. ¿Escuchaste el taconeo en el tejado? Yo no decía que no, porque a lo mejor el ruido que sentía a través de la almohada no fueron los gatos, ni los pasos del otro lado de la pared hayan sido los de papá que se levantó a tomar una aspirina. Seguramente fue el Pininío, porque el jarro de leche amaneció vacío.
-Traía mucha sed, pero como odia el agua, por eso toma leche. Fíjate que no le alcanzó la que estaba en el jarro y se puso a ordeñar las vacas. ¿No escuchaste las vacas bramando?
-Sí.
-Tanta leche tomó que después no podía alzar vuelo. ¿No escuchaste el aleteo en el patio?
-Sí.



Genaro no se mostró disgustado con la decisión. De no haber sido porque no quería alejarse de los Alquízar, ni revolver las malas pulgas de su madre, mucho antes hubiera pedido que lo liberaran de aquella escuela. Por eso, cuando la madre le comunicó lo que había decidido, ni siquiera hizo preguntas, aunque tampoco mostró complacencia, y eso desconcertó e irritó a Asunción Macaria. Sabía que Genaro no mostraba apego por la escuela, pero conocedora de las relaciones que mantenía con los Alquízar, no pudo comprender la  imperturbable tranquilidad con que asumió el asunto.
-¿No te importa dejar el colegio?, le pregunto cuando regresaban a la finca.
-Ya habrá tiempo para estudiar, respondió Genaro con indiferencia.
-Creo que te estás haciendo el babieca.
Genaro levantó los hombros y no dijo palabra.


Tenerlo en casa le dio a la madre un poco de sosiego, aunque le molestaba no poder penetrar el pensamiento del hijo. Lo vio tranquilo, acomodándose de nuevo a la vida de la finca, sin aparente angustia, entonces pensó que tal vez se había precipitado, a lo mejor le dio demasiada importancia a la carta de Filomena. No obstante, cuando recordó el sueño donde el hijo pactaba con el diablo, no tuvo dudas de que había hecho lo mejor.
-Hay que cortar por lo sano, susurró mientras se alejaba de la cocina para ir a meterse en su cuarto.
  Wilfredo Funcia, quien desconocía los verdaderos motivos para que su mujer tomara tan drástica decisión, no pudo comprender la medida.
Lo aceptó finalmente para evitar una discusión que sería inútil. No obstante, quiso expresar su criterio; en tono conciliador como quien no le da demasiada importancia a las cosas.
-Pudimos haber meditado este punto con más calma, Sunci, porque hablando con los Alquízar se podían haber evitado los gallos, a fin de cuentas ustedes son parientes.
-No vuelvas a decirlo, gritó ella.
Y aunque Wilfredo no llegó a comprender, tampoco quiso hacer preguntas. Hundió sus dedos dentro del pelo ensortijado y se limitó a decir:
-Está bien, Sunci.
Ella se alejó dándole tirones al cinto para ajustarse al cuerpo la bata de percal.
-Con el diablo están emparentados aquéllos, no conmigo, dijo cuando ya se metía en su cuarto.
 Dos semanas después, la mirada más suspicaz hubiera dado por desaparecido el peligro que alarmó a Asunción Macaria; Genaro no mostraba síntomas de nostalgia, ni hablaba nada que tuviese que ver con los Alquízar, el colegio, los gallos y los paseos dominicales.
-Ves, no había razón para inquietarse; a su edad se hace lo que la ocasión propicia, esas cosas se dan como impulsos de la sangre, dijo Wilfredo y hasta él se asombró de su razonamiento, sobre todo cuando vio la cara de asombro de su mujer.
-¿Te has vuelto pedagogo o filósofo, Wilfredo? dijo ella sin ironía.
Wilfredo Funcia sonrió y le hizo un guiño, con cierto aire de libre pensador y dijo, también sin ironía, que a su lado se estaba volviendo inteligente.
   Ni las evidencias ni los razonamientos de Wilfredo consiguieron tranquilizarla, sólo la desconcertaron. Genaro tenía la facultad de confundirla, facultad que no le reconocía a otra persona sobre la tierra; sólo él, con frecuencia, le hacía perder la pista. Por eso decidió no descuidarse, por el contrario, redobló su vigilancia. Siguió de cerca sus gestos, sus palabras, todo lo que hacía durante. Estuvo atenta hasta de la hora que se encerraba en su habitación, pero no encontró motivos de preocupación, entonces se tiró a los pies de La Virgen y rezó muchas horas, encendió velas amarillas, y cuando se alejó del altar fue a preparar sus vestidos de yute para cumplir la promesa que le hiciera a la Santísima  si la ayudaba a salvar al hijo.
   Durante mucho tiempo, cada noche, Genaro escribió cartas para Floriselda, que un peón leal hizo llegar a su destino. De no haber sido por la muerte inesperada de Wilfredo Funcia, el romance epistolar se hubiese prolongado, pero la muerte del padre hizo que Asunción Macaria percibiera la embestida del diablo por otro flanco y descuidara la vigilancia del hijo, que se le había hecho obsesión.
  Tampoco tuvo fuerzas ni tiempo para preocuparse ahora de los posibles amoríos del hijo con Floriselda Alquízar. También la visita de Filomena contribuyó a tranquilizarla en este punto, pues la prima no hizo una sola alusión a posibles relaciones de Floriselda y Genaro. No pudo ella saber cuánto esfuerzo tuvo que hacer la prima para no hablarle del asunto; ardía en deseos, pero Floriselda y Genaro le pidieron máxima discreción.
   Durante los once meses que duró el encierro de la madre, Genaro se movió con toda libertad. Cada semana veía a Floriselda y, con frecuencia, se bañaban en el río donde tantas veces lo habían hecho mientras se juraban amor y fidelidad hasta el fin de sus días. Sin embargo, cuando Asunción Macaria asumió las riendas de la finca, sus libertades se redujeron, pero como Genaro había tenido que enfrentar responsabilidades que antes fueran de su padre, siguieron viéndose, sin que la madre estuviera al tanto de sus ausencias.
   Asunción Macaria, mientras tanto, se dispuso a reanudar la confección de su vestimenta de saco, interrumpida por la muerte del marido.
 
  

La primera vez que Agustina Peralejo vio al marido angustiado por algún miembro de la familia ya habían cumplido cuarenta y cinco años de casados. No le extrañó que fuera por Genaro, porque era la única persona por quien Onésimo había mostrado afecto. Sin ocultar orgullo, decía que el muchacho es totalmente opuesto a Benjamín. Como tienen que ser los hombres, carajo, gruñía entre satisfecho y enojado.
Durante mucho rato ella lo vio ir y venir de un lado para el otro con las manos unidas por detrás de la espalda y moviendo la cabeza como toro, pero nada le preguntó por temor a la habitual reacción, mas aprovechó para acercarse cuando le escucho decir:
-¿Quién carajo le habrá metido esas ideas en la cabeza a este muchacho?
Agustina pensó que se trataba de Benjamín y preguntó.
-¿Qué pasa con Benjamín?
-Qué Benjamín ni ocho cuartas, Agustina, gritó Onésimo Pimentel; hablo de Genaro.
Agustina tragó en seco y se apretó el estómago con la punta de los dedos.
-¿Qué pasa con Genaro?
-Pendejadas, rugió él.
 Agustina Peralejo lo miró sin comprender, hizo silencio como esperando que explicara, pero como no lo hizo, dijo con voz cansada y temerosa:
-¿Qué ocurre con el muchacho?
-Política, escupió Onésimo, iracundo.
Y la mujer volvió a preguntar, ahora frotándose las manos.
-Anda conspirando el mentecato y le puede costar caro el jueguito.
-Ave María Purísima, exclamó Agustina y se persigno tres veces.
-El único ser inteligente en esta familia, carajo, y se está volviendo babieca. Como si pudieran tumbar al gobierno con sus mentecatadas. La política es poder y hay que estar  del lado de quien lo tiene.
  Agustina supo después que la información le llegó al marido a través del propio capitán de la policía.
Le dijo a Onésimo que estaban enterados de los pasos del muchacho y si no le habían dado una lección es porque se trata de su nieto, señor. Y se alejó diciendo que haga lo que tenga que hacer, pero que se aleje de los revoltosos.  
   Onésimo Pimentel entendió aquellas palabras como ultimátum y decidió sacar a Genaro del País.
   Asunción Macaria rugió de rabia cuando supo que su padre había iniciado los trámites para mandarlo fuera del país. No podía admitir que hubiese tomado tal decisión sin contar con ella.
-Mis hijos son míos, carajo, gritó. Sola los llevé nueve meses en la barriga y sola los parí.
-Esta vez debes ser flexible, hija, argumentó la madre, está en peligro.
Asunción Macaria quedó en silencio y se frotó las manos, después caminó en semicírculo por la amplísima sala de los Pimentel y susurró por lo bajo.
-Sólo por eso lo tolero, carajo. 
  Y después de un silencio largo, volvió a decir con enojo.
Que le aclarara a su padre que no quería más intromisiones en los asuntos de sus hijos, y volvió a repetir que sola los había parido. Y se fue de regreso a la finca.
Genaro hizo resistencia cuando se enteró de la decisión familiar. De inmediato intentó hacer contacto con sus compañeros de la clandestinidad, dispersos en ese momento por la ofensiva policial, pero recibió un escueto mensaje en el que le daban la orden de mantenerse tranquilo hasta que fuera el momento de volver a la lucha. “No hay que exponerse en vano, concluía la nota, volveremos cuando hayamos reorientado la estrategia. Los represores se filtraron en nuestras filas  y el costo ha sido grande”.
Supo que muchos de sus compañeros estaban presos y otros habían desaparecido.
   Sin alternativa, Genaro accedió y fue a ver a Floriselda para asegurarle que volvería pronto y para siempre.
   Antes de partir, tuvo una larga conversación con la madre, en la que intentó convencerla de que debía prestarle mayor atención a los desvaríos de Lila.
-Si usted no hace algo irá a parar a al manicomio, dijo.
Asunción Macaria negó con la cabeza y sonrió con indiferencia, pues no creía en el pronóstico del hijo.
-Tal vez sería bueno que la mandará un tiempo con abuela, argumentó, ella tiene sus métodos y a lo mejor logra quitarle de la cabeza ese asunto de los pajaritos.
-Sus razones ha de tener, murmuró la madre y levantó la mirada a las alturas, tal vez esté más cuerda que nosotros.
 En realidad Lila no daba motivo para preocupaciones que no fuera su extraño vínculo con los pájaros, en especial con aquel colibrí que siempre andaba alrededor suyo. En todo caso podría ser preocupante el creciente distanciamiento con la familia, pero no era cosa que le quitara el sueño a la madre.
  Desde la muerte de Wilfredo Funcia se le había oído hablar muy pocas veces. Asunción Macaria apenas la veía, aunque aparentemente estaba al tanto de lo que hacía. No obstante, las recomendaciones de Genaro quedaron en su cabeza y se puso a observar el vínculo de la hija con el pajarillo
   Los domingos Lila permanecía en casa y desde muy temprano se asomaba a la ventana de su habitación para llamar, con un silbido, a su pajarito. Después bajaba al jardín y regaba las plantas y las flores con agua de colonia para que el pajarillo perfumara el piquito. E1 avecilla revoloteaba entonces, incansable, sobre la cabeza de la muchacha.
   Intrigada por aquella ceremonia y hasta preocupada por las cantidades de agua de colonia que había consumido la hija, Asunción Macaria decidió hablar con ella. A la hora del almuerzo, cuando ambas estuvieron sentadas a los extremos de la enorme mesa de caoba, la madre preguntó.
-¿Por qué andas todo el día detrás de ese pajarito?
-Andamos juntos, respondió Lila sin rasgo de ingenuidad.
Asunción Macaria y movió la cabeza aceptando, pero no ocultó disgusto.
-¿Por qué lo haces?
Lila no respondió al momento, se quedó mirando a través de la ventana, como si la respuesta estuviese del otro lado de la pared.
-Porque lo quiero, dijo al cabo.
La madre se pasó la mano por la cara y volvió a menear la cabeza inquieta.
-¿Cómo es eso?
-Uno quiere a quien le da compañía ¿no?
Asunción Macaria se puso de pié, inquieta, y le preguntó qué si la familia no era compañía.
Lila dejó ver una sonrisa entre indiferente y tierna y susurró, como si pretendiera no ser oída, que a veces los animales te acompañan mejor.
Asunción Macaria volvió a la silla, se inclinó sobre la mesa, con la barbilla descansando sobre su mano izquierda y le preguntó enérgica:
-¿Entonces prefieres a los animales?
-¿Y usted no? Ellos no tienen ni dioses ni diablos a quienes temer. Son libres, porque si no hay miedo hay libertad, ¿verdad?
La madre se persignó tres veces y dijo algunas palabras que la hija no entendió, quedó en silencio y no se habló más durante el almuerzo.
  Cuando abandonó la mesa, Asunción Macaria se fue hasta el altar y rezó largo rato y pidió por la hija. Esa noche escribió una carta extensa para Agustina Peralejo y a la mañana siguiente la puso en manos de un peón y le encargó que acompañara a Lila hasta el pueblo.


Aunque su estancia en París fue relativamente breve, en la memoria de Genaro no se borró nunca. Al principio le pareció un engaño a su propia imaginación, pues había pensado en una ciudad de rascacielos y un sol rutilante sobre ventanales enormes. Percibió luego que había creado una idea de París a partir de La Habana, del Vedado, que empezaba a convertirse en un gigante de cemento y ladrillos, tal vez había pensado en la imagen que tenía de Nueva York. París otoñal era todo lo contrario. Le pareció la ciudad de la nostalgia o de la luna en cuarto menguante. Afincando bien los talones para no caerse, atravesó la Plece d'Italie y, cuando estuvo en el umbral de la puerta de su hospicio, tuvo, por un instante, la sensación de que había muerto y llegaba al purgatorio.
   Bastaron pocas semanas para que aquella impresión inicial desapareciera. Entabló amistad con Aracelio Peralta, un joven dominicano, oriundo de Santiago de los Caballeros, que llevaba mucho tiempo en París. Con su ayuda empezó a conocer los encantos y los misterios de aquella ciudad legendaria. Entonces pensó en las últimas palabras que le escuchó a Onésimo Pimentel cuando le dijo que no pensara que dejaba de joderle.
-Vas a conocer primero que yo a París, que dicen es la capital del mundo.
   Lo dijo, aunque ignoraba la verdadera magnitud de la capital francesa.
   Desde la ventana de su habitación, Genaro veía cada tarde como se levantaban las bandadas de palomas desde la plaza y sobrevolaban los techos grisáceos que aparecían atrapados por la bruma de otoño. Entonces recordaba de Floriselda Alquízar.
    Es lugar para el amor, pensaba después, cuando caminaba junto al Sena y veía las aguas tranquilas, deslizándose majestuosamente, sin murmullos, sin parecer que corría en dirección alguna, como si durmieran una siesta eterna entre las orillas opuestas.
    Onésimo tenía razón cuando ponderaba las cualidades de París, pensaba cundo iba por Montparnasse o se encontraba con estudiantes latinoamericanos en Montmartre. No olvidaría nunca sus meditaciones al pie de la basílica del Sagrado Corazón y en las oscuras galerías de la catedral de Nötre-Dame. Quedarían para siempre en la memoria los atardeceres otoñales en la Plaza de la Concordia, los Campos Elíseos y las visitas al museo de Louvre.
   No ignoraba Genaro el privilegio que significó su estancia en La Ciudad Luz, una ciudad que millones de hombres en la tierra soñaban conocer y amaban aunque jamás la hubiesen visto. Sin embargo, quería regresar a Cuba, extrañaba cada minuto a Floriselda y al sol del Caribe.  
De no haber sido por Aracelio, su estancia en París hubiese sido más corta, pues aunque el dominicano también se moría de nostalgia por el Caribe, logró convencerlo de que debían esperar un poco.
-Hay ciertas cosas que no admiten posposición, hermano, argumentaba Genaro.
-Hay que esperar, nadie va a morirse mañana, dijo Aracelio.
   Persuadido por los argumentos del dominicano, Genaro empezó a ver diferente las callejuelas empedradas, por donde habían transitado genios que cambiaron el rumbo de la  humanidad; personalidades de la historia y artistas de todo tipo. Visitó museos y galerías y mientras esperaba la hora del regreso, pasaba horas leyendo a Rousseau, Voltaire,  Víctor Hugo, Baudelaire, Rimbaud y Verlaine, una veces en el hospicio, casi siempre sentado junto al Sena. Se sentía emocionado cuando imaginaba que podía estar pisando los mismos adoquines que antes pisaron aquellos. Disfrutó repitiendo de memoria E1 barco ebrio, que su amigo Aracelio escuchaba también con placer  para luego elogiarlo.
-Dices los poemas como si fueras actor.
   En El contrato social, Genaro creyó encontrar respuestas a preguntas que siempre se hizo. Admiró con verdadera fascinación los lienzos de Monet, las peculiares figuras de Toulouse-Lautrec y las insuperables pinceladas de Van Gogh. Se apasionó por los episodios de la Revolución Francesa y la talla de sus protagonistas.
  Las lecturas sobre la revolución, que inicialmente lo deslumbraron, le provocaron después nuevas interrogantes, a las que quería encontrarle respuesta antes de abandonar París. Por eso cuando Aracelio lo invitó a partir hacia Praga, porque conociendo mundos se achica la distancia, dijo el dominicano, Genaro sintió cierto desgarramiento, tal vez porque empezaba a integrarse al misterio parisino, quizás porque dejaba inconclusas sus indagaciones y sin despejar  nuevos cuestionamientos.
-Es como si París quisiera seguir con nosotros, le dijo a su amigo, cuando estuvieron instalados en la casa del tío de Aracelio, quien tenía negocios de juguetería y su residencia en la calle París de la capital checa.
  Benigno Peralta era un hombre que disfrutaba  la ancianidad, de abundante pelo blanco y ojos pequeñitos y escrutadores. A pesar de sus años y el tiempo que llevaba ausente, mantenía el temperamento caribeño. E1 bienestar que Genaro pudo sentir en aquella ciudad se debió mucho al viejo Peralta, pues aunque Aracelio olvidó decírselo, apenas llegaron a su casa y el tío supo la nacionalidad del huésped, le hizo saber que se sentía tan cubano como dominicano, porque de adolescente se había integrado a la tropa de Máximo Gómez durante la guerra independentista cubana.
-Todavía tengo aquí dentro, dijo el viejo y se golpeó en el pecho, una mulata bayamesa que fue el amor de mi vida. Somos la misma cosa, muchacho, le dijo después. La vida me ha traído a esta tierra fría, pero llevo el calor de Cuba en el corazón, y abrazó a Genaro mientras los ojos pequeños se humedecían. Genero le dijo que un hombre que había estado en la tropa Máximo Gómez y amado a una bayamesa era como su padre.
   Guiados por el tío dominicano, Aracelio y Genaro conocieron Praga palmo a palmo. El amigo con ojos de turista, sin romper la distancia, Genaro, por el contrario, sintiendo una inexplicable identificación con la ciudad, a pesar de la frialdad de los checos y la barrera de un idioma que nunca llegaría conocer. Disfrutaba una agradable quietud cuando paseaba por la plaza Wenceslao o se alejaba bordeando el río hasta la Malá Strana. A veces se detenía en el puente Karlo y pasaba allí horas mirando las aguas majestuosas de río, o contemplando los claroscuros de aquella ciudad de castillos, cúpulas y campanarios. En ocasiones se iba hasta la colina que corría del otro lado del río, acompañado de Simona, una mujer esbelta y cálida que conoció precisamente en el puente Karlo y a quien hubiese amado con vehemencia de no haber existido Floriselda Alquízar.
  Con Simona vivió un peculiar romance, una pasión sin palabras ni promesas. Se despidió de ella después de una noche de tabernas y vinarnas y le dejó una flor roja, una rosa de Bohemia, pegada en el pecho.
-Guarda esa flor, le dijo, que es la de mi corazón.
Ella respondió solamente con unas lágrimas que asomaron a sus ojos azules.
  Sin dejar de pensar en el regreso, hubiera podido permanecer mucho más tiempo en Praga. Pero Aracelio lo dispuso todo y dos meses después de su llegada, con la ayuda del tío Benigno, partieron hacia un pequeño puerto yugoslavo en el mar Adriático, para abordar un buque mercante de poco calado que se dirigía a la República Dominicana.

  La familia Peralta lo recibió como si hubiera sido otro hijo que regresa. No hicieron distingos entre los mimos que le prodigaban a Aracelio y los que dispensaron a él. Llegó a sentirse abrumado por tantas muestras de cariño.
-Tienes una familia extraordinaria, hermano, le dijo al amigo, me siento como si hubiera llegado a casa.
  Pero Cuba estaba muy cerca y era el punto a alcanzar y después de algunas semanas, le comunicó al amigo la decisión de seguir camino.
-Me voy, dijo.
No era posible todavía regresar a casa, pero se iría a México para de allí arreglar el asunto del retorno.

Hizo el viaje a México acompañado de Andrés Fábrega, un joven poeta  de Cosamaloapan, quien los había acompañado en la travesía desde Europa. Fábrega era de ideas revolucionarias y espíritu aventurero. Había salido de México siete años atrás para conocer el mundo.
Hay que viajar, hermano, para que nadie te haga el cuento.
  Ahora, después de tanto tiempo, quería volver a su pueblo.
-Sólo para tomar oxígeno y abrazar a la familia, aseguró.
 Genaro llegó al pueblito veracruzano un mes después que su amigo, pues había decidido estar un tiempo en la capital para hacer contacto con los compatriotas del exilio. Bastó que visitara al Café Habana y un par de lugares más para que se produjeran los encuentros. Conoció músicos y cantantes cubanos que le abrieron los brazos y las puertas de sus casas, pero él quiso cumplir el compromiso que hiciera con Fábrega y después de una noche bohemia en el café León, partió hacia  Veracruz.
  Fue una revelación para Genaro Funcia; había en aquel pueblo un espíritu de familiaridad que lo hacía entrañable, le pareció.
-Es tierra de poesía y  de música, dijo Andrés.
  Genaro no regresó a la capital como pensaba, en breve hizo amistades que lo persuadieron para que permaneciera para que no se fuera. En realidad necesitaba dinero y como le ofrecieron trabajo, se hizo linotipista y no le fue mal. Aprovechó el tiempo para leer a José Martí y todo cuanto pudo sobre la Revolución Mexicana.
 Escribió cartas a la madre, a Onésimo Pimentel y a la novia, pero sólo recibió respuesta de Floriselda, en un sobre que llegó amarillento, tres meses después de haber sido puesto en correo.
   Asunción Macaria no le contestó, porque considero inútil hacerlo, teniendo en cuenta que el hijo anunciaba su decisión de regresar lo más pronto posible. Onésimo Pimentel, por su parte, tembló de ira y no quiso terminar de leer la carta. Se enfureció más cuando supo que el nieto se encontraba en México.
-El que nace para ratón busca la cañería, carajo, gritó, mira que dejar París para venir a meterse en un pueblito mexicano.
   De haber tenido a su lado a Floriselda Alquízar, Genaro hubiese extendido la estancia en Cosamaloapan. Los fines de semana pasaba horas compartiendo con poetas locales, músicos e improvisadores, que le parecían los mismos de Cuba.
La patria del hombre es el mundo, pensó entonces.
   Sin embargo, unas semanas después recibió la noticia de que en Cuba se había recrudecido la lucha contra el tirano y se fue hasta el puerto de Veracruz desde donde se embarcó rumbo a Santiago de Cuba.

 Mamá me pasaba la mano por la cabeza y se ponía muy triste. Pobrecito nene, decía, y los ojos se le llenaban de lágrimas. Uno iba a preguntarle ¿qué pasa, mamá? pero el pensamiento de abuela se interponía. De un salto salía de la cama, seguramente con el miedo metido en los ojos, porque mamá preguntaba:
-¿Por qué te pones así, hijito?
Yo no respondía; el pensamiento de abuela me estaba hablando desde el otro lado de la pared. Mamá se ponía las manos en la cabeza.
-No te tires de la cama descalzo, hijo, el piso esta frío y te va a dar asma.
Pero las cosas que mamá estaba diciendo en ese instante yo las sabía después, cuando el pensamiento de abuela se alejaba para ir a encender una vela. Entonces yo escuchaba las palabras de mamá como si las dijera en ese momento y salía corriendo a ponerme los zapatos y le decía que me diera el jarabe para el asma. Era difícil meter la cabeza debajo de la almohada cuando uno tenía asma, pero cuando era grande la ahogadera, mamá dejaba la luz encendida y el Pininío no se acercaba a la casa.
  El pensamiento de abuela empezaba a hablarme desde el otro lado de la pared y yo me iba descalzo hasta la puerta de su cuarto y no me acordaba del asma ni oía las palabras de mamá. Nada más sentía su pensamiento tirando de mis pies y escuchaba el rumor de su voz en mis oídos; un susurro que al principio no tenía forma de palabras y luego empezaba a dar vueltas por la habitación hasta que podía escucharla, desde el otro lado de la puerta.
-Anoche vino de pájaro y perro flaco. ¿Oíste su aullido?
-Clarito.
-¿Y su grito de pájaro triste?
-Clarito.
-Se posó en una rama de la ceiba grande, y la parte de perro flaco colgaba en el vacío. El viento lo meció de un lado para el otro, fue cuando el reloj tocó las doce campanadas, pero como la brisa no cesó en toda la noche y el cuerpo de Pininío no dejó de moverse, el reloj tampoco pudo parar, siguió con sus campanadas hasta que fue amaneciendo y el Pininío alzó vuelo. Entonces el reloj se detuvo un momento, segundos creo, y enseguida sonó de nuevo seis campanadas para que tus padres se levantaran.
-¿Tú escuchaste las campanadas del reloj?
-Clarito.
¿A dónde se fue el Pininío?
-A su casa, hijo.
-¿Y donde vive?
-En cualquier parte. De noche cumple los designios de Satanás y al amanecer vuela a las alturas para entrar en la boca del infierno. Allí se vuelve chicharra, grillo, lagartija, rana, culebra, murciélago, ratón y muchas cosas que una nunca has visto.
-¿Y camarón?
-¿Cómo puedes pensar eso, muchacho?  ¿Eres babieca? Le teme al agua.
-Ah, verdad.

¿A quién habrá salido tan cobarde este muchacho? rezongaba papá porque me veía retroceder cuando mamá decía.
-Nene, tráeme unas hojitas de cilantro.
Pero el cilantro estaba en el fondo en del patio, casi pegado a la ceiba grande.
-Va siendo hora de que te quites el miedo y hagas tus cosas, porque un hombre enfaldado es lo peor que se pueda ver.
Entonces mamá me cogía de la mano y juntos íbamos por el cilantro.
-¿Ves que no hay nada que temer, hijito? No puedes pasarte la vida pensando en cosas malas, tampoco puedes hacer caso de todo lo que te digan.
Yo no quería mirar hacia la ceiba, porque es árbol de fantasmas y botijas enterradas y es escondite de Pininío.
 -Eso no existe, hijo.
Y yo me ponía a temblar.
-De noche los muertos vienen a darle una vueltecita al tesoro que dejaron debajo de las raíces y se ven luces verdes que bajan de las ramas y se pierden en el fondo de la tierra. También en ese lugar hace muchos años, tantos que ni mis abuelos habían nacido, se ahorcó un hombre que perdió su fortuna en los gallos. Lo hizo para no volver a casa en la miseria.
-¿Y ese muerto viejo también se metió en el Pininío?
A lo mejor el lagarto que sube por el tronco del árbol es parte de ese muerto. Y esa hoja seca que se ve entre las ramas puede ser un murciélago, pero puede que el murciélago sea el ojo despierto de aquel muerto viejo.
-¿Por qué el ahorcado se jugó todo el dinero?
-No sólo el dinero, también la finca, el ganado y los caballos. Los gallos son una desgracia, muchacho. Detrás de un gallo siempre está Satanás. De los gallos y de los galleros, porque un gallero empedernido es siempre engendro del diablo.
Me pasaba días pensando en los gallos de papá y del abuelo Belisario, y empecé a comprender por qué el diablo que estaba en el cuarto de abuela se parecía al abuelo Belisario, pero no entendía  por qué se parecía también a mamá, que nada tenía que ver con los gallos, ni pude comprender por qué no se parecía a papá, que también andaba en ese asunto de las peleas. Miraba a papá a ver por dónde le salía lo de diablo y  mientras mamá servía la sopa, él me pasaba la mano por el pelo.
-¿Por qué me miras así, hijo?
-Será el bigote que te ha crecido, decía mamá, y se quedaba parada en la puerta mirándome de reojo.
Y ahí entraba el pensamiento de abuela a mi cabeza.
-E1 diablo puede tomar muchas formas, por eso es diablo, hasta en una caricia puede estar,  en la sopa que te tomas y hasta en el café con leche.
Seguramente me ponía muy pálido, porque mamá se llevaba las manos a la cara y decía:
-¡Ay, Dios mío! y le daba la vuelta a la mesa para tocarme la frente con su cara. Este niño está mal, Genaro, se nos está enfermando y tú no quieres aceptar la causa.
-¿por qué exageras? deja el niño tranquilo; la sopa lo puso a sudar.
Mamá decía que no hay peor ciego que el que no quiere ver y se iba a la cocina.
  Yo me alejaba, iba a meterme en el cuarto y pensaba que seguramente el diablo tendría que ver con otros gallos y otros galleros, pero abuela siempre estaba en mi pensamiento y al día siguiente, sin que viniera al caso, me decía:
-Todos los gallos y todos los galleros tienen que ver con el diablo, lo que ocurre es que algunos inocentes se dejan arrastrar y La Virgen les da una oportunidad; es el caso de tu padre.
-¿Y por qué mamá se parecerá al diablo si no soporta los gallos? Pensaba y me quedaba con la cabeza debajo de la almohada, esperando a que llegara el pensamiento de abuela.
-Hijo de lobo sale lobo, hijo de gato sale gato e hijo del diablo es diablo.
  Después mamá me vio mirándola de forma diferente y se puso muy nerviosa.
-¿Qué estás pasando, hijo? Dime, por favor.
No pude responder y entonces ella preguntó.
-¿Quieres que te mandemos unos días con el abuelo Belisario?
Empecé a llorar y me temblaban el cuerpo y las tripas y hasta el corazón yo creo que estaba temblando.
-No, si me mandan me muero.
-¿Cómo te vas a morir, amor? Los abuelos te quieren.
Sucede que antes de que mamá dijera aquellas palabras, abuela las había oído y por eso me dijo:
-Si te vas con los Alquízar te mueres de la enfermedad de los caballos.


Apenas llegó de México, Genaro fijó fecha para la boda y fue a comunicárselo a Floriselda.
-Ya esperamos demasiado, le dijo.
Ella recibió la información con júbilo, pero enseguida se ensombreció.
-Tu mamá se ha portado muy hostil, no creo que esté de acuerdo.
Genaro se encogió dentro de la camisa de dril azul y acarició el cabello de Floriselda
-Claro que no estará de acuerdo, por eso será la última en enterarse.

-Esa es una noticia, dijo Filomena eufórica y los abrazó al mismo tiempo. Es la mejor noticia que haya recibido en mi vida. El único inconveniente es el parentesco, susurró por lo bajo, pero como vienen siendo primos terceros, no creo que les salga un hijo bobo.
-Boberías, Filomena, protesto Belisario Alquízar, y fue también a felicitarlos.
  Para evitarse disgustos, Genero hizo los preparativos con discreción.
-Mamá lo sabrá el día antes.
   Pero no había transcurrido una semana cuando Asunción Macaria invitó a su hijo a un recorrido por la finca. Genaro aceptó con agrado, le hacía falta tomar un poco de sol. Ella dijo que también le hacía falta el aire puro, porque algo malo estaba presintiendo y no sabía de dónde le llegaba.
 -Ah, mamá, sigue usted con esa manía de estar imaginando desgracias.
Asunción Macaria dijo que no eran manías, sino avisos que le llegaban cuando el diablo estaba tramando alguna canallada.
   Antes de subir al caballo, Genaro volvió a la casa en busca de unos espejuelos de sol. Asunción Macaria se alzó sobre la silla para estirar el pantalón de montar.
-De paso tráeme el sombrero que está sobre el escaparate.
E1 hijo regresó con el sombrero en la mano y subió a su cabalgadura. Después se colocó los lentes oscuros.
-Te quedan bien, dijo la madre, pero cuando lo miro de frente, se le abrieron los ojos y lanzó un grito de pavor. De un salto abandonó la bestia y corrió hasta la casa gritando.
-Te casarás con ella, carajo. Ahora si te perdí.
Genaro fue  detrás sin comprender.
-¿Qué pasó?
Ella no lo escuchó.
-Se casará con Floriselda Alquízar; no puedo recibir un castigo peor, y tendrán un hijo. Lo he visto en esos cochinos espejuelos, gritaba, de rodillas frente a La Virgen de la Caridad.
Genaro no podía creer lo que estaba escuchando. Había comprado aquellos espejuelos de sol en la plaza Wenceslao un día antes de salir de Praga hacia Yugoslavia. Cuando la mujer se los entregó, envueltos en un papel transparente, le escuchó decir, en una lengua que de pronto se le hizo comprensible:
-Cuídalos, que llevan escrito tu destino.
El no le prestó atención, simplemente estaba sorprendido por el hecho de haber entendido lo que decía. Sin embargo, no volvió a pensar en el asunto; de no haber sido por lo que acababa de escucharle a la madre, probablemente jamás hubiese recordado a aquella gitana. Ahora estaba perplejo, y no podía apartar la mirada de la madre, quien seguía de rodillas delante de La Virgen, con el rostro hundido entre las manos y repitiendo una y otra vez.
-Lo he visto en esos cristales del diablo, se casará con Floriselda Alquízar.
Genaro tuvo el impulso de acercarse, pero desistió. No quería enfrentarla. Se fue a su habitación con los espejuelos entre las manos y  moviendo la cabeza desconcertado.
  Tirado bocarriba sobre la cama, recordó la imagen de aquella mujer, que tenía cara de luna, ojos marchitos y pelo ensortijado y grasiento. Lo insólito había rodeado siempre a la madre y luego a la hermana, pero él no quería vincularse con  ese plano desconocido, sin embargo, ahora estos lentes que estaban como pegado a sus dedos, aquella gitana y su profecía.  Saltó de la cama, tiró los lentes encima del escaparate, porque finalmente pudo desprenderse de ellos y se fue a casa de los Alquízar.
 Asunción Macaria permaneció encerrada durante cuatro días completos. En ese tiempo sólo le dio acceso a Petronila Carrasco, la vieja sirvienta de la familia Pimentel, porque Agustina Peralejo la había enviado a la finca para que le hiciera compañía durante la ausencia de Genaro, pues la doméstica, que era como de la familia, trabajó con los Pimentel desde que Asunción Macaria era muy chiquita y fue la única de los empleados capaz de intimar con ella. Y Petronila todavía no había regresado a la casa del pueblo.
 Genaro, que no pudo acercarse a la madre, porque tenía prohibida toda visita, le pidió a Petronila Carrasco que le hiciera comer.
-Mamá cuando se tranca es peor que las mulas.
De poco valieron las influencias de la Carrasco; durante su encierro, Asunción Macaria apenas probó sorbos de café y jugo de naranja.
-Si sigue así se va a morir, Petra, dijo Genaro.
Petronila hizo un gesto negando,  y le pidió que se tranquilizara: claro que no va a morir por eso, no es primera vez que lo hace.
    Dos días más tarde, Asunción Macaria abandonó el encierro y fue a sentarse a la mesa para almorzar. Se le veía pálida y envejecida como si en lugar de seis días hubiesen transcurrido seis meses. Comió con el inhabitual apetito. En su rostro no había odio; sólo una expresión de derrota y resignación. Antes de empezar a comer miró fijamente a Genaro, quien no pudo sostener la mirada. En aquel momento sintió mucha compasión por la madre, aunque no entendiera sus sinrazones.
-¿Cuándo será la boda? preguntó ella.
-La próxima semana, mamá.
Asunción Macaria asintió con la cabeza y se llevó la primera cucharada a la boca.
-¿Y dónde piensan vivir?
-No lo hemos decidido todavía.
Se hizo un silencio largo antes de que volviera a oírse la voz de la madre.
-En esta casa, te necesito en la finca.
Genaro no respondió y la madre atacó de nuevo.
-Te necesito, pero sobre todo estoy pensando en el niño que vendrá, necesitará un hogar confiable para educarse como debe ser.
Genaro no supo que decir, pues aunque la lógica de un matrimonio son los niños, él y Floriselda habían no pensado en eso.
-Vendrá, dijo la madre adivinándole el pensamiento.
El sonrió y movió la cabeza medio negando.
-Creo que se está adelantando.
Asunción Macaria hizo un gesto como de agobio y dijo que lo único malo es que tendrá la desgracia de parecerse al abuelo. Genaro escuchó el susurro amargo, como si escupiera las palabras, luego la vio cruzar los cubiertos en el plato y apoyar la barbilla en la mano derecha al tiempo que cerraba los ojos, como si quisiera soñar
-No puedo entender qué tiene usted contra los Alquízar, apunto Genaro, suave, como si temiera despertarla. Por otra parte, madre, no creo que podamos vivir en esta casa.
-No quiero hablar más del asunto, dijo ella en tono resuelto. Vendrán a vivir conmigo.
Aunque siguió aparentando resignación, Genaro sabía que en su interior habría de estar ocurriendo algo muy diferente. Lo que no pudo imaginar fue que la madre había dado por perdida la primera batalla, pero se preparaba para ganar la definitiva. El día que dejó el encierro, mientras abandonaba la postura de hinojos en que se había mantenido durante toda la noche, se le escapó un sollozo y levantó la mirada al altar para implorarle a La Santísima.
-Quiero que sea nuestro, Virgen mía, lo quiero a tus pies y en esta guerra nuestra.
  Era el resumen de seis días de meditación y comunión con La Virgen, era su grito de guerra. Comenzaba un nuevo episodio; debía esperar la llegada del niño, que ineludiblemente vendría y su misión sería salvarlo,  y eso  implicaba alejarlo de los Alquízar.
 

Las manos de abuela eran frías, sus dedos largos y delgados parecían patitas de rana cuando tocaban mi frente.
-Este niño está volado en fiebre.
Y mientras mamá corría en busca de un mejoral y el agua de colonia para humedecerme el cuello, ella empezaba a decir una oración, lo hacía muy bajito, como si estuviera silbando las palabras. Mamá volvía a la cocina y ponía a hervir un poco de apasote con yerbabuena, pero cuando llegaba con la taza humeante, abuela se alejaba con su andar encorvado y diciendo, como si hablara consigo misma.
-Horita vota el daño, ya la fiebre pasó.
Mamá bajaba la cabeza y ponía su cara contra la mía y los ojos se le abrían por el asombro.
-Caramba, ya no tienes fiebre. Esta mujer es bruja.
   Mamá y abuela se pasaban tiempo sin hablar, pero cuando la fiebre no bajaba con nada, ni siquiera con el mejunje de apasote con yerbabuena, mamá corría a su cuarto.
-Asunción, el niño se ha puesto malito ¿usted puede venir un momento?
-Ya lo sabía, susurraba abuela, miraba hacia el altar y hacia algunas cruces. Después, con los ojos cerrados ponía cara de santa o de virgen, colocaba sus dedos sobre mis párpados y decía.
-Con Dios me acuesto, con Dios me levanto; él conmigo, yo con él, el delante, yo tras él.
Repítelo tres veces, me decía. Ahora duérmete y no pienses en nada, porque es luna llena y con las noches tan claras el Pininío no sale de su escondite. A veces decía, dejaré las luces de la casa prendidas para que amanezcas bien.
  Yo sentía que el dolor de cabeza y de garganta se iba disipando y dormía sin miedo, con la cabeza encima de la almohada.


-Fueron los curas quienes hicieron que yo no creyera ni en mi sombra, decía papá, pero mamá tiene algún poder que no puedo explicarme, mira a ese niño tan malito que estaba hace un rato y ya anda como si nada.
-De todas formas quiero que lo lleves al médico.
Que sí, decía papá y se quedaba pensando, luego se le escuchaba murmurando: carajo, lástima que no siempre use sus poderes para bien. Lo decía por lo bajo, no fuera a ser que abuela lo estuviese escuchando.
-Lo que pasa es que no saben dónde está el bien, pensaba abuela en el cuarto y su pensamiento entrada en mi cabeza.
Papá volvía a comentar que lo que pasa es que ella pierde el rumbo no sabe cuando está haciendo mal
-Son ellos quienes pierden el rumbo, susurraba el pensamiento de abuela en mis oídos.
Mamá movía la cabeza disgustada y decía que lo que le hace falta a tu madre es amor y alegría para vivir.
-¿No estarás exagerando? decía papá.
-Son ingratos, susurraba abuela en mis oídos, todavía no saben cuánto te estoy amando.
  A los pies de abuela había muchos cabitos de vela echando humo, y los platos donde descansaban estaban llenos de cera derretida que hacían tortas grandísimas. El hilillo de humo pasaba sobre su cabeza y se perdía en las alturas del techo, más allá de donde se proyectaba su sombra gigantesca.
-Todas esas velas las he prendido a La Virgen para que te proteja; esas y otras miles. Con ese tamaño que tienes, que apenas te ves sobre la tierra, he encendido tantas velas por ti, que ni el valor de cien toros de cría alcanzaría para pagarlas. Y si pudiera unir toda la cera derretida se formarían ríos más grandes que el Cauto, el Toa, el Niágara y el Danubio ¿Sabes dónde está el Niágara?
-No.
-Por América del Norte. Es tan grande como el mar, pero mucho más pequeño que el que formaría la cera de las velas que he prendido por ti. Lo he estado haciendo desde antes que nacieras, incluso antes de que tus padres se casaran y soñaran tener un hijo. Eso es amor.
  Abuela hablaba sin mirarme, sus labios no parecían moverse, aunque yo escuchaba su voz, no podía ver su cara con nitidez, pero sabía que estaba pálida como una virgen de yeso. Después me alejaba del cuarto, porque ella seguía hablando y se quedaba tranquila en su sitio, esperando seguramente que La Virgen la mandara a descansar o respondiera alguna pregunta que le hizo.
Mamá venía desde la cocina con cara de llanto.
-¿Por qué vas a meterte a ese cuarto, hijito?
Yo no respondía, y ella agachaba la cabeza apenada, porque sabía que yo estaba disgustado por lo que dijo.
-Yo sé que es tu abuela y la quieres, pero no me gusta que estés entre esas cosas extrañas.



-Virgen mía, ¿ella también me traicionará? gritó Asunción Macaria y le temblaron las manos mientras leía una carta de Agustina Peralejo. Leía el parte que habitualmente la madre le enviaba sobre la conducta de Lila y sin soltar el papel se tiró de rodillas frente a La Virgen.
-¿Acaso me descuide? ¿Qué hice mal? Responde esta pregunta o haz que el propio Dios la responda. Bajó entonces su cabeza y la túnica divina de La Virgen acarició su cuello.
 Se preguntó después si no había concebido en Lila capacidad para amar como el resto de las personas. Se cuestionó la superficialidad con que había actuado el día que decidió enviarla al pueblo.
Durante la ausencia de Genaro todo parecía marchar sin dificultades. Cada semana Agustina Peralejo le enviaba una carta para darle cuenta de los cambios favorables que se iban operando en la conducta de la nieta, que a1 principio, no pudo entender la decisión de enviarla al pueblo. Los tres primeros días permaneció encerrada en su habitación; apenas salía para comer. Al cuarto día la abuela consiguió que la acompañara al jardín para regar las flores y no bien habían descendido del portal cuando se le escuchó un silbido. Los ojos asombrados de la Agustina  Peralejo vieron cómo por encima del tejado aparecía una minúscula figura que descendió en picada hasta la cabeza de Lila, para quedarse allí exhibiendo una danza magnífica. Lo mismo que había hecho el día que regresaron de Camagüey, hacía ya muchos años.
-Es el mismo, abuela, dijo Lila sin que la otra hubiese dicho cosa alguna.
Agustina Peralejo negó con la cabeza y se le escapó un susurro: esos bichitos no viven tanto.
Lila insistió en que era el mismo y se echó a correr alrededor del muro que separaba la casa del patio vecino. El pajarillo la siguió vibrando en el aire. La abuela se persignó tres veces.
   Salvo el asunto del colibrí, Agustina Peralejo no percibió nada anormal en la conducta de la nieta. Por el contrario, le parecía un ser sensible y cordial. Le enseñó a bordar, tejer y coser, porque toda mujer debe saber estos oficios, le dijo, y Lila aprendió con rapidez. Lo hacía con tal gracia y habilidad, que a la abuela le pareció propio de una artista.
Hace verdaderas maravillas, le escribía a Asunción Macaria en cada ocasión.
Percibía cada día los cambios en la nieta; en cada conversación, en la forma que aprendía sus enseñanzas y hasta en la expresión del rostro; cada vez más suave y seguro, como quien empieza a descubrir un mundo nuevo.
   Le agradaba que la nieta tuviera un pensamiento coherente y propio, pero ¿acaso era bueno que una mujer pensara tan libremente? Estaba convencida de que nada tenía que ver aquel pensamiento con la locura y la imbecilidad que le atribuía Onésimo. Vio simplemente en ella una dimensión humana diferente, en eso se parecía a Benjamín.
   Cuando Lila cumplió los diecisiete años, iba ocasionalmente a la iglesia, sólo para complacer a la abuela. Sin embargo, fue en una misa dominical cuando conoció a quien sería su primera y única amiga, Esmeralda Ferreiro, hija del boticario del pueblo.
Esmeralda tenía un carácter alegre y una sonrisa franca, capaz de conquistar afectos. Cuando, a instancias de Agustina Peralejo se acercó a Lila, ésta ya estaba predispuesta para la amistad. Agustina hizo las presentaciones y sonrió complacida por el tono afable con que la hija del boticario recibió a la nieta. Tenía la esperanza de que las relaciones con personas de su edad modificarán cierto concepto negativo que tenía sobre la condición humana, pues en cada conversación le había afirmado que los seres humanos eran inferiores a las bestias. Lila no cambió, acaso confirmó que había excepciones.
   La amistad con Esmeralda fue diferente a toda relación conocida por ella. No percibió interés de subordinación, obediencia o exigencia alguna. Fue un vínculo horizontal, de igual a igual, sin reproches ni reclamos de reciprocidad. Lila había nacido con el don de la candidez y sufría la falta de equilibrio y equidad que percibida en las relaciones entre las personas. De forma natural, sin conceptualismos ni especulaciones teóricas, rechazaba la imposición de jerarquía para la convivencia entre las personas. Esmeralda, por su parte, vivía satisfecha, consideraba un privilegio transitar por este mundo. En consecuencia no había pensado nunca en eso de autoridad y subordinación, el boticario la había criado de esa manera abierta, mansa, para que no sufriera los traumas del autoritarismo y la intolerancia. Pensaba, entonces Esmeralda, que la mayor virtud de Dios consistía en haber creado un tiempo y un espacio para cada individuo y ella, simplemente, quería disfrutar su tiempo y su espacio.
Ninguna de las dos se preguntó nunca en qué eran afines o diferían. Las unió una simpatía mutua que se dio la primera vez que se vieron.
  Para regocijo de la abuela se veían cada domingo en la iglesia.
-Gracias, Dios mío, susurraba la andaluza, porque ya no tenía que insistirle a la nieta.
   Concluido el ritual religioso, las dos muchachas solían irse hasta la casa del boticario, donde pasaban el resto del día platicando o jugando naipes.
-Esa amistad le hará bien, pensaba Agustina Peralejo, porque Esmeralda es una muchacha de buenos modales y le enseñará cosas que una chica de su edad debe saber.
   Y no se equivocaba. Esmeralda le enseñó a Lila cosas que nunca pasaron por su cabeza. Quizás había intuido muchas de aquellas revelaciones que le hiciera la amiga, pero hablarlas en voz alta le producía pavor. A ratos, Esmeralda estallaba en una carcajada, porque veía a la amiga bajar la cabeza ruborizada.
-No tiene nada de malo lo que te he dicho, muchacha, son cosas naturales que si no existieran tampoco existiríamos tú y yo. Qué de malo pueden tener si mi padre me las enseña. Dice que nosotras las muchachas debemos saberlo todo cuando empezamos a sentir cosquillas en el bajo vientre, para que nadie nos engañe y cuando hagamos algo, lo decidamos por propia voluntad.
   Aquella amistad cambió en poco tiempo la vida de Lila. De no haber sido por los encuentros diarios con el colibrí, la abuela hubiera dado por concluidas las preocupaciones que Genaro y Asunción Macaria le transmitieron. De pronto vio que la nieta había cambiado su modo de caminar; ya no miraba hacia abajo, en sus ojos apareció un brillo nuevo que realzaba la belleza de un rostro casi perfecto, visto ahora, desde luego, sin la palidez e indiferencia de antes.
 Sin ocultar un sentimiento de triunfo, Agustina Peralejo le escribió a la hija:
Podemos sentirnos felices, porque el cambio es un hecho. A lo que Asunción Macaria respondió:
-Cuide que no cambie demasiado.
   Cuando Asunción Macaria hizo tal observación no reflexionó lo que estaba diciendo, ni le dio importancia alguna, porque Lila no era motivo de grandes preocupaciones; lo dijo tal vez, movida por su instinto felino, por esa costumbre suya de estar a la defensiva.
  Ahora, cuando llegó la noticia, recordó sus propias palabras y no se perdonó el descuido. Mordió los labios y de un tirón rasgó el vestido que traía puesto.
  Agustina Peralejo no le informó alarmada, por el contrario, le parecía lógico y justo que una muchacha con la edad de Lila conociera el amor. No quiso, sin embargo, hacerlo personalmente por temor a los arranques de ira. Le escribió con mesura para darle a conocer lo que estaba ocurriendo y aplicó toda la pedagogía y la filosofía que le habían dado los años. Lo hizo incluso en tono festivo, celebrando el hecho, con  la intención de quitarle cualquier dramatismo. Terminó sentenciosa:
-Se enamoró porque alguna vez tenía que ocurrir, bastante había demorado, las muchachas de ahora suelen hacerlo mucho más temprano. Es lo natural ¿no crees?
  Sólo en la posdata Agustina Peralejo habló sobre el galán de Lila, porque le pareció necesario y porque quería evitar cualquier confrontación futura con la hija.
-E1 muchacho se llama Toribio Marqués, y no es culpa suya llevar el apellido de su madre. Total, que a veces los hijos naturales suelen ser mejores que los legítimos, apuntó. Y como sin querer, hizo referencia al padre de Toribio.
   -Lo de hijo natural pase, farfulló Asunción Macaria, quizás porque recordó que sus hijos eran hijos de un hombre con el que nunca se casó legalmente. Pero eso de que se enamore del hijo de un bandolero es intolerable.
  Casi escupió las palabras cuando mencionó el nombre de Hilarión Tirado. “Esto tiene que ser cosa del diablo”, dijo y fue a meterse en su cuarto.



Mamá y papá se pasaban horas explicándome.
-Boberías, hijo, lo que pasa es que las personas cuando se están poniendo viejas les da por inventar y ver cosas que en realidad no existen.
Por aquellos días abuela no me preguntaba ¿lo escuchaste anoche? Simplemente afirmaba con su pensamiento.
-Vino de pájaro y bruja y se sintió la escoba barriendo el tejado y las paredes, después golpeó en la ventana y se mantuvo allí dando golpes hasta que el sol metió un chispazo en una esquina del cielo y con susto soltó la escoba que rodó por la pared y la casa se llenó de aire con el aleteó que formó para elevarse hasta que se perdió en el poquito de noche que quedaba.
-La escoba siguió barriendo las paredes hasta que el sol se hizo grande, dije yo.
Abuela susurraba, que ya tenía mejor  oído que ella y apartaba la mirada del altar. Sé que lo escuchaste. Lo principal en la vida es oír bien, porque el que no oye no sabe, y si sabe es sólo lo que está al alcance de la vista, que es parte insignificante de lo que  se debe saber.
  Dijo también que lo que uno ve en relación con lo que existe es como un alpiste al lado de la tierra. Ahora tú eres más sabio potencial que yo, porque  puedes escuchar lo que ya no llega a mis oídos.
-La sugestión es así, hijo, decían papá y mamá. Tú estás escuchando lo que ella quiere que escuches. Después, cuando caía la noche, las palabras de mis padres se volvían pecado.
-Se peca con la duda, tanto como con la negación, decía abuela. Reza y pide perdón por las dudas que entraron a tu corazón. Ahora pon asunto para que veas que no se puede dudar.
Y a través de la almohada entraba el gritó de pájaro y perro flaco.
-Apiádate de mí.
Y el sudor pegajoso y frío empapaba las sabanas y se hacía charquito en mi cuello. Padre nuestro que estás en los cielos... y después de los cincuenta rezos eran cien y luego mil hasta que salía el sol.

-Vamos a tener que mandarlo un tiempito para la casa de tus padres, decía papá,  a ver si se le quita el miedo.
  Esas palabras debía estarlas diciendo papá, pensaba yo, porque las cosas que decía mi padre no llegaban con claridad al pensamiento de abuela.
-Si te vas mueres, ya te dije.
-¿Y por qué no lo traemos un tiempito para nuestra habitación?
-No, Floriselda, ya no es un bebé; tiene que acostumbrarse a dormir solo en su cuarto.
-Con el tiempo irás perdiendo el miedo, decía abuela, bastará con que te acostumbres a vivir entre estas cosas que ahora te parecen inexplicables. No es malo que tengas un poco de miedo, porque el temor suele ser la base para el respeto cuando se ignoran las cosas. Hay que respetar los asuntos del cielo, ya que nadie respeta los de la tierra.



La falsa resignación de Asunción Macaria respecto del matrimonio del hijo quedó en evidencia cuando seis meses después de la boda Genaro entró en la habitación de la madre. Su mirada chocó involuntariamente con el rostro del diablo, quien ya no exhibía la cara de payaso melancólico de antaño. Asunción Macaria hizo que aparecieran en él, los rasgos de Floriselda y Belisario Alquízar.
-¿No le parece una desconsideración?
Ella no respondió, ni siquiera volvió su mirada.
Genaro le reclamó, que estaba agrediendo a una familia que no la había ofendido en nada, “que es la mía”, dijo.
-Tu familia somos  los que llevamos tu sangre.
-Si así fuera, ellos también lo serían, porque llevan nuestra sangre, pero la mujer de uno es familia aunque nada tenga que ver la sangre.
Asunción Macaria arremetió contra el hijo, negó tal familiaridad y le pidió que abandonara su habitación.
-¡Qué locura, carajo!, murmuró Genaro cuando hubo traspasado el umbral de la puerta.
Asunción Macaria nunca sería indiferente a aquella unión, se negaba a aceptar un episodio que había asumido como agresión de Satanás. Pero sabía que nada que hiciera lograría frustrar aquel vínculo y se dispuso a esperar el nacimiento del niño.
-Se llamará Edgardo, tendrá los ojos azules como su abuelo, las piernas largas y fuertes, los hombros anchos, también como el abuelo. Pero el rostro pálido, como el de los ángeles. Y su corazón y pensamiento serán míos, que es como decir de La Virgen.
      Eso lo dijo Asunción de rodillas ante el altar, días antes de que se efectuara la boda y le pareció que aquellas palabras no le pertenecían, escuchó la voz de La Virgen.
   La confianza que le dieron aquellas  las palabras condicionó su actitud hacia la nuera. Floriselda se sintió aliviada al notar que la suegra se mantenía distante y aislada, como de costumbre, pero apacible. En Genaro, por el contrario, se agudizó la preocupación; conocía bien a su madre. Pero esta vez el estallido vino por otra parte; ocurrió cuando supo de puño y letra de su madre, que el hombre que cortejaba a Lila era hijo natural de Hilarión Tirado.
-A tirones rasgó el vestido y se le pudo escuchar: hijo del bandolero más grande que ha dado este país,  gritó mientras solicitaba la presencia de Genaro.
   Él apareció en la puerta principal y se puso las manos en la cabeza cuando vio a la madre prácticamente en cueros. Ella no le ofreció explicación.
-Vete al pueblo ahora, ordenó, y trae a tu hermana, aunque tengas que matarla. É1 trató de preguntar el motivo de la decisión, pero la madre no le dio tiempo.
-Anda en amoríos con el hijo de Hilarión Tirado.
-¿El bandolero?
Tráela, aunque sea muerta, repitió.
  Genaro se quedó como sembrado en medio de la sala, sin saber si lo desconcertaba más la noticia o la imagen de la madre; casi sin ropa, con el pelo en desorden y los ojos enrojecidos.
-Te estás demorando, gritó ella de nuevo.

-No tienes derecho a llevarme a ninguna parte, protestó Lila, un día me sacaron de la finca sin razón y sin darme explicaciones, ahora me quieren regresar de la misma forma.
 Era la primera vez que se enfrentaban. Ninguno de los dos recordaba que hubiesen tenido una discusión, tampoco una conversación fraterna. Lila lo respetaba como hermano mayor o como a un padre distante y desamorado. Genaro no podía precisar si sentía lástima o afecto por ella. Ahora estaba seguro de que la había subestimado y sentía vergüenza.
-Te casaste con una mujer que mamá repudia, dijo Lila, más con dolor que con rabia y nadie se ha metido contigo.
-En eso tienes razón, aceptó Genaro, pero ya sabes como es mamá; eso de que es hijo de un bandolero la tiene desquiciada.
Lila dijo que bandolera era el padre, no él, y preguntó si eso también se hereda, que si los hijos heredáramos siempre a los padres tú serías un  maniaco como mamá o pusilánime como nuestro padre.
   Genaro la miró desconcertado, como si no pudiera creer que aquellas palabras las hubiera dicho la hermana. Supo, sin embargo, que tenía razón y quiso negociar con ella.
-Ven a casa hasta que se le pase la furia, ella piensa que lo hace por tu bien, dijo Genaro porque no encontró otra cosa mejor
-Eso mismo pensó el abuelo Onésimo cuando la casó con un hombre que ella despreciaba, arremetió Lila. No voy a tolerar que me separen de la persona que quiero ¿me entiendes? No lo voy a tolerar.
Genaro Supo entonces que no la conocía. Estaba cada vez más desconcertado. Había desestimado a Lila, llegó a verla como idiota. Ahora aquellos razonamientos le parecieron maduros, inteligentes, y segura en la defensa de sus derechos, como él no hubiera sospechado.
-Hasta hoy no he sido preocupación para nadie y lo prefiero. Aquí o en la finca haré con mi vida lo que me dé la gana, sentenció Lila y se fue hasta su habitación para regresar con un pequeño bulto entre las manos. Vamos, dijo y echó a andar hacia la puerta de salida.
       Asunción Macaria no la recibió ni le dirigió la palabra a su llegada. Se pasó el resto del día delante del altar y no salió de su habitación. Dos días más tarde pasó por su lado y le habló sin mirarla.
-Si quieres puedes volver con tus pájaros.
   Lila no le respondió, tampoco lo hizo durante los dos meses posteriores. No se internó en la vegetación como antes lo hiciera, aunque no dejó de ver a su colibrí, que cada tarde venía hasta su ventana.
Las cosas habían cambiado y Asunción Macaria lo sabía, pero no pudo evitar el curso de los acontecimientos. A los dos meses con seis días, las cosas tomaron el rumbo que Lila había querido; de mano de un peón de la finca recibió una carta de Esmeralda.
“La demora ha sido por cautela, porque tu casa parece una fortaleza medieval, escribió la hija del boticario y añadía: Toribio no hace más que pensar en ti, dice estar dispuesto a todo, pero necesita ponerse de acuerdo contigo, debes poner fecha, lugar y hora. Es imprescindible que se vean. Debes defender tu amor y tu libertad. Y concluía Esmeralda: e1 escaso tiempo que nos toca vivir no podemos dedicarlo al sufrimiento, ni a ser reo de nadie.
 Una semana más tarde Lila escapó con Toribio Marqués. Asunción Macaria no se alteró cuando le dieron la noticia, no se le escucharon insultos. Se fue hasta la ventana de su cuarto y allí estuvo horas, mirando al horizonte.
  Genaro, en cambio, se fue hasta el pueblo en busca de la pareja, dispuesto a ofrecerles una solución más sensata, pero a esas horas, Toribio y Lila estaban lejos, acurrucados en el fondo de un vagón, en el tren que los llevaría hasta La Habana. Apenas escuchaban el ruido cadencioso de la locomotora. Iban arrullados, prodigándose caricias, sin que mediaran palabras.
   Decidieron poner tierra  por medio y mantener en silencio su paradero. En consecuencia, nada pudo averiguar Genaro durante un año de indagaciones constantes. Se sintió culpable por la incomunicación  que mantuvo con la hermana durante tantos años y quería ayudarla.

A La Habana, lo más lejos posible, había dicho Toribio cuando la novia le preguntó a  dónde irían.
 Toribio Marqués lo concibió todo con suma discreción. Ni a su madre, a quien le pidió un préstamo para sortear cualquier contingencia, le confió el lugar donde pensaba radicarse. Así que, Marcolfa Marqués había sido sincera con Genaro cuando le dijo y hasta le juró  por los huesos de su madrecita, que no tenía la menor idea del rumbo que habían tomado.
-Mi hijo es discreto y cerrado como baúl de pirata. Pero le puedo asegurar que su hermana estará bien, porque, aunque  sea feo decirlo, mi hijo es un caballero.
   No exageraba la mujer. Unos días después de su arribo a la capital, Toribio consiguió empleo de linotipista en una imprenta, oficio que había aprendido desde muy pequeño. Se lo había enseñado su tío Bernardo Marqués, quien era considerado el padre de la imprenta en la localidad; un hombre pequeño de estatura, que le pegaba a la bebida con singular tesón, pero con un corazón grande y una maestría a toda prueba en asuntos de impresiones.
  Para Toribio el trabajo era un disfrute, puesto que lo había hecho toda su vida. E1 asunto de la composición de palabras lo hacía feliz, se sentía como niño con rompecabezas. De modo que, con el oficio y la compañía de Lila,  en La Habana se sintió como si hubiese llegado al paraíso.
-De paso me he quitado de encima el estigma de ser hijo de un salteador de caminos, le dijo a Lila.
-Olvida de quien eres hijo, murmuró ella, tú no lo elegiste. Yo soy hija de una mamá que no me hubiera gustado tener.
  Lo dijo con tristeza, pero tranquila. Toribio la miró con ternura y pasó sus dedos largos y huesudos por el pelo de la mujer.
  Un año después, con el dinero que quedó del préstamo que le hiciera la madre y los ahorros alcanzados gracias a la vida austera que se impusieron, Toribio abrió un negocio de quincallería en la calle Compostela.
-Es pequeñito el local, pero así no te aburrirás mientras yo estoy en la imprenta.
-Claro que me hubiera gustado más una pajarera, dijo Lila sin reproche.
Toribio sonrió la atrajo halándola  por los hombros y le aseguró que sería quincalla y pajarera.
  Lila fue feliz. Un marido como Toribio y una pajarería era todo cuanto necesitaba.
Al principio se vio en apuros, porque ignoraba las rutinas del comercio, pero durante un paseo que hicieron por Casablanca, entablaron amistad con José Cabalo y Aneiro, un gallego con  corazón de oro, le pareció a Lila. E1 gallego merodeaba por La Habana a la espera de una oportunidad para meterse en un barco pesquero e irse al Golfo y no tuvo reparos, mientras esperaba, enseñarle a Lila lo que su vida de caminante le había impuesto.
-A todo hay que meterle el diente si quieres seguir adelante, hija, aunque lo mío es el mar, dijo Cabalo y Aneiro ante el asombro de Lila por su pericia. Y hacía silencio, con la mirada se perdida en la vaguedad, como si buscara una ola por encima de los tejados.
   Lila aprendió sin dificultad las indicaciones del gallego. El único problema era ponerse de acuerdo con los clientes cuando se trataba de la venta de un pajarito.
-No logro desprenderme de ellos con facilidad, le decía al marido.
E1 sonreía y movía los hombros en claro gesto de aprobación.
-Pues no los vendas.
  E1 día que Cabalo y Aneiro se enroló en un barco, ya Lila atendía sin dificultad la rutina del negocio y el gallego le auguró éxito. Porque una mujer lista y hermosa siempre triunfa, le dijo.
 Un año después de la fuga fue que Genaro tuvo la primera noticia; se acercó a la farmacia para comprarle unas gotas nasales a Floriselda y Esmeralda lo recibió jubilosa.
-Ha llegado usted como caído del cielo, le dijo desde el otro lado del mostrador, Genaro la miró extrañado, porque no la asoció con la amiga de Lila, tengo el encargo de decirle que su hermana se encuentra en perfectas condiciones.
Él pasó de la sorpresa al interés y se aproximó al mostrador, como quien acaba de hacer un descubrimiento esperado.
-Está en La Habana, feliz con su marido.
Dijo también Esmeralda que se lo había informado Marcolfa y que le pidió que se lo dijera.
Pero la madre de Toribio no le ofreció mucho más información de la que ya le había dado Esmeralda.
-Le juro que no sé su dirección, mi hijo ha escrito varias veces, pero nunca pone su dirección en las cartas.
-Tendrá sus razones ¿verdad? Murmuró Genaro, como si se le escaparan las palabras
-Yo lo siento, susurró ella y Genaro supo que le estaba mintiendo.
-No tengo nada contra su hijo, murmuró Genaro, pero ella lo interrumpió.
 -Es todo lo que sé.
    Supo que la mujer no le daría, por ahora, otra información y salió a la calle.
-Si logra comunicarse con ellos, dígale a mi hermana que la quiero y a su hijo que le mando un abrazo, dijo Genaro desde la acera de enfrente.
   Marcolfa Marqués estuvo a punto de faltar al compromiso contraído con el hijo, pero se mordió los labios y guardó silencio.
-Le avisaré cuando sepa algo.
   No volvió a saber de la hermana hasta que la propia Marcolfa Marqués le llevó la noticia de la desgracia. Sin poder apenas articular palabras, la mujer hundió el rostro en el pecho del otro y empezó a sollozar.
Sin comprender lo que estaba pasando, Genaro trató de tranquilizarla y le preguntó temeroso: ¿Qué  le pasó a mi hermana?
Ella negó con la cabeza y empezó a decir con palabras entrecortadas:
Que estaban muy bien, pero que la vida es una cochinada, decía entre sollozos, que Toribio era su único hijo y se había quedado sin él. “Una porquería es esta vida.”
-¿Murió? Acertó a preguntar Genaro.
Que lo mataron, murmuró ella y las palabras se atoraron en la garganta.
Genaro no tuvo valor para seguir interrogando, pero ella se fue serenando y contó que lo había matado un maldito ratero que se les metió en la casa; un maldito negro ratero de La Habana vieja, subrayó Marcolfa.
Genaro recordó entonces la profecía de su madre. E1 día de la fuga, después de escuchar los cascos del caballo del hijo alejándose de la finca, Asunción Macaria se apartó de la ventana para irse al altar, sólo que esta vez no le habló a La Virgen. Le echó una mirada a la figura grotesca del demonio y le pareció ver su sonrisa empujando los ojos saltones. La postura de arquero en combate le pareció más desafiante que nunca. Se inclinó entonces sobre él para decirle al oído.
-Si ellos no me ayudan, dijo mirando al altar, me volveré más diablo que tú.
   Dicho esto dio la espalda y fue a tirarse de rodillas delante del altar. Allí estuvo hasta que llegó el hijo con la noticia de que Lila y Toribio habían desaparecido sin dejar rastro.
-Lo matará un negro ratero, dijo y escupió un pegote de saliva que se había pegado en la comisura de los labios.
-No puede ser, dijo Genaro movido por el recuerdo de aquella profecía. Marcolfa Marqués lo miró sin comprender a través de las pestañas empegotadas por las lágrimas, pero no hizo preguntas.

Dos semanas antes del asesinato, Toribio y Lila se habían instalado en la calle Acosta. En un apartamento en altos, en el último de los tres pisos del edificio. Tenía el apartamento un balcón amplísimo, donde ella podía cuidar con esmero sus pajaritos, que andaban sueltos por la casa y revoloteando sobre la cabeza de Lila.
-Aquí estaremos más cómodo, dijo Toribio cuando le mostró la nueva vivienda.
   Pero las cosas no salieron como pensaban. E1 ratero se dejó caer desde la azotea descolgado por una cuerda. Cuando la pareja escuchó el ruido en el balcón, pensaron que se trataba de un gato intentando cazar un pajarito. Toribio salió todavía aturdido por el sueño, sin tomar precauciones porque dio por confirmada la hipótesis del gato cazador. Salió al balcón sin defensa y el puñal del ratero entró dos veces alrededor del ombligo.

Esta vez Marcolfa Marqués le dio la dirección y Genaro partió sin demoras rumbo a La Habana. Lila no hizo resistencia; lo mismo daba estar en un lugar que en otro, sin Toribio su mundo era nada. Genaro le ofreció ternura y ella lo percibió, pero no tenía palabras ni ánimo para agradecerlo. Antes de emprender el regreso, él la convenció para que fueran a consultar un médico, porque la encontró debilitada por la falta de alimentación; apenas bocadillos durante una semana,  ella se dejó llevar.
 Antes de salir para la capital, Genaro entró a la habitación de la madre para informarle lo ocurrido. Ella lo escuchó como quien oye agua correr. No hizo gesto alguno de rechazo o aprobación cuando supo que el hijo iría por su hermana. Alzó la vista hasta el altar y aspiró hondo, como quien ha cumplido una meta.


Instalada en una mecedora que dejaba escuchar el ric rac como de huesos crujientes, Asunción Macaria escuchó el primer gritó de Edgardo Funcia. Se estremeció, pero no se movió de su sitio.
-Es un varón, dijo Genaro desde la puerta, con la voz cortada por la emoción.
Ella alzó los hombros con indiferencia y susurró
-Ya lo sabía.
Sin prisa, se puso de pie para dejar la mecedora donde había estado sentada por más de cuatro horas, pero no se dirigió al cuarto desde donde venía el llanto del nieto; fue hasta su habitación y cerró la puerta. La expresión de su rostro cambió súbitamente y afloró una sonrisa.
-Ya lo tenemos.
Alzó su cabeza y vio el rostro de La Virgen iluminado y sonriente.
   A través de las paredes volvió a escuchar el llanto enérgico del niño. Luego oyó al médico despidiéndose de Genaro.
-Nació criado, dijo el galeno y se alejó.
  Sin proponérselo, Asunción Macaria caminó hasta el espejo ovalado que colgaba en una pared de su cuarto. Hacía mucho tiempo, años quizás, no se miraba detenidamente. Notó que sus labios ya no eran gruesos y húmedos y empezaban a retroceder, tampoco los ojos eran los mismos ni en brillo ni en tamaño. Descubrió surcos incipientes en la frente. Todavía podían verse los rasgos de un rostro que fue hermoso, pero ya iban en retirada.
E1 tiempo, murmuró ante su propia imagen. Y se fue a la habitación donde Edgardo acababa de ver la luz y se movía inquieto. Rezó a los pies de la cuna, y con los ojos cerrados hizo una cruz con los dedos y la colocó en la frente del recién llegado. E1 niño durmió entonces larga y tranquilamente.
   Volvió a la habitación de la parturienta justo cuando el niño despertaba. Genaro lo tomó por lo pies y el hombro para mostrarlo a la abuela. Asunción Macaria lo contempló, pero como no había elementos de sorpresa se abstuvo de hacer comentarios. Entonces la criatura estiró las piernas y, sin que el padre lo notara, abrió los parpados. Asunción Macaria pudo ver los ojos azules, como los del abuelo, como el cielo, y aunque lo sabía, no pudo evitar  un súbito mareo que la obligó a apoyarse en la cama. 
-¿Qué le parece el nieto?
    Asunción Macaria no pudo responder, de pronto se sintió en el corredor de la casa paterna, con su vestido de vuelo, mirando hacia la calle para ver aparecer la figura de Belisario Alquízar, cabalgando con elegancia el enorme caballo alazán, que trotaba con la cabeza erguida y la cola crispada, mientras sus patas poderosas golpeaban sobre las piedras, con un tac tac armónico, musical y perfecto, le parecía a ella. Sobre la cabalgadura, el jinete también perfecto, los ojos azules brillando bajo el sombrero alón. Era una estatua, el monumento a la divinidad, pensaba Asunción Macaria, mientras esperaba el saludo, un simple movimiento de aquellas manos blanquísimas, que sólo ocasionalmente se levantaron con  torpeza o timidez.
   -Salió rubio y peludo, dijo Genaro, buscando alguna expresión de la madre.
Ella no pareció escucharle, apartó los ojos del niño, cuyo cabello amarillo era también idéntico al de aquel jinete que  ahora venía del tiempo y la distancia para ponerla al borde del mareo.
-No ha dicho qué le parece el nieto, insistió Genaro.
Los labios de Asunción Macaria se movieron, pero no hubo palabras. En aquel instante, como le había ocurrido muchos años atrás, sintió los senos humedecidos y crispados, luchando contra la tela que los mantenía ajustados.
-¿Le ocurre algo? preguntó Genaro, porque la vio palidecer.
Ella siguió en silencio, giró sobre sus talones y fue a meterse a su cuarto.
  De nuevo ante el espejo sintió nostalgia por el pasado, por primera vez tenía aquella sensación dura, de un tiempo roto. Nada quedaba de aquella adolescencia vestida de vuelos, nada de la esperanza que un día la hizo feliz y después la marchitó. Percibió que el espejo ni siquiera le devolvía la imagen de los labios que habían ido palideciendo, ni de los ojos que fueron perdiendo el brillo ni de la frente que empezaba a agrietarse. Se estaba viendo por dentro y sintió  miedo. Le pareció que estaba ante su propio espectro y se alejó, para dejarse caer de rodillas ante el altar.


   Dos horas después del nacimiento de Edgardo, un propio llevó la noticia a los Alquízar. Por aquellos días, Belisario había regresado definitivamente al lado de su mujer, libre ya de la presencia perturbadora de Micaela Pimentel, la suegra que lo torturaba con una presencia que le hacía recordar al  perro bóxer que alguna vez le mordió una nalga.
   Unas horas antes de que llegara la noticia, Belisario había percibido una rara inquietud, como si alguna presencia invisible anduviera dando vueltas a su alrededor, le dijo a Filomena. Tuvo estados de ánimo contradictorios; tan pronto se sentía eufórico como nostálgico, y aunque no era hombre que viviese de los recuerdos, añoró de pronto los tiempos de la primera juventud.
-Seguro que alguno de tus antiguos amores está pensando en ti, comentó Filomena, entre jocosa y molesta.
 No pudo precisar Belisario Alquízar si fue el instinto o la vanidad quien lo movió hacia el espejo, pero allí estaba y su imagen no le pareció mal. Conservaba intacta y libre de canas su cabellera amarilla. Los ojos azules mantenían el brillo de la adolescencia. Algo de la frescura juvenil aparecía todavía en el rostro. Sin embargo, hurgó los detalles y descubrió que los párpados habían bajado e iban formando un ligero toldo sobre los ojos. A los lados de la boca vio pequeñitas ranuras, que amenazaban con volverse surcos. De las orejas brotaban pelos, que aunque escasos, eran largos y duros como cuerdas de guitarra.
-!Santo Dios! exclamó Belisario Alquízar.
Un corazón sin amor, es piedra de desierto, pensó. Todavía frente al espejo,  escuchó las exclamaciones eufóricas de Filomena, quien entró al cuarto corriendo para anunciarle que ya era abuelo y se le colgó del cuello. Sin brusquedad trató de liberarse de ella, aunque no dejó de conmoverle l noticia. Libre de los brazos de Filomena, empezó a caminar de un lado al otro de la casa mientras se repetía mentalmente: ya soy abuelo. Sin saber por qué, regresó al espejo. Se miró durante algunos minutos sin verse en realidad. Después ordenó que le sacaran el coche del garaje y se fue a la finca de los Pimentel.


 Cuando me dijeron que me iban a mandar para el pueblo me puse a temblar, mamá quiso tranquilizarme, que era por mi bien, decía y me pasaba la mano por la cabeza. Yo pude ver que ella también estaba temblando y no le salían bien las palabras. Le dije que no, no podía hacerlo. Ella explicó que tenía que ir a la escuela, que todos los niños lo hacen y que los fines de semana irían por mí. Que los niños que no van a la escuela le crecen las orejas, como a los burros, decía con ternura. Me puse a llorar y mamá a explicarme con paciencia, que todos los niños tienen que estudiar, que si uno no estudia no es nadie nunca, pero yo no dejaba de llorar y ella seguía hablando, muy suave, como cuando me leía un cuento.
-Si me voy me moriré de la fiebre de los caballos, dije finalmente, y mamá no necesito preguntar.
Los ojos se le pusieron rojos y lacrimosos
-Esto no puede seguir así, ¡Dios mío!
Después me besó muchas veces, como si me fuera a pasar algo malo, y  me apretó  entre sus brazos.
 En cuanto regresó papá se lo llevó para la habitación y se encerraron mucho tiempo, luego él fue hasta el cuarto de abuela y estuvieron hablando hasta la hora de la comida.
Supe lo que hablaron, porque cuando me acosté y metí la cabeza debajo de la almohada, la voz de abuela entró en mi cabeza.
-Ese asunto del colegio es otra cosa, vamos a tener que ceder, porque tienes que aprender las letras y tu padre está muy bravo.
-No quiero.
 -No te va a pasar nada.
-Voy a morir de la fiebre de los caballos.
-No muchacho, lo del colegio es necesario, es por tu bien y no tienes que temer, para eso estoy yo, para evitar que te ocurra alguna cosa


-Si hace tanto calor ¿por qué duermes con la cabeza tapada? Preguntó la monjita y levantó la almohada que cubría mi cabeza. Los niños no tienen por qué temer, dijo sin que yo le hubiese respondido. Tu Ángel de la guarda te protege.
-¿Cuál ángel?
-Todos los niños tienen un ángel.
-¿Y los que mueren de la fiebre de los caballos?
Ella me miró sin comprender, sonrió y acarició mi cabeza con sus dedos delgados y blanquísimos, dijo que eso ocurre pocas veces, pero que no entendía mi preocupación. Finalmente dijo que esas cosas sólo ocurren cuando el diablo influye.
¿O porque Dios y La Virgen se quedan dormidos? Pregunté.
-Sí, no, bueno no, Dios nunca se queda dormido... Ahora duerme tú y luego te explico.
Y se alejó Sor Minerva sin que yo hubiese entendido muy bien.
   En el dormitorio la claridad se filtraba por las hendijas entre el techo y las paredes. Aquí no puede llegar el Pininío, pensaba yo, porque le teme a la luz, pero a la hora de dormir sentía que algo o alguien estaba cerca. Me quedaba tranquilito y ahí entraba el pensamiento de abuela.
-Es verdad que el Pininío no va a llegar hasta allí, pero tienes que cuidar tus actos y tus pensamientos, porque si fallas el diablo puede sorprenderte.
Yo empezaba a rezar el Padrenuestro y el Ave María y lo repetía y me ponía a contar ovejas para que entrara el sueño.



Asunción Macaria sentía nostalgia y temor por la ausencia del nieto, sobre todo temía que se abriera una brecha y entrara Satanás. Pasaba las noches sin dormir, pensando en él. Por el día caminaba sin cesar alrededor del altar, musitando oraciones y solicitudes a La Virgen para que la apoyara. A veces la imagen de Edgardo se  confundía con la del hermano Benjamín. Le había ocurrido muchas veces cuando lo tenía cerca y le parecía que los dos eran niños o que en uno mismo estaban los dos.
 Ella y el hermano eran opuestos, según apreciaba Onésimo Pimentel, pero Benjamín le inspiraba un afecto peculiar, algo muy parecido a lo que sentía por el nieto. Nunca se lo demostró, pero Dios era testigo. Lo veía como un hereje y eso los distanciaba, mas no implicaba que no hubiese cariño. Cuando le avisaron que estaba al borde de la muerte por la caída del trapecio ni siquiera fue a verlo, rezó por él y le encendió muchas de velas a La Virgen para que lo protegiera, pero no se acercó. Nunca vio con buenos ojos que el hermano se enrolara en un circo y pensó que ir ahora por él sería un acto de aprobación.
   Cuando eran adolescentes pensó que Benjamín había dejado de existir para ella, pero el nacimiento de Edgardo revivió su presencia, confundía sus nombres, la imagen del hermano estaba presente cada vez que pensaba en el nieto recién nacido. Nunca dejó de verlo como la oveja negra, tampoco dejó de verlo con ternura, aun cuando él no lo sospechó.
  A diferencia de su hija, Agustina Peralejo veía en Benjamín a un ser excepcional. Conocía su sensibilidad y podía entender lo difícil que se le hacía la convivencia con el padre y la hermana, por las razones que fueran, no encontró el modo de establecer relaciones cordiales con ellos. A ella le resultaba más difícil entender las irracionalidades de Asunción Macaria, que las supuestas rarezas del hijo.
   Benjamín nunca entendió el mundo sombrío, místico y distante que rodeaba a la hermana. No aceptó la falta de cordialidad con que lo trató siempre. Al padre no le perdonó el despotismo.
  Para Onésimo Pimentel, Benjamín era un afeminado, inepto y cobarde. Un estúpido incapaz de comprender las habilidades y virtudes del hombre duro. Desde pequeñito le demostró menosprecio y lo humilló sin contemplación. El hijo respondió con indiferencia primero y luego con desprecio.
-Lo odio, mamá.
Lo dijo un día después de un enfrentamiento en el que Onésimo lo calificó de maricón y le dijo que era basura, pusilánime y fracasado.
L madre se persignó y pidió que no lo repitiera, de todas maneras era su padre.
-Lo odio, repitió Benjamín.
Y Agustina Peralejo volvió a persignarse y elevó su mirada a las alturas para pedir perdón para el hijo.
  A1 día siguiente mientras ella y Petronila Carrasco disponía los preparativos para el almuerzo,  Benjamín se acercó para decirle:
-Me voy, mamá.
-¿A dónde, hijo?
-No hay espacio para mí en esta casa, mamá.
La madre se llevó las manos a la cabeza, abrió sus ojos tanto como pudo y dijo que no lo iba a permitir, que aquella era su casa mientras ella estuviera viva.
-Está decidido, dijo él y fue por sus maletas.
  


Benjamín encontró un lugar en el circo que abandonaba la plaza en aquel momento. E1 dueño lo aceptó sin reparos, porque el muchacho se ofreció sin condición alguna. No lo dudó cuando supo que se trataba del hijo de Onésimo Pimentel, porque se sentía en deuda con aquél, que le había facilitado, sin costo,  el terreno donde estuvieron emplazados durante veintisiete días.
-Es un gusto, muchacho, le dijo. El único inconveniente es que por el momento sólo tengo la plaza de ayudante de pista.
   Benjamín no ignoró que le estaba ofreciendo un trabajo de tarugo, lo que significaría cargar, recoger y limpiar constantemente, mas no objetó. Se limitó a decir.
-Con el tiempo aprenderé un oficio dentro del circo, si usted me lo permite.
El hombre aceptó con júbilo y un poco de pena al mismo tiempo, porque sólo de escuchar a Benjamín, tuvo la certeza de que su cultura era superior a cualquiera de los integrantes de su compañía.
  En aquel instante, Benjamín no pudo medir la dimensión del paso que acababa de dar ni sospechó lo que el circo llegaría a significar hasta el último día de su existencia. Por lo pronto encontró un ambiente propicio para que salieran unos versos que tenía como atascados en el fondo de su conciencia. Supo siempre que sólo la poesía le daría sosiego. Concebía imágenes que lo inquietaban, pero los versos no acababan de salir. Probablemente por el ataque constante del padre.
-Agustina, ¿de dónde saca esas palabritas esta cotorra con complejo de tomeguín? Solía gritar Onésimo cuando lo escuchaba hablar.
 Un año después de su partida, Benjamín volaba por el aire, bajo la carpa del Alas del Olimpo.
-Creo que te podrías hacer trapecista, le dijo un día el patrón, porque creyó ver en él las condiciones necesarias.
  Y Benjamín le escribió a su madre:
Le escribo desde Cabaiguán, madre, aunque bien pudiera decirle que desde el camino a la gloria, porque bajo esta carpa no sólo me he librado de la mirada insolente de mi padre; he encontrado también respuestas a interrogantes que siempre he traído en mi cabeza. Pronto oirá hablar del más grande trapecista que haya dado esta pista; pero no quiero que confunda el término de cirquero con el de artista, que es lo que realmente soy.

No había pasado mucho tiempo cuando el Alas del Olimpo anunciaba al nuevo trapecista, a quien llamaron El Ángel del Trapecio. Desde entonces le prodigaron un tratamiento especial porque no escapó a los ojos del patrón, que Benjamín se había convertido la principal atracción del espectáculo. Tampoco escaparon a su percepción, las múltiples invitaciones que le fueron llegando a desde otros circos de mayor categoría. Y se preocupó, aunque el joven trapecista no se vio interesado en cambiar de lugar.
 
   Mientras surcaba el aire, las ideas de Benjamín vagaban libremente y su espíritu inquieto empezó a encontrar respuestas a las interrogantes de siempre. Descubrió que Dios y la eternidad estaban en sí mismo, y que una y otra cosa respondían a la necesidad de perpetuarse que todo hombre lleva consigo.
   Siempre quiso saber quién y cómo era Dios, y esa curiosidad fue creciendo con los años. Agustina Peralejo lo había llevado a la iglesia para que encontrara respuesta a su imaginación y a las constantes interrogantes que iban apareciendo, pero no ocurrió. La iglesia no le ofreció otra cosa que el gozo visual, una satisfacción estética, no divina.
  Los curas no le inspiraron veneración ni confianza; no logró verlos como representantes de Dios. Si la presencia del Creador estaba alguna vez en el recinto religioso, pensaba Benjamín, era por el grado de devoción de los feligreses, nunca por la presencia del cura, que jamás lograrían ser intermediarios entre Dios y el hombre.
  Cuando rezaba junto a la hermana y la madre, quería representarse la imagen divina y le ocurría lo mismo que cuando, tirado sobre la yerba del jardín, buscaba a Dios como imagen visual para pedirle que lo ayudara a salir de la soledad y la incertidumbre. En tales circunstancias no logró ver otra cosa que un pegote de nubes, que el viento iba barriendo a su paso. Se quedaba sólo con la palabra DIOS, cada vez más abstracta y distante. Se  quedaba finalmente con la idea de un poder divino invisible, inevitable y tan necesario como inasible.
  Sujeto al trapecio y atrapado por el insólito placer de la velocidad y la altura, se sintió ángel o energía en busca del infinito. Creyó descubrir que Dios estaba en esa búsqueda de perpetuidad. Se preguntó si estaría condenado a vivir una efímera fracción del tiempo; su tiempo concreto, el que mediaba entre el nacimiento y la muerte. Percibió, sin embargo, que había otra dimensión temporal, que para unos estaba más allá de la finitud de ese tiempo concreto y para otros en la implacable brevedad de la existencia. Acaso los hombres se diferenciaban por esa capacidad de trascender o esfumarse en el recuerdo, que era como tener dentro un Dios creador o pusilánime, según fuera el caso.
   La noche del descubrimiento Benjamín bajó del trapecio para irse a caminar el pueblo, anduvo de norte a sur y de este a oeste por las calles desiertas, tratando de hallar las imágenes adecuadas para expresar en versos la naturaleza de su hallazgo. Necesitaba darle coherencia poética a sus ideas y dejar para la posteridad constancia de que él, Benjamín Pimentel, había encontrado el camino de la eternidad. Cuando regresó al carromato no se fue a dormir; bajo la luz de una vela escribió de un tirón:

Adiviné en el aire su forma de piel rota,
su invasión de ternura, su eterno cataclismo,
sus guitarras oscuras deshechas gota a gota,
donde la luz no es luz, sino restos de un sismo.
Que vuelve a repetirse, que ni acaba ni brota
y que resulta extraño, pero siempre es el mismo
viejo ciclo en que todo se prolonga y se agota
 para surgir de nuevo del centro del abismo.
Se anuncia en el quejido que la tierra reparte,
en el olor del viento donde se esconde el mar,
en el galope ronco del caballo que parte,
en las astas del toro que muere en su bramar,
en tu doble agonía de partir y quedarte,
sin que exista un espacio donde puedas estar.

Leyó una y otra vez el soneto y no encontró palabra que mereciera cambiarse. Sólo el título se le hizo difícil, porque no quería plagiar involuntariamente a algún poeta místico o romántico. Al cabo de los días encontró la palabra que le pareció capaz de apresar el sentimiento con que fue concebido. Lo tituló Tempestad. Entonces lo metió en un sobre y se lo envió a la madre.


De niña, en Andalucía, Agustina Peralejo había leído a los grandes poetas españoles y todavía podía repetir de memoria versos antológicos de los poetas del siglo de Oro. Cuando Benjamín era chiquito ella se los decía hasta que se quedaba dormido con una expresión de placidez en el rostro que la enternecía. Ahora leyendo el soneto que le enviara el hijo, la andaluza pasaba del asombro al entusiasmo. Le parecían versos perfectos, trascendentes, dignos de cualquier antología. La euforia le hizo olvidar, una vez más, la insensibilidad del marido y le leyó el soneto. Onésimo Pimentel abandonó un instante los apuntes que hacía sobre una libreta de recordatorios y alzó su cabeza para mirar a la mujer con ojos chispeantes.
-Deja ese entusiasmo, Agustina, que ningún valor han de tener esos versos; un payaso lo único que sabe es hacer payasadas.
Lo dijo y volvió sobre los apuntes. Agustina Peralejo lo miró un momento en silencio y luego dio la espalda rezongando:
-No eres asno, porque caminas en dos patas.

En aquel preciso instante Benjamín pensaba en la madre. En lo alto del trapecio recordó la carta y el soneto que le había enviado y deploró no haberle advertido  que deja el texto fuera del alcance del padre. Se sintió irritado por el descuido y trató de poner toda su atención en las evoluciones del trapecio, pero la imagen de Onésimo Pimentel fue obstáculo. En una extraña conjunción de recuerdos y percepciones creyó verlo desde lo alto de la carpa, moviéndose en medio de la pista. Lo vio riendo burlonamente, con su poema en la mano. Le pareció entonces que la tierra era lugar ajeno e indeseable. Tuvo la certeza de que quería volar en busca de la libertad. Quiso encontrarse  con él mismo y con el Dios que lo habitaba. Escuchó los aplausos delirantes desbordando la carpa y sintió que su cuerpo andaba al margen de la gravedad. Sus manos rozaban el trapecio, mientras, el cuerpo giraba, insólito, como lo veían desde allá abajo. El público se puso de pie.
-¡Dios mío! es un ángel, gritó una mujer en las gradas, unió las manos a la altura del pecho y con los ojos inclinados pareció pedirle misericordia. Benjamín se sintió venerado y convertido en  cisne tomó alturas. Los de abajo vieron un ave subiendo para luego bajar en picada y tomar nuevamente altura. El trapecio le pareció estorbo para un vuelo que no tenía escala ni fin. Desde lunetas y gradas gritaban con frenesí, pero Benjamín ya no los escuchó. Supo que era falsa la existencia fugaz de las aves. Falso, susurró en las alturas; viven la libertad, que es eterna. Sintió pena, mucha pena por los que estaban allá abajo y no podían disfrutar un tiempo que tampoco tenía fin.
   Movido por aquellas ideas el Ángel del Trapecio voló, conquistó la libertad y la infinitud del tiempo. Los dedos apenas hacían contacto con el trapecio.
-Insólito, gritaron a coro desde abajo.
Benjamín arqueó el cuerpo y sus brazos se movieron en busca del cielo. La carpa se estremeció, gimieron el redoblante, el clarinete y la trompeta; vibraron los postes, parpadearon las luces, roncó el tambor, aleteó la pandereta y el saxofón lloró. El Ángel del trapecio descendió con el abrupto silencio de la orquesta.

Cuando Asunción Macaria supo que lo habían traído envuelto en yeso de pies a cabeza, no se asombró, tampoco mostró disgusto; apenas murmuró:
-De ésta no va a morir.



Después del regresó a casa, Lila permaneció seis meses encerrada. La piel blanquísima contrastaba con el vestido negro de riguroso luto. Los ojos, ya marchitos por el llanto, se volvieron inexpresivos. En el rostro mantuvo la misma expresión de ausencia que vio Genaro cuando fue por ella a La habana. Pensaba en Toribio todo el tiempo y el sueño se le hizo farragoso e irregular. Sólo a Petronila Carrasco le era dado escuchar su voz apagada.
-E1 destino, hija, a veces es cruel, decía la vieja sirviente. Ya sé que sido una tragedia para ti.
Lila no respondía, sólo dejaba ver sus lágrimas y una contracción del rostro, que afligía a Petronila.  
Genaro que estaba pendiente de la evolución de la hermana, le preguntaba a la doméstica cada día.
-Nada, niño, apenas prueba comida y no deja de llorar, yo creo que se nos va a deshidratar.
Él sugirió que la sacara de casa. Tal vez el contacto con la naturaleza le haga bien.
-Ya lo intenté.
   Entonces, sin consultar a la madre, le ordenó a Petronila que la llevará para el pueblo.
-Con abuela a lo mejor reacciona.
Tampoco esta vez Lila hizo resistencia; bajó la cabeza y se dejó llevar.
Agustina Peralejo no logró sacarla de su ensimismamiento. Las primeras semanas se las pasó encerrada en su cuarto. Acaso una sonrisa triste fue lo que conquistó la abuela después de muchos intentos.
-¿La estúpida piensa pasarse la vida disfrazada de buitre? Farfulló Onésimo Pimentel cuando vio a Petronila cargando los alimentos para el cuarto de la nieta.
Ella apenas dejó ver una mueva y se alejó bandeja en mano.

-Necesita un poco de aire puro y sol, niña ¿por qué no abre las puertas? propuso Petronila Carrasco, pero Lila no respondió. Dos días más tarde apareció en una ventana, bañada por el sol y con la mirada perdida entre las plantas del jardín.
Apenas sacó la cabeza sintió el aroma de las plantas y el sol castigó sus pupilas acostumbradas a la penumbra. Apretó los párpados y así permaneció unos minutos, hasta que un colibrí, quizás su colibrí, que extraía el néctar de una flor, voló para acariciar con sus alitas la cabellera revuelta. Como un punto verde-azul danzó sobre su cabeza. Alegría y tristeza confundieron a Lila y tuvo entonces la certeza de que nunca más volvería a dejar a su colibrí.
Agustina Peralejo se acercó sonriente y dijo que era bueno eso de que abriera su cuarto. Te hace falta el sol, hijita.
Lila alzó los hombros, pasó la lengua por los labios resecos y susurró: total.
-¿Acaso nada te importa, hija?
Lila levantó el índice y apunto hacia el colibrí que libaba sobre una flor. Agustina Peralejo se persignó y abandonó la habitación.
   Al día siguiente empezó a salir al jardín para iniciar un recorrido interminable entre las plantas, siempre acompañada por el colibrí.
-Eso nunca se había visto, comentó la abuela refiriéndose a la conducta del pajarillo.
Onésimo Pimentel que la estaba escuchando no pudo quedarse callado. Y preguntó qué nueva imbecilidad está haciendo tu nieta.
Agustina hizo silencio un momento y aunque no era su costumbre se sintió enfurecida
-Imbéciles son los que no pueden comprender las cosas extraordinarias.
-¿Qué estás diciendo, Agustina? gritó el marido.
Ella ya no lo escuchó.

-Amor, contestó Lila cuando la abuela le preguntó una vez más qué cosa buscaba en los pajarillos.
-¿No hay amor en las personas? Preguntó la abuela, pero Lila dio la espalda y se fue al jardín.
  La abuela pensó que tal vez Esmeralda podría sacar a la nieta de aquel derrumbe, y decidió ir personalmente a pedirle que la visitara. El encuentro fue largo, pero antes de abandonar la casa, la muchacha le dijo, por lo bajo, como si no quisiera decirlo: señora, Lila ya no quiere vivir. Agustina Peralejo se persignó y fue a su cuerpo para prender una vela.
Unas semanas después, desde la puerta de la calle, Agustina Peralejo la vio partir. A su lado iba revoloteando el colibrí. Quiso correr tras ella, pero las piernas no le obedecieron. Unos muchachos que empinaban papalotes sobre un tejado vieron a Lila salir del pueblo, dijeron que se había detenido un instante, más allá de las casitas de barro que se levantan a la salida, y alzó su mano para decir adiós.


En vacaciones, mamá no sabía qué hacer para mantenerme contento y papá propuso hacer una excursión por el río. Abuela aceptó la invitación y se sentó en la proa del bote, pero no dijo una sola palabra. Se veía satisfecha, aunque no hubiera alegría aparente en su rostro. Estaba contenta porque yo le pertenecía.
Iba con las manos entrelazadas a la altura del pecho y la vista perdida en las aguas. A mí me pareció una virgen o una de las estatuas que había en los jardines de la escuela. Papá nos enseñó los campos roturados y un criadero para potros de raza que estaba preparando, pero abuela no parecía escucharlo. Sólo al final del paseo dijo que esas tierras pudieran convertirse en tierras de Dios y las casuchas de los peones transformarse en templos. Lo dijo y miró a papá, luego cerró sus ojos y era La Virgen en su asunción; en vuelo hacia Dios. Papá hizo una mueca y movió la cabeza con agobio.
-Mamá, ¿hasta cuándo va usted…? No siguió diciendo
Ella no se dio por aludida.
  Fue la primera vez que sentí deseos de correr por el campo y meterme entre las bestias que pastaban en aquel potrero, verdecito por las lluvias de mayo. Me hubiera gustado relinchar y bramar como los toros. Hubiera querido alejarme del bote y quedarme en el monte, para siempre. Cuando atracamos en la orilla salté y me fui corriendo hasta la casa.
-Cuidado, niño, gritaba mamá, porque no estaba acostumbrada a verme correr.
  No pensé en el asma, ésta vez mis piernas y  mis pulmones estaban poseídas por una energía desconocida. Llegué a casa antes que los otros. Colgando de un clavo sobre la pared estaba el sombrero de papá, el que usaba cuando salía a recorrer la finca. Me subí a una silla y me lo puse, quería parecerme a él. Fui hasta su escritorio y saqué unos espejuelos llenos de polvo, que había visto en una gaveta, los limpié con la camisa y me los puse. Caminé por la casa sintiéndome papá cuando montaba en su caballo. Salí a recibirlos para que me vieran convertido en Genaro Funcia. Abuela lanzó un grito y se llevó las manos a la cabeza. Yo pensé que le había caído algo desde arriba y me quedé parado mirando como se doblaba y gemía, con las manos apretando las sienes y los párpados cerrando con fuerza. Papá la tomó del brazo y le preguntó.
-¿Qué pasa, mamá?
Ella gritó entonces:
-Quítate esos espejuelos malditos.
Después se abrazó de papá, nunca antes lo había hecho, y le decía:
-Vas a morir de un tiro encima de la boca, hijo; así te van a matar.
Mamá se tapó la cara con las manos y empezó a gemir, como si la muerte de papá hubiese ocurrido en ese instante.
-Ahí he visto tu muerte, dijo y apuntó hacia mí, hacia los lentes.
Papá intentó calmarla. Si ese es mi destino que se le va a hacer, dijo mientras abuela temblaba entre sus brazos. De algo hay que morirse, decía él, y entonces abuela se desprendió de sus brazos y corrió para ir a meterse en su cuarto. Desde el otro lado de la pared podía oírse su reclamo:
-Esto no, Virgen mía... esto no.
Mamá lloró y también fue a su habitación. Papá y yo nos quedamos mirándonos en silencio. Yo con los espejuelos todavía en las manos y sin saber qué hacer con ellos. Papá inventó una sonrisa a medias y me pidió los lentes. Los examinó durante unos minutos en silencio mientras movía la cabeza sin comprender.
-No veo nada, susurró y se estrujó la barbilla; esto es un cabrón misterio, dijo finalmente.
Luego lanzó los lentes al piso y alzó el pie con la intención de hacerlos añico, pero se detuvo; se agachó como si lo hiciera en cámara lenta y los tomó del suelo, los guardó en el bolsillo de la camisa, me miró y yo creí ver un gesto como si se estuviera despidiendo.
-Vete a jugar, hijo.
No lograba entender lo ocurrido, pero sabía que era grave, porque ella habló de la muerte de papá y tenía la facultad de saberlo todo. Asustado, me tiré sobre la cama y cerré los ojos. Luego empezó a llegarme un murmullo por lo bajo; la voz de abuela entraba en mi cabeza.
-Virgen mía, apiádate de mí, ¿Por qué mi hijo? No me juzgues mal si blasfemo hasta el último aliento. Mi hija se ha ido y lo he soportado con resignación. Ni siquiera tuve tiempo de despedirla, ni he podido saber cómo ha sido su último instante sobre la tierra, si es que ya ha ocurrido, pero  no merezco lo que ha de sucederle a mi hijo. No puedo menos que asumirlo como ingratitud del cielo.
Y se hizo un silencio largo en mi cabeza, interrumpido apenas por la explosión de un fósforo sobre la lija. Después el chisporroteo de una vela y de nuevo silencio y finalmente el murmullo de abuela:
Le pidió a La Virgen que si no podía detener el crimen, entonces cerrara sus ojos para no ver dos veces la sangre coagulando en el rostro del hijo.
Yo apenas respiraba, no podía concebir que papá fuera a morir.
  Mis padres fueron por mí a la habitación, pero no quise acompañarlos a la comida, porque quería seguir escuchando el pensamiento de abuela. Ella descubrió que la estaba escuchando y quedó un rato en silencio, como si su cerebro hubiera dejado de funcionar, pero súbitamente el tono de súplica se volvió autoritario. Dijo que me perdonaba porque ella misma me había enseñado a escuchar su pensamiento, pero que no le gustaba que la espiara.
No volví a escucharla hasta la hora de dormir.
-Escucha bien, dijo, hoy es treinta de julio y vendrá de pájaro y caballo, y Maximiliano Contreras cabalgará sobre el lomo de plumas.



Maximiliano Contreras trabajó para la familia Pimentel desde que era un niño.  Contemporáneo con Onésimo y sólo tres años mayor que Acacia; con ellos compartió los juegos de la infancia, a pesar del desprecio de Honorato Pimentel, quien solía gritar:
-Cada perro con su collar.
-Pero yo no voy a permitir que vean al muchacho como un extraño, decía su mujer, porque ese niño es para mí un sobrino, por no decir que un hijo.
Maximiliano nunca se sintió servidumbre, percibió el afecto de los hijos de Honorato, incluyendo a Micaela, a quien le llevaba diez años.
   Onésimo y Maximiliano nacieron con una diferencia de veintiún días. E1 mayor era Onésimo, pero a los once años parecían de edades diferentes. Onésimo era pequeño, cabezón y paliducho, aspecto que mantuvo toda su vida, incluso cuando se convirtió en un viejo barrigón y mofletudo. Maximiliano, en cambio, era espigado, musculoso, de cuerpo bien formado, facciones varoniles y una simpatía que acentuaba la diferencia con el otro.
Durante la adolescencia, las relaciones de Maximiliano con Acacia Pimentel se hicieron cada vez más cercanas. Con Onésimo ocurrió lo contrario, se fueron distanciando. Maximiliano intentó evitarlo, pero fue en vano; su amigo se convirtió en un adolescente soberbio, irritable y altanero.
  Probablemente todo hubiese quedado en el inevitable distanciamiento, si la simpatía entre Maximiliano y Acacia no se hubiera tornado pasión. Honorato tembló de ira cuando le  informaron y se opuso tajantemente a las relaciones.
-Cada oveja con su pareja. El mocoso está abusando de nuestra confianza.
   Los novios no esperaron la tormenta, avisados de la furia de Honorato se dieron a la fuga y no regresaron hasta un año después, cuando a instancia de Perla Marín, Honorato cedió y les pidió que regresaran a casa. Onésimo, quien ya había dado muestras de rudeza e incapacidad para perdonar, gritó colérico:
-Mi padre los habrá perdonado, pero yo no.
Y farfulló un discurso incoherente sobre la moral de la familia, supuestamente pisoteada por un don nadie.
-Me voy a vengar, juró.
     La muerte de Maximiliano nunca se esclareció, pero Asunción Macarla estaba segura de que el asesino había sido su padre, aunque ella no hubiese nacido cuando ocurrió y muy pocas fueron las cosas que escuchó al respecto.


Benjamín regresó al circo aun cuando estaba convencido de que todo había terminado para el Ángel del Trapecio. Las fracturas de piernas y caderas lo habían dejado cojo para el resto de sus días. Más que caminar parecía desplazaba, con cierto movimiento peculiar del pecho y los hombros, como pato escorado. En sus ojos se acentuó la expresión de nostalgia y en la frente se abrieron dos grietas, reflejos del dolor físico soportado durante tanto tiempo. Entre la boca y la barbilla quedó una cicatriz parecida a una ¨D¨ eslava.
 Durante la prolongada convalecencia, estuvo perturbado por dos interrogantes que martillaron en su cabeza: ¿podrá regresar al circo? Y si no lo lograba, ¿moriría también la poesía que era ya parte de su obsesión? E1 circo había sido un descubrimiento irrenunciable y con él reafirmó su vocación por la poesía. Ambas cosas eran su razón de ser. Se negaba a perderlos, porque circo y poesía lo condujeron al Benjamín que ahora era. Cuando se sintió con fuerzas no lo dudó un instante:
-Vuelvo a mi destino, mamá.
-¿Así como estás?
-Así, mamá. Voy en busca de mi mismo, que está debajo de la carpa.
Agustina Peralejo aspiró hondo y entornó los ojos como si fuera a desmayarse. Se persignó tres veces y empezó a frotarse las manos.
-Estás loco, hijo, no puedes andar por el mundo en ese estado.
Benjamín no respondió, fue a su habitación y empezó a preparar el equipaje.
-Ni siquiera sabes por dónde anda el dichoso circo, dijo la madre cuando lo vio salir maleta en mano.
-No hace falta, mamá, nada es tan fácil como encontrar un circo.
  Agustina Peralejo lo despidió con los ojos lacrimosos,  Benjamín se alejó calle abajo, moviendo con dificultad el cuerpo de pato escorado.

-Bajo cualquier circunstancia este circo es su casa, le dijo el patrón. Habría que ser muy ingrato para darle la espalda a quien tanta gloria nos trajo.
Benjamín dejó ver una sonrisa tímida y dijo que no quería que lo recibiera por agradecimiento, quiero trabajar para el circo.
-Habrá un lugar para usted, dijo el patrón mientras miraba conmovido las piernas maltrechas del Ángel del Trapecio. Vaya mirando con calma y elija el lugar que le acomode.
   Durante varios meses Benjamín estuvo realizando actividades auxiliares, que nada tenían que ver con el espectáculo. Dedicaba su tiempo al cuidado de los animales y fue creando con ellos una  familiaridad que asombró al patrón. Nadie le asignó aquella función, él la asumió.
-No sabía de su amor por los animales, le dijo el dueño en cierta ocasión, porque lo encontró hablándole a un mono que había enfermado. Le estoy agradecido por esta labor, Benjamín, nunca nuestros animales estuvieron mejor atendidos.
-Soy uno de ellos, respondió Benjamín, sin levantar la vista, sin dolor ni ironía y continuó acariciando el vientre del mono.
Antes de volver al circo Benjamín tampoco sabía de su afinidad con las bestias. Lo descubrió mientras cuidaba de ellos. Allá arriba, en las alturas del trapecio, encontró un espacio y un tiempo, que antes pertenecían sólo al mundo de las aves y los sueños. De vuelta al circo encontró en los animales una nueva dimensión, casi siempre ajena al hombre; supo que la magnitud de lo humano está, a veces, en la capacidad de convivir con las bestias.
Benjamín era muy joven todavía, para sentir el peso del tiempo, pero algo viejo había nacido con él y se puso a pensar en el final. De ahí su afán por encontrarle algún sentido a la muerte. Ya fuera imperativo de la naturaleza, de la organización divina del universo o de lo que fuera. Le parecía injusta la brevedad de la vida, sobre todo porque casi siempre se quedaba alguna acción inconclusa y en eso consistían la principal alienación del hombre y, seguramente, sus imperfecciones.
Si existe un Dios creador del Universo está en deuda con nosotros por esa finitud a que nos tiene condenados, pensaba y quiso expresar esas consideraciones en un poema dedicado al tiempo:
El tiempo es un tren que viene y va de la nada a la nada,
Corre indetenible del llanto a la sonrisa y nuevamente al llanto
El tiempo es huracán en la conciencia,
Paloma mensajera derribada en su vuelo,
Es el filo de la navaja tocando la garganta.

El tiempo es un pedazo del camino,
El pan dormido en el horno,
La pupila de una muchacha inventando la lluvia.

El tiempo puede ser una tarde de otoño,
El cumpleaños del fuego,
El rostro de un niño que emerge del rocío.


-Benjamín ha creado su propio espectáculo con los animales, dijo Verónica San Juan, la antigua compañera del trapecio. Un espectáculo que no todo el mundo puede ver.
  Los otros asintieron con la cabeza, pero no alcanzaron a entender la afirmación de Verónica. En realidad pensaban que estaba enloqueciendo. Verónica lo sabía, porque conocía el alcance de las ideas de Benjamín y no podía esperarse que aquéllos le comprendieran.
Ya no era  el Ángel del Trapecio, ni la palidez de su rostro tenía el encanto de otros tiempos, pero seguía siendo el hombre diferente, distante, como si él y su pensamiento formaran un mundo ajeno y superior.
   Por el día Benjamín se la pasaba entre animales y meditaciones, sin angustias aparentes. Si alguien le hablaba ofrecía su sonrisa fraternal, si se le pedía ayuda mostraba la habitual disposición de servir. Pero se ponía mustio en cuanto el sol declinaba y empezaban los preparativos para la función. La soledad, como ave nocturna y se posaba en el rostro. El andar se hacía lento, huidizo. Y cuando el público empezaba a llenar las gradas, se volvía una sombra entre las cortinas. Se movía en la  penumbra, evadiendo a sus compañeros. Pasaba junto a las jaulas para susurrar alguna cosa a los animales, le echaba una última mirada al circo,  observaba a distancia  hormigueo de los preparativos; los otros entrando y saliendo del área de maquillaje, disponiéndolo todo y haciendo los calentamientos de rigor. Entonces se alejaba moviendo con dificultad el cuerpo averiado.
 A veces, desde su parapeto entre bambalinas, veía todo aquello como quien se asoma a un abismo. Aquel ir y venir, aquel rito de la preparación, que durante años formara parte de su vida lo dejaba sin aliento. Escuchaba las primeras notas del clarinete anunciando el inicio de la función y tenía que imponer su coraje para que no salieran lágrimas.
 Él no era más que una silueta, distante, ajena. Cada hombre se concentraba en sí mismo, en su papel concreto, y nadie reparaba en la sombra que antes trajera la gloria. Una sombra que no volvería a existir hasta que no saliera el sol y apareciera en cuclillas junto a los animales.
   La fama del Ángel del Trapecio se iba extinguiendo en el recuerdo. Benjamín lo sabía, y antes de que se escucharan los primeros aplausos se volvía cangrejo, para deslizarse por los rincones oscuros, en silencio, entre andamios y jaulas. Finalmente escapaba por debajo de la carpa y se perdía en las calles oscuras del pueblo.
Debió pasar mucho tiempo para que descubriera que su soledad no era tanta como pensaba. También desde la penumbra, parapetada en algún lugar de la carpa, la antigua compañera del trapecio seguía sus pasos. Era testigo de las fugas nocturnas y sin que él lo sospechara, esperaba su regreso cada noche,  temerosa  de que un día no volviera.
  Cuando Benjamín regresaba de sus largas caminatas, la carpa estaba en silencio. Sólo el enano Boniato, quien padecía de insomnio,  lo estaba esperando para hacer menos tediosa la desvelada. Boniato se sentaba a la entrada y prendía un enorme tabaco, cuya lumbre veía Benjamín a distancia. El antiguo trapecista lo acompañaba hasta que la brisa fría de la aurora los iba adormeciendo. Boniato fumando a ras de tierra, Benjamín con la vista perdida en las estrellas.
   Una noche de luna llena, Verónica San Juan lo esperó para decirle que no estaba solo.
-Te he esperado cada noche, no he  estado tranquila hasta no verte llegar.
Se sentaron en el mismo sitio donde Boniato solía ir a pescar el sueño.
-Para mí sigues siendo el Ángel del Trapecio, Benjamín, le dijo Verónica, sólo que ahora me pareces más grande que nunca. Sin ti este circo sería un corral de puercos.
 Benjamín movió la cabeza con timidez y le ofreció una sonrisa que podía entenderse como súplica, para que no siguiera con los elogios. Ella no lo concedió.
-Sé que la mayoría no lo entiende. No se le puede pedir más.
   Benjamín siempre había distinguido a Verónica, porque la sabía una mujer sensible, pero ignoraba que le importaran su estado de anímico y sus movimientos.
-La soledad hay  que compensarla con alguna cosa que nos agrade, de lo contrario nos destruye.
-¿Cómo de mi soledad? Preguntó él.
-Una mujer puede ver lo que está dentro de la persona que quiere, murmuró ella y entrelazó los dedos, como buscando apoyo para no parecer atrevida.
Benjamín unió las cejas y pasó la punta de los dedos por la frente.
-No sabía que me quisieras, dijo.
-Nunca conocí a alguien que mereciera tanto el cariño.
Él hizo un gesto de agradecimiento y humedeció los labios resecos.
-Cuando andábamos allá arriba sentía en tus manos el calor del afecto y el cuidado para no lastimarme.
-Pensé que...
-Que no era capaz de percibir esos detalles ¿verdad?
Benjamín se excusó, dijo que nunca ignoró su sensibilidad, pero que tal vez no está acostumbrado a ser querido.
Ella susurró mirando al suelo, como si lo dijera para ella misma, que en un circo también puede haber corazón.
   Él la besó en la frente y ella hizo un gesto con los hombros y la cabeza, como de rubor y agradecimiento.
Se despidieron cuando los claros del día hicieron surcos anaranjados sobre los árboles.
    Benjamín no durmió esa mañana, pensó en ella hasta que el sol calentó el techo del carromato y se fue a atender a los animales con desconocida sensación de placer.
   Durante el día recordó las aventuras vividas en el trapecio junto a Verónica, pensó en su cuerpo pequeño y flexible surcando el espacio para ir a encontrarse con sus manos. Le pareció sentir el roce de su piel cuando cabeza abajo se deslizaba hasta llegar a sus brazos; fracciones de segundo quizás, para seguir el vuelo hasta el otro lado de la pista. Con los cuerpos unidos desafiaron el peligro, se burlaron de la gravedad, mientras los metales de la orquesta subrayaban cada detalle de la maniobra. Descendían tomados de la mano y los aplausos tronaban bajo la carpa. Se preguntó si acaso no había amado siempre a aquella mujer de mirada tierna  e inquisitiva a la vez.
-¿La amé o la amo todavía? Susurró mientras pasaba un cepillo por la cabellera del león. No pudo responderse, pero desde aquel momento  la vida tuvo otro sentido.



Abuela dejó de sentarse a la mesa para comer con la familia. Tampoco venía a la sala para tomar el aire fresco de la tarde y escuchar con indiferencia las conversaciones de papá y mamá, como solía ocurrir en otros tiempos. Se quedaba en su cuarto, yendo de un lado para el otro, protestando o hablando con La Virgen en voz alta.
   La seguridad de que papá iba a morir terminó con el sosiego y la serenidad que le quedaban. De pronto se sentaba en el borde de la cama con los ojos entrecerrados y las manos unidas a la altura del pecho o se levantaba para ir a tirarse de rodillas delante del altar.
¿Es que la fuerza de la fe y la devoción no llega a tus oídos? ¿Por qué han de morir antes de tiempo los inocentes? Reclamaba y prendía tantas velas que los santos se veían como si salieran de una hoguera, no había un rincón a oscuras. E1 olor de la cera se metía en toda la casa, en la comida; el agua y el café con leche sabían a esperma derretida.
   Una tarde la escuché decir:
-Siento que se acerca la tormenta.
Era fin de semana y yo estaba en casa. Tirado bocarriba sobre la cama; me entretenía repasando una lección de historia cuando de pronto entró su voz, pero enseguida volvió a quedar en silencio, como si no hubiera dicho nada. Luego se fue hasta la cómoda, abrió una gaveta y me dijo:
-Si quieres ven para que me ayudes.
No acerté a ponerme los zapatos.
-Vamos a hacer un nuevo intento para salvar a tu padre, dijo cuando estuve junto a ella, aunque no volvió la cabeza para mirarme. Fui hasta el altar y me puse de frente y pude ver que tenía los ojos como escondidos detrás de las pestañas, luego los fue abriendo poquito a poco. No tenían brillo, como los pollos cuando mamá le tuerce el cuello y dejan de dar brinquitos en el piso.
-¿Ves este cordel tan largo? tenemos que convertirlo en una vela que llegue al cielo. Hasta que Dios despierte, si es que se ha quedado dormido, dijo con amargura, tal vez decepcionada.
   En eso estuvimos todo el día y la mañana siguiente. Yo no entendía muy bien lo que estábamos haciendo, pero no pregunté. Ella se metió en mi pensamiento y volvió a decir:
-Haremos una vela tan grande que llegue a Dios.
 Cuando le pusimos el último pedazo de cera al cordel, ella sonrío satisfecha. Llevó un extremo hasta los pies de La Virgen y luego le dio vueltas en el cuello a Satanás, finalmente la sacó por la ventana y le prendió fuego. Un hilo de humo blanco se escapó por encima del techo y se fue al cielo.
    -No digo yo si llega, susurró, y dejó ver una sonrisa, como de cansancio o resignación.
En ese instante llegó papá.
-¿Qué hace, mamá? Ella no respondió y papá volvió a preguntar:
-¿Para qué esta cosa?
A mí se me escapó la respuesta:
-Para que no te maten.
   Papá se puso a mirarnos y  le vi las ganas de llorar.
 Luego me tomó de la mano y me llevó al comedor, donde mamá estaba llorando, porque  escuchó lo que dije. El pelo le cubría la cara y las lágrimas bajaban por los brazos hasta los codos para escurrirse sobre la mesa.
-No llores por boberías, dijo papá y la tomó por la barbilla.
-No es bobería, sollozó mamá; siempre sabe lo que va a pasar.
Papá trató de restarle importancia, pero finalmente se quedó pensativo, en silencio. Cuando habló lo hizo con serenidad:
-Si uno ha de morir qué sentido tiene tratar de evitarlo.
A mamá se le escapó un gemido, como de animalito con frío y se abrazó al cuello de papá.
El la apartó con suavidad y trató de tranquilizarla.
Quedaron un rato en silencio. Mamá me miró, con los ojos todavía llorosos y me pregunto:
-¿Por qué se pusieron a hacer esa vela, hijito?
-Para que a papá no le pase nada.
-Nada va a ocurrir, dijo papá, con seguridad, y mamá se puso a decir nerviosa:
Que era buena la intención, pero le preocupaba que yo anduviera metido en esas cosas raras.
Papá se rascó la barbilla e hizo una mueca.
-Ahora vamos a tener que soportar el olor a esperma todo el día, y tomó a mamá por los hombros. No quiero que se hable más de este asunto, y se alejó rumbo al patio de trasero.
Yo me despedí de mamá y fui a mi habitación.
Tendido sobre la cama sentí el ruido que siempre hacía el pensamiento de abuela  cuando iba a entrar en mi cabeza.
-No hagas caso a lo que oyes; hicimos lo correcto. Se trata de que nos escuchen desde arriba.
-No quiero oír nada, se me escapó, no sé si lo dije o lo pensé, pero ella se enfureció.
-¿Cómo te atreves?
   Aquella noche el Pininío se la pasó dando vueltas alrededor de la casa. Primero se dejó caer sobre las ramas de la ceiba y empezó a gritar y a mover el cuerpo de perro flaco. Yo quería saber si abuela estaba despierta, pero ni su respiración percibía. Sólo escuchaba al Pininío, que de pronto se volvió pájaro y caballo y se puso a corretear por encima del techo. Subía y bajaba, como si viniera desbocado desde el infierno. El tropel se oía muy cerca, en cambio el relincho era como de potro herido y se escuchaba lejísimos, como viniendo de las alturas. Pensé que abuela estaba enojada por lo que dije y no quería escuchar ni hacer nada para ahuyentar al Pininío, pero al ratito entró.
-Viene de la boca del diablo, dijo abuela, y yo brinqué debajo de la almohada.
Con Dios me acuesto y con Dios me levanto; Dios conmigo y yo con él, él delante, yo tras él…
San Bartolomé me dijo que durmiera y no recordara, que no le tuviera miedo a las pesadillas malas...
  Pasé horas repitiendo las oraciones y tratando de retener a Dios en mi pensamiento para que el Pininío se aquietara, pero en cuanto Dios se me escapaba del pensamiento empezaban los graznidos y el tropel encima del tejado.
   Cuando los gallos cantaron anunciando el amanecer, volvió el pensamiento de abuela y dijo:
-Duerme tranquilo.
  Sentí un alivio enorme, me pareció que flotaba sobre olas mansas, el calor desapareció de la habitación, las piernas que habían permanecido encogidas se estiraron solitas y dormí pesadamente.
Desperté tarde, mamá estaba sentada en el borde de la cama mirándome con esa expresión de ternura que sólo veía en ella.
-Nada de eso que te dice es cierto.
Le tapé su boca con mi mano y le pedí que no siguiera hablando para que abuela no fuera a  oírla, pero estaba dormida y mamá pudo seguir diciendo:
-Tu papá y yo hemos decidido pasar los fines de semana contigo en casa del abuelo Belisario. Allá te vas a sentir mejor, eso no quiere decir que no veas a tu abuela, de ninguna manera. Te podemos traer una vez al mes, digamos.
Me tembló el cuerpo, como si tuviera fiebre de cuarenta y parece que mi terror se metió en el sueño de abuela, porque despertó sobresaltada y dijo: niégate.
Mamá siguió hablando y abuela repetía furiosa: no puedes aceptarlo.
  Antes de salir para el colegio mis padres habían dado marcha atrás; no me llevarían los fines de semana para casa del abuelo Belisario. Por primera vez escuché reír a mi abuela; lo hizo socarronamente, pero con ganas.


 A partir del día en que Verónica San Juan esperó a Benjamín a la entrada de la carpa, sus encuentros nocturnos fueron diarios. El enano Boniato los miraba a corta distancia y levantaba los hombros con resignación; había perdido a su compañero de desveladas. A ratos se acercaba con el pretexto de un fósforo y se alejaba nuevamente moviendo su cuerpecillo y dejando escapar el humo por encima de su enorme cabeza.
   Cuando Benjamín regresaba de sus rondas nocturnas, Verónica estaba disfrutando de las estrellas. Él sintió que la compañía le estaba cambiando su visión de las cosas. La vida ya no le pareció hostil ni insoportable la ausencia del trapecio. Sólo durante la función volvía a percibir aquella sensación de pérdida que lo hacía emigrar de la carpa. Ahora, con los últimos aplausos emprendía el regreso para encontrarse con la amiga.
 Verónica quería acabar con las fugas de su amigo, pero sin hacerle daño; con paciencia, porque lo había visto temblar cuando la orquesta tocaba los primeros acordes y el presentador salía a la pista. Deseaba verlo en armonía, sin tener que huir, y sin que mediara una solicitud suya, a la que, con seguridad, Benjamín accedería.
-¿La poesía no logra llenar el vacío que te ha dejado el trapecio? Le preguntó un día.
El  negó con la cabeza antes de hablar.
- Mi poesía nació en el trapecio.
Verónica permaneció pensativa unos minutos y se animó súbitamente, como quien descubre la solución de un problema crucial.
-Eres un artista, dijo con un raro brillo en los ojos, y los artistas necesitan del público. Tienes que reincorporarte al espectáculo.
  Benjamín enseñó una sonrisa triste, arqueó las cejas y apretó la mano de su amiga, para no decirle que lo único que sabía hacer era andar por el aire. Ella lo entendió y respondió con firmeza:
-Volverás al espectáculo, dijo, es cosa de pensarlo y a eso me voy a dedicar.
Meditaba sobre el asunto Verónica San Juan, cuando la solución apareció de pronto, acompañada por la tragedia; e1 domador de leones murió de un infarto fulminante. Para asombro de todos. Era un hombre joven, fuerte y de carácter afable. Inesperadamente, el Alas del Olimpo careció de una de sus principales atracciones.
-Caramba, dijo el patrón, esto sí que es desgracia; se nos accidenta la estrella del trapecio y ahora se nos muere el domador.
-Una pérdida insustituible, dijo Benjamín apesadumbrado.
-Lamentable, dijo Verónica, pero está resuelto, Benjamín será el nuevo domador del Alas del Olimpo.
Lo dijo con firmeza, como quien toma una decisión indiscutible.
   Benjamín sonrió, entre burlón y perplejo:
-¿Te has vuelto loca, Verónica?
El patrón quedó con la boca abierta, también perplejo, pero calculando la conveniencia.
-¿Quién mejor?, dilo tú mismo; los animales te verán como protector,  no como verdugo.
Benjamín movió la cabeza y fue negar, pero Verónica se lo impidió.
-Puedes, Benjamín, dijo. Serás domador que no requiere del látigo.

Durante los veinte años posteriores a aquella conversación Benjamín fue el domador del Alas del Olimpo. El día que salió a la pista en su nueva función supo que renacían las emociones vividas en el trapecio. No logró recuperarse del todo ni dejó de extrañar las alturas, pero hubo en su espíritu una transformación que le pareció mágica. Se movía alrededor de los leones con la agilidad que creía perdida.
 Verónica estaba asombrada por la destreza que mostró Benjamín en el manejo de las bestias, no supo que en realidad  aquel triunfo le pertenecía; lo atribuyó exclusivamente a la grandeza de su compañero, mientras que él, por el contrario, no tuvo dudas de que todo se lo debía.
   Sin que los hombres del circo llegasen a verlo con claridad, se produjo una especie de renacimiento bajo la carpa. Hasta los animales se vieron diferentes, como si la función hubiese dejado de ser un fastidio.
-Están disfrutando el espectáculo, comentó Verónica San Juan.
E1 patrón sonrió, agradecido.
-Usted es un artista de los de verdad, Benjamín, le dijo y estrechó la mano del nuevo domador. Hasta las bestias parecen reír, añadió.
  E1 regreso a las funciones dio fin a las rondas  nocturnas de Benjamín. Ahora cuando salía a caminar por las calles lo hacía acompañado de Verónica, aunque solían hacerlo durante el día; salvo cuando llegaban a un puerto de mar. En tales circunstancias, terminada la función, se iban a la orilla al malecón; les gustaba sentir como la brisa salitrosa subía con el oleaje y les arrancaba el cansancio y las tensiones de la carpa.
Cierta vez el circo ancló en Puerto Padre y Verónica San Juan vio con fascinación al pueblo limpísimo, cuyas calles empinadas bajaban rectas y despejadas hasta el mar azulísimo. Cada noche se iban al malecón y les amanecía disfrutando de la brisa norteña.
-Podría quedarme toda la vida en este pueblo, dijo ella.
   Benjamín sonrió, levantó un pedazo de cemento del muro del malecón y lo lanzó con fuerza contra una ola. Luego dijo que era hermoso, pero yo no podría vivir aquí, porque el paraíso de la quietud se me convertiría en infierno.
-¿Te aburrirías?
-Moriría.
-A mi me encanta, afirmó Verónica con vaguedad y su vista perdida en el horizonte.
-Mi sitio es el camino, Vero, susurró Benjamín y siguió escarbando en el muro. Dijo que la rutina lo aburre, no podría ver diariamente las mismas cosas.
Verónica San Juan aprovechó para decirle que entonces estarás muy cansado de mi presencia, lo dijo con coquetería, buscando una contraria y halagadora  respuesta.
 -Tú eres la única persona que nunca se repite. Ni en el trapecio te repetías. Eras siempre gaviota nueva, inaugurando vuelo.
Verónica lo besó y le mostró los brazos para que viera como se erizaba. Eres maestro de la galantería, le dijo y volvió a besarlo.
 Se amaban y disfrutaban del hallazgo, compartían cada minuto todas las alegrías y las ocasionales tristezas.  
Verónica soñó con abandonar el circo e instalarse en un puerto de mar, para tener hijos con Benjamín y hacer una familia en la quietud, mas sabía que tal proyecto no cabía en la cabeza del otro. Con los años, aquella posibilidad se hizo remota, ambos empezaron a sentir el rigor del tiempo y los atrapó un sentimiento de callada resignación. El circo era el  único lugar posible.
  Verónica nunca olvidaría aquellos días en Puerto Padre, porque como nunca antes sintió la necesidad de un hogar compartido con Benjamín. Miraba a su paso las casas y elegía la suya, la que le gustaría habitar con él y los hijos.
El día de la partida y se fueron conmovidos por la acogida del público y la amistad que le ofrecieron los artistas locales. Llevaron en su memoria el calor que le ofrecieron, en particular, los Herrera y los Ferrer, estirpe de músicos consagrados y hombres honorables. Tampoco olvidaron a Ernesto, aquel poeta e historiador parsimonioso, barroco, con voz de locutor y sonrisa de niño.
    Cuando el circo levantó “anclas”, ambos sintieron nostalgia; años más tarde, aquel pueblo sería para Benjamín grato recuerdo, para Verónica, Añoranza.




Era invernal aquella mañana que Benjamín se levantó apesadumbrado. Los huesos le dolían como si acabara de caer del trapecio, tenía la sensación de no haber dormido en toda la noche. En el pecho se le había instalado una sensación pesada, una inexplicable carga que no le permitía respirar con libertad. Lo atribuyó a una pesadilla que lo despertó sobresaltado.
  Soñó que había caído a un precipicio y descendido  por un túnel angosto hasta quedar flotando sobre una niebla espesa. Luego estaba en un viñedo y escuchaba el sonido de gansos y palomas. Pudo ver un camino de carretas y pisadas de caballos. Tomó aquel camino y de pronto se encontró con una casa con techo de tejas. Sobre el tejado la nieve empezaba a derretirse y el humo de una chimenea se elevó por encima del viñedo.
  La casa  estaba en  penumbras y él parado en una habitación enorme. Nada podía ver, pero escuchaba  forcejeo, muy cerca. Como luces de un teatro, un foco intenso cayó sobre unas figuras que se movían en una esquina de la habitación, casi pegados a la pared, Benjamín pudo distinguir dos mujeres y un hombre. É1 envuelto en una manta gris; ellas cubiertas por turbantes negros. No lograba entender lo que decían, aunque los gritos se fueron haciendo ensordecedores. De pronto se produjo un raro movimiento. Aquellas personas daban vueltas a la habitación en semicírculo. E1 hombre iba delante y ellas lo seguían gritando. Él se detuvo bruscamente y en sus manos apareció el hacha que descargó sobre una de ellas. La mujer se desplomó partida en dos mitades. Benjamín quiso ir en su ayuda, pero estaba sembrado al piso. Vio el rostro de la otra mujer; juvenil, hermoso, le pareció a Benjamín, que empezó a golpear con sus puños el pecho del otro. Aquél tiró de su vestido hasta dejarla desnuda. La mujer se cubrió el sexo con las manos y miró a Benjamín con enojo. El hombre del hacha la lanzó al piso de un manotazo y se metió entre sus piernas. La mujer partida en dos mitades empezó a incorporarse y Benjamín pudo escuchar ahora con claridad: “Asesinas a tu madre, violas a tu hermana, monstruo”. E1 hombre se retorció y se volvió serpiente. No vio Benjamín de donde salió el cuchillo, pero sí  lo vio atravesando la garganta de la bestia.
  Benjamín quiso gritar, pero no le salió, ni pudo mover los pies. Escuchó el jadeo a través de la niebla, cada vez más intensa, vio inflarse el vientre de la mujer y la piel que se abría a la altura del ombligo. Del vientre rasgado brotó una cabeza que Benjamín reconoció al instante, aunque sólo la vio en fotos; era la de Honorato Pimentel.
  Escuchó entonces la voz lejana de Asunción Macaria:
-Así nació tu abuelo, Benjamín.
   Despertó extenuado, adolorido y con la sensación de quien acaba de llegar de un largo viaje. Escuchó al enano Boniato diciendo:
-Coño, compadre, estaba usted lejos; llevo media hora dándole tirones para sacarlo de la pesadilla.
  A1 medio día, mientras almorzaban en una fonda de chinos, Benjamín le contó a Verónica los detalles del sueño.
-Me ha dejado una sensación desagradable, como si lo hubiera vivido en realidad.
Ella dijo que debió haber hecho una mala digestión; casi siempre son causa de pesadillas horribles. Él negó.
-Fue como si la conciencia se hubiera desprendido de mi cuerpo para viajar a la raíz.
En la tarde Verónica le pidió que la acompañara a las tiendas, quería comprar cosméticos antes de partir del pueblo. É1 aceptó de buen gusto y echaron a andar hacia la calle. Iban saliendo de la carpa cuando escucharon a sus espaldas la voz inconfundible de Boniato:
-Oye, hermano ¿me ayudas un momento?
De la calle había llegado un perrito enfermo, arrastrando el cuerpo diminuto, y se había enroscado debajo de una silla.
-Parece que está enfermo, dijo Boniato, pero usted es el mago de los animales…
-Horita estará bien, susurró el domador de leones del Alas del Olimpo. ¿Me esperas un instante, Vero?
La mujer afirmó sonriente y Benjamín se inclinó para examinar al animal. No podía sospechar, que después de veinte años entrenando leones sin recibir un arañazo, aquel insignificante animalito le traía la muerte.
    Sin tomar demasiadas precauciones, Benjamín estiró su mano para acariciar el cuello del animal y el perro le dio una dentellada. Fue una simple mordida, como había vaticinado Asunción Macaria cuarenta y siete años atrás; suficiente para que se le escapara la vida. En aquel preciso instante, Asunción Macaria prendió una vela y se le escuchó decir:
-Ya fue.
 Cuando todavía no había perdido el conocimiento, Verónica le preguntó si podía avisar a la familia, él negó y dejó ver sonrisa.
-No, Vero, sólo le importaría a mi madre y está demasiado vieja y muy lejos.
-¿Tal vez algún amigo?
El volvió a negar. Y habló con paciencia y cansancio a la vez. 
-Vero, ya sabes que la gente de circo no tenemos tiempo para cultivar amistades. Mejor escríbele a mi madre cuando todo haya pasado. Dile que la amé y que amé también a una mujer que se llama Verónica San Juan, razón suficiente para irme satisfecho. Es todo, Vero, sólo me queda pedir que la tierra de Caibarién me acoja como a un hijo.  Y sonrió por última vez.
-Yo también te amo, Benjamín, dijo Verónica San Juan y apartó las lágrimas de un manotazo.
  Deliró durante cuatro días, mientras su cuerpo se sacudía por los espasmos.
-No dejes que me toquen, Verónica... No quiero agua... Hay fuego en el agua, Vero, y serpientes... Hay culebras, Vero... No quiero el agua...Está en el agua, Vero. Esa serpiente es Pimentel, Vero... No, no, agua no.
  Verónica dejó el hospital con la sensación de que también había dejado de existir. Las cosas que Benjamín le había dicho antes de morir le daban vueltas en la cabeza y no dejaban lugar para otra idea. Le había dicho que  no le diera tregua a la soledad.
-Porque en estos tiempos todo el mundo está solo, lo dijo antes del delirio. Ni siquiera el circo es el mismo. Antes éramos familia; ahora un grupo de egoístas.

Verónica no quiso esperar para cumplir las promesas que le hiciera a Benjamín. Le escribió a la madre anciana y se dispuso a buscar un editor para la publicación de los poemas inéditos que dejó.
-En mi equipaje, le había dicho Benjamín, están los poemas en la forma que me hubiera gustado verlos impresos.
  Se fue hasta el carro de Benjamín y encontró los papeles, escrupulosamente organizados. La antigua trapecista fue leyendo las cuartillas mecanografiadas. Se conmovió especialmente cuando leyó un poema que Benjamín había titulado A LOS LINOTIPISTAS DE LA ETERNIDAD.

Todo lo que el mundo ha sido en mí, no será más que una pálida página
en las manos de un lector que no conozco ni amo.
No sé de qué tristeza se pueblan los árboles
No sé de qué rincones está hecha la memoria.
Mas puede que yo sea en el deslumbramiento, atisbo
de su propio yo: yo, este poema, fecundidad de un yo que no ha nacido.
Y cuando sus manos me sitúen de pie en el estante
a soportar la noche, la que ya nunca podrá ser mía
existiré en la blanca, inmaculada, hoja de un libro.
Y todos los atardeceres que no supe adentrar en los signos
todo lo amado que sólo a medias cobró vida en la letra
¿dónde, en qué recodo del olvido quedará?
Habrá de vivir; todo vivirá: lo escrito y lo no escrito, lo vivido y lo no vivido: la vida toda. Si no vive la vida, no vivirá el poema;
no tendrá sentido esta aventura en pos de un vivir capaz de expresar la vida.
En las altas cornisas de la eternidad está cantando este minuto.

Verónica salió del pequeño dormitorio de Benjamín secando lágrimas y dispuesta a abandonar el circo para siempre, pero sus pasos la llevaron al inmenso silencio de la carpa. Allí cerró los ojos un instante y lo escuchó. Cuando sus párpados se separaron siguió sintiendo muy cerca el aliento de Benjamín y supo que no podría dejar el circo, porque sería alejarse de él. Allí estaría  toda la vida.


  Asunción Macaria no se sorprendió por la noticia. Cerró los ojos y aspiró hondo.
-¿De qué murió? No le hizo falta la pregunta y tampoco le sorprendió la respuesta. Lo supo  cuarenta y siete años antes. No se lamentó ni hizo comentario alguno; su rostro siguió siendo duro y distante, sin embargo, las piernas le fallaron y quedó como clavada al piso, sin poder bajar la saliva que se hizo pelota en la garganta.
  Durante seis horas permaneció inmóvil; sólo el leve movimiento de las pestañas daba fe que estaba despierta. Cuando abrió los ojos mandó a buscar a Genaro:
-Vete al pueblo y ayuda a mamá. Dile a Petronila que no la deje sola un instante.
Él fue a retirarse y ella lo detuvo:
-¿Me has escuchado bien? Ni un instante puede estar sola. Dile a tu abuela que iré en  cuanto me sea posible.
Y se fue hasta el sitio donde yacía postrado.
-Tomaste mi voz para anunciar su muerte y he vivido con ese dolor.
Luego se inclinó para retocar con una brocha la cruz enorme que había pintado a los pies del maligno.
-No habrá tregua, dijo y golpeó con el dorso de la mano el rostro de Satanás.
  Anduvo por la casa como buscando el reencuentro en algún rincón. Salió al patio y se internó en la vegetación, caminó entre los árboles, como si esperara el impulso de la brisa. En el rostro apareció una expresión antigua;  de la niñez. Le pareció escuchar el relincho de caballos y el kikiriki de los gallos de pelea. Escuchó la risa de Benjamín confundida con el zumbido de los insectos y el susurro del aire entre las hojas.
-Todavía estás en el corazón, Benjamín. Contigo y cabalgando sobre Demóstenes entró el pensamiento a mi cabeza y la certidumbre de una vida sin sosiego. Supe que nuestros caminos se bifurcarían ineludiblemente. Eso no implicó que pudiera desterrarte de mi pensamiento, aunque traté de hacerlo. Alguna fuerza superior nos une, superior a 1a hermandad y a lo terrenal, superior a ti y a mí. Nunca te lo dije,  pero supe que algo muy grande nos unía. Ahora estás en mis entrañas y percibo necesidad de amamantarte para que no mueras en la muerte. Tus pasos y tu respiración están en mí, veo el brillo de tus ojos entre los arbustos y eso me gusta. El sentido de tus palabras que califiqué con dureza tiene ahora una dimensión entrañable. Amo las palabras que nacieron de tus labios y se metieron muy hondo en mi conciencia y se volvieron confusión que ha vivido conmigo estos años. Hubo momentos en que creí odiarte, aunque en realidad te amaba. Lo sabes, saltimbanqui eterno. Sabes también que el diablo trastoca mis sentimientos, los confunde y los hiere, por eso creí odiar tu capacidad de decir y defender tus ideas. 
  Y se quedó con las palabras de Benjamín dándole vueltas en la cabeza mientras caminaba entre los árboles. Regresó a casa cuando había oscurecido completamente.
 Aquella noche fue de tormenta y por primera vez en muchos años crujieron las bisagras de las ventanas de su habitación. La lluvia entró abundante y golpeó el pecho de Asunción Macaria, quien 1a esperó inmóvil, de pie, con los codos apoyados alfeizar gris. E1 vestido de hilo se le pegó al cuerpo, el agua corrió impetuosa por el pelo empapado. La luz intermitente de los relámpagos iluminó  el cuerpo inmóvil. En la oscuridad de la noche pudo verse dibujada la silueta de una Asunción Macaria virginal. Con movimientos casi imperceptibles se fue deshaciendo de la ropa hasta quedar completamente desnuda, sintió unos deseos incontrolables de amar, percibió juventud en el cuerpo sin ropas, como si le hubiesen concedido el don de la recomposición y no pudo evitar que su pensamiento buscara a Belisario Alquízar, sintió sus manos rozándole la espalda para bajar luego a las nalgas y los muslos. Le temblaron las rodillas por el orgasmo, un orgasmo enorme, fecundo.
E1 viento apagó las velas, salvo la que estaba a los pies de La Virgen. Con la misma furia que había llegado, cesó la tormenta. Un trueno estremeció la tierra, fue un trueno estremecedor, seco, como si del cielo viniera el derrumbe. La lluvia se detuvo bruscamente. Ella permaneció junto a la ventana, sintiendo como el agua se escapaba entre los pies. Abrió los ojos que habían permanecido cerrados durante el aguacero y vio el cielo despejado, limpísimo.
-Estás en la lluvia, Benjamín y te quedarás toda la noche deslizándote por los surcos que se abren entre las hojas. Has venido como te gustó hacerlo; de las alturas, por eso no te compadezco, te envidio, porque hasta en la muerte impones tu voluntad. Ahora puedo medir el alcance de esa libertad que defendiste  y que confundimos con herejía.
   Tuvo la certeza de que estaba a su lado y luego corriendo por su cuerpo en una gota de agua, en aquella gota que rodó despacio de la frente a la nuca y fue a posarse en un pezón de sus senos, todavía desafiantes y a hora erguidos por un impulso erótico que hacía muchos años o  tal vez nunca sintió. Por eso no percibió el frío, sino el calor del hermano, que era también de Belisario Alquízar, protegiéndola de la desnudez y la humedad.
-Cuando éramos pequeños, hermano, y nuestros cuerpos se unían, me quedaba quietecita para sentir el calor de tu cuerpo, de esa piel que quemaba. Te quería entonces, pero cuando nuestros cuerpos se separaban, tus palabras herían. Mamá venía de la cocina.
-No pueden estar discutiendo, los hermanos se respetan.
Y tu voz,  inmediata y aplastante:
-Respeto significa aceptar la libertad del otro y en esta casa no existe tal cosa, madre.
Yo odiaba aquellas palabras, que ahora producen dolor porque no puedes decirlas. ¿Será que nunca las odié? ¿Acaso el diablo me hacía pensar que las odiaba para separarnos? El diablo se apoderó de mi lengua hace muchos años para anunciar tu muerte y desde entonces tu final  ha sido pesadilla. Nunca lo hablé, ni siquiera me permití pensar en el asunto, pero fue una pesadilla. He soñado con el animal asesino que clavaría sus dientes en tu carne y he visto tu sangre correr, expandirse y convertirse en lago. Un lago en el que naufraga  nuestra estirpe.
   Benjamín desapareció en aquella gota de lluvia que se alojó en el pezón y a ella le dolió la soledad, miró al cielo que volvió a encapotarse de pronto. Cerró los ojos y sintió el agua quemándole el rostro. Llovió durante una hora sin cesar, pero en calma, sin truenos ni relámpagos. El frío caló los huesos, pero no se movió de la ventana.


Genaro no consiguió consolar a la abuela; lloró un día completo sin parar, un hipo incontrolable le inflamó el vientre y una palidez de muerte apareció en el rostro. Los ojos inflamados no quisieron abrirse.
-Si no hacemos algo se va a morir, le dijo Genaro a Onésimo Pimentel, pero no tuvo respuesta. El abuelo siguió balanceándose en silencio, con la vista perdida en la distancia.
  Ella no permitió que le aplicaran los medicamentos, el médico entonces sacudió la cabeza.
-Si no toma medicamentos es imposible sacarla de la crisis, advirtió.
   Sin encontrar otra solución, Genaro decidió regresar a la finca para hablar con la madre.
-¿Dijiste que no la dejaran sola? interrogó Asunción Macaria.
-Petronila está siempre a su lado, aunque no servirá de mucho si no logramos que tome las medicinas.
Ella no habló, lentamente se puso de pie y se fue al cuarto.

 El llanto cortado por el hipo se volvió un gemido en la garganta de Agustina Peralejo y Petronila Carrasco corrió a solicitar  la ayuda de Onésimo Pimentel.
-Se ha puesto mala, señor.
El no respondió, se fue incorporando  mientras farfullaba:
-Ordena y dispón lo que estimes conveniente.
Dio la espalda y se alejó.
Petronila  mandó a que trajeran nuevamente a médico, pero el hombre repitió lo mismo: hay que medicamentarla y no se deja.

Cuando Genaro y Asunción Macaria llegaron a la casona, Agustina Peralejo había dejado de llorar y se estaba tomando una taza de caldo de gallina que le ofreció Petronila Carrasco. El hipo desapareció y recuperó la serenidad, al menos en apariencia. Poco después se quedó dormida, metida en un letargo que duró varias horas. El médico la inyecto sin que la andaluza percibiera el pinchazo. Petronila Carrasco le suministró otra taza de caldo con un gotero, y fue recuperando el color habitual de la piel.
  Al amanecer del día siguiente abrió los ojos y miró como distante. La hija y el nieto estaban sentados junto a la cama.
-¿Te sientes mejor, abuela? preguntó Genaro.
Asunción Macaria quedó en silencio, pero se inclinó para tomar la una mano de la madre. La andaluza se limitó a levantar las cejas y apretó los labios para ocultar el temblor que los movía, luego volvió a cerrar los ojos y no lloró.
  No lograron sacarle una sola palabra durante el día ni escucharon sollozos ni lamentaciones. Sólo lágrimas que iban a meterse en la almohada.
   A1 tercer día habló por primera vez:
-¿Por qué no se van a descansar y me dejan sola? Dijo con voz apagada.
-Rece y busque fuerza y resignación, la Virgen le ayudará, dijo Asunción Macaria.
-Duele más su vida que su muerte, susurró la madre.
Asunción Macaria negó con un gesto, la tomó de la mano y habló por lo bajo:
-En eso no tiene razón, fue más feliz que todos nosotras, porque pudo hacer con su vida lo que le dio la gana.
La andaluza negó y se le contrajo el rostro en una mueca. Genaro dio la espalda para no ver aquella expresión de dolor.
-Le digo que está equivocada, ojalá hubiéramos tenido el valor que tuvo para defender su libertad y sus ideas, dijo Asunción Macaria y se frotó las manos y luego el rostro, después agachó la cabeza y quedó en silencio.
  Genaro la miró extrañado.
  Agustina Peralejo limpió los ojos con el dorso de la mano e hizo un nudo en la sábana con un movimiento involuntario de los dedos.
-¿No hay libertad en tu devoción? Preguntó muy quedo.
-Soy esclava de fuerzas que no puedo controlar, dijo Asunción Macaria.
Agustina Peralejo volvió el rostro para mirarla de frente.
-Nunca te había escuchado hablar así.
-Nunca  tuve certeza de mi esclavitud. Por eso envidio a Benjamín, dijo y bajó la cabeza como arrepentida de haberlo dicho.
Luego quedaron en silencio y Agustina Peralejo se fue metiendo en un nuevo y  prolongado letargo.

Una semana después de recibir la noticia del fallecimiento de Benjamín, Agustina Peralejo abandonó la cama y aceptó un plato de comida. Anduvo por toda la casa con los hombros caídos y el cuerpo encorvado. Por primera vez en cincuenta años a su lado, Petronila Carrasco vio a la andaluza con el pelo en desorden y los ojos pegajosos por la falta de aseo.
-Algo debe hacer para ayudarla, don Onésimo, suplicó Petronila, de pie frente a la  mecedora patriarcal que no dejaba de moverse.
-Déjame en paz, Petronila.
-La tristeza la va a matar, señor.
Onésimo Pimentel unió las cejas y golpeó con el puño sobre el brazo del mueble.
-El culpable es el payaso, farfulló y Petronila se persignó mientras se alejaba horrorizada
  Encontró a Agustina en el cuarto de Benjamín revolviendo las que fueran sus prendas. No supo si había ternura o agonía en el rostro de la patrona.
-Esto le hará daño, murmuró Petronila desde la puerta.
Agustina Peralejo acaso alzó los hombros ligeramente y siguió en lo suyo. La otra metió las manos en los bolsillos del delantal y habló como empujada por un impulso que no pudo contener.
-Su gran error fue casarse con una bestia. Lo dijo y se mordió los labios arrepentida.
Agustina Peralejo quedó en silencio mientras acariciaba entre las manos unos calcetines que fueron de Benjamín. Al cabo enseñó una sonrisa leve y murmuró:
-Lo peor es que le di ese padre a mis hijos, susurró como si estuviera haciendo una confesión impostergable.
Petronila lamentó su comentario y acarició el cabello blanco de la otra.
- La cobardía tiene siempre un precio muy alto, mi querida Petra, dijo y se llevó a la cara una vieja camisa de Benjamín.

  Después de aquella conversación que se prolongó más de una hora,  la anciana doméstica redobló las medidas para no dejar sola un instante a la andaluza;  eran las instrucciones de Genaro, aunque ella lo hubiera hecho por sí misma, sobre todo ahora que su patrona le había confesado que no quería vivir.  Sin embargo, a la mañana siguiente, pudo notar un cambio significativo en la conducta de Agustina Peralejo; como si le hubiera llegado de pronto la resignación. Se levantó temprano y animada. Dejó de   llorar y los ojos fueron perdiendo la inflamación de los días anteriores. Se pasó el peine por la cabeza y pidió un poco de café, luego solicitó el desayuno: unos huevos fritos con yuca y tomate. Adquirió una expresión tranquila, aparentemente tranquila. Nadie pudo percibir  el brillo diferente que apareció en sus ojos.
-Petra querida, dijo mientras desayunaba, quiero pedirte que cuando yo muera pongas en  mi ataúd las pertenencias de Benjamín.
-Señora, por Dios, esa solicitud va a tener que hacerla a otra persona, porque yo me voy a ir primero que usted.
La andaluza negó con la cabeza y siguió hablando en el mismo tono tranquilo.
  A la hora de irse a la cama, Agustina puso sus manos sobre los hombros de la sirvienta y le sonrió fraterna.
-Vete a dormir a tu cuarto.
La vieja empleada se negó sin decir palabras.
-Haz lo que te digo, mujer, no hay como la cama propia, ya no tienes por qué acompañarme.
-Mejor lo dejamos para mañana, respondió Petronila.
-Nada,  de mañana, necesito  estar sola y descansar.
-No debía de hacerlo, protestó la doméstica.
-Anda, dijo la otra y la empujó suave por los hombros.     
Cuando el reloj de pared tocó las ocho de la mañana, Petronila tomó una tacita de café para llevarle a la andaluza. Seguramente las tabletas para relajarla le habían hecho efecto y se quedó en  cama. Sólo así se explicaba que no anduviera desandando por la casa. Ella no quiso molestarla para que se recuperara de los días de fatiga, pero ya era hora de llevarle el cafecito  de cada mañana. Mientras iba por el largo pasillo escuchó los pasos de Onésimo Pimentel en la planta alta y no pudo evitar una mueca de disgusto.
-Señora, le traigo su café, dijo desde la puerta y no tuvo respuesta.
¡Dios!, gritó Petronila Carrasco espantada cuando entró a la habitación. Agustina Peralejo estaba tendida en la cama, con su brazo izquierdo colgando y los dedos rozando el piso. En el rostro una expresión de quietud, aunque los labios estaban pintados de violeta.
-Tinta rápida, dijo Petronila y pidió auxilio.
   Onésimo Pimentel escuchó el grito de Petronila y estuvo a punto de irse de cabeza cuando abandonó la mecedora.
-¿Qué pasa? Preguntó desde el pasillo, pero no recibió respuesta, la doméstica había quedado clavada en medio de la habitación, con la boca abierta y las manos en el pecho.
Onésimo se asomó a la puerta y por primera vez en sus cincuenta años de servicio a la familia, Petronila Carrasco vio el derrumbe. Lo vio empequeñecido,  sujeto del marco de la puerta y con una palidez semejante  a la que podía verse en el rostro de Agustina Peralejo.
-Se quitó la vida,  acertó a decir la anciana y se le escapó un sollozo.
   Súbitamente, la ancianidad cayó sobre Onésimo Pimentel, como si de un tirón le hubiesen arrancado la vitalidad y la arrogancia que lo hizo temible. Petronila tuvo ante ella una masa amorfa, sin energía, sin determinación; un cuerpo encorvado y sin fuerzas la miró desde unos ojos nimbados. Petronila Carrasco lo llevó hasta su balance y lo depositó, como un objeto. É1 quedó inmóvil, con la mirada en el vacío, mientras la anciana salía en busca de ayuda.

-Si no se acuesta y pone los pies en alto va a parar  en una linfangitis, advirtió Petronila Carrasco.
-Que se pudran, fueron las primeras palabras que pronunció Onésimo Pimentel después del entierro de Agustina Peralejo. Durante la semana transcurrida tampoco había abandonado la mecedora para otra cosa que no fuera una fugaz visita al baño.
-¿Quiere que le traiga un vaso de leche o un poco de caldo?
-Paz, murmuró él, que me dejen en paz.
La anciana doméstica levantó los hombros y se alejó. Después de todo, lo mismo le daba si se alimentaba o dejaba de hacerlo.

   Onésimo Pimentel se sentía aterrado por la ausencia de la mujer. Le espantó escucharse a sí mismo; sus pasos en los pasillos, el eco de sus rezongos entre las paredes de la casona, metido entre los roperos, entre los libros que nunca leyó, en las sábanas que cubrirían su cuerpo grasiento. Sabía que estaba inaugurando un soliloquio eterno, sin fin, sin otro destinatario que su propia conciencia. Había desestimado y atropellado a la andaluza; ahora su ausencia era como una caído al vacío, como el fin de todas las cosas; ella significaba la casa, la familia, la continuidad de la vida. Nunca, durante más de medio siglo, había pensado en su muerte; no pudo concebirla. Su mansa adhesión era la vida, pensó en su soledad. 
   Quería escuchar sus reproches, los reclamos, las miradas acusadoras; tenerla cerca, en algún lugar de la casa, escuchar sus pasos cansados subiendo las escaleras, haciendo crujir las duelas vetustas. Necesitaba su infinita lealtad, la única  con que pudo contar durante casi seis décadas. Supo entonces Onésimo Pimentel, por primera vez, que era capaz de sentir amor; aquel sentimiento que le pareció ridiculez toda la vida, se tornó realidad, de pronto, de forma implacable, porque ella no estaba, porque se fue sin saberlo. De la garganta le salió un gemido cortado por la saliva que se hizo nudo.
  Justamente en ese instante en el que reconoció su capacidad de mar, Onésimo Pimentel percibió que se rehacían en su conciencia todos los odios acumulados. Odió a la madre autoritaria y displicente, al padre déspota y pusilánime, se odió a sí mismo por ser presa de rencores incontrolables que no lo dejaron disfrutar el único amor. Odió las palabras autoritarias que repitió toda la vida para causarle dolor a Agustina Peralejo. Odió su intolerancia, su soledad y esta debilidad de ahora.
  Tuvo miedo, mucho miedo a la soledad y a sí mismo. Añoranza por las palabras que ya no volvería a escuchar. Y sintió repulsión por su vientre inflamado, por el olor infernal de sus pies  y por la barba canosa que no había rasurado. Pensó en la hija y supo que no podía contar con ella. Maximiliano Contreras había sido la razón para un distanciamiento definitivo entre ambos, una razón superior al casamiento obligatorio y a lo que ella consideraba el derrumbe humano de Agustina Peralejo. Eran demasiadas cosas para pensar en el perdón, por eso se opuso a que Petronila mandara por ella. “Usted lo mató”, le dijo un día Asunción Macaria, refiriéndose a la muerte de Maximiliano y fueron insuficientes sus negativas para impedir que a partir de ese día fueran personas distantes, ajenas. 
  
Petronila, gritó y aquel grito estremeció las paredes. La vieja sirvienta apareció espantada, arrastrando sus pesadas piernas por el pasillo.
-Tengo miedo, Petronila, mucho miedo.
Nunca lo había confesado, pero ahora era presa de todos los miedos traídos de la infancia. Hubiera querido confesarle a la anciana que era un hombre derrotado, pero no lo hizo. Confesar la derrota era la muerte. “Reza por mí, Petronila”, solicitó jadeante, con el miedo convertido en temblor de todo el cuerpo.
-Ave María Purísima, que el alma de la señora lo ayude, dijo Petronila Carrasco cuando lo vio divagar y suplicar oraciones.
  Con la luz del sol desaparecía también la lucidez de Onésimo Pimentel, encerrado en su habitación daba vueltas alrededor de la cama. Una y otra vez iba hasta la ventana desde donde  miraba al pueblo como quien observa una ruina antigua. No lograba conciliar el sueño, los recuerdos se agolparon en la cabeza, fotogramas en sucesión, iba rehaciendo cada acontecimiento, cada palabra y todos los desencuentros de tantos años.
 En pocos  días cayó sobre él la ancianidad definitiva. Acosado por los recuerdos y las pesadillas parecía alejado de su entorno, sólo dormía a intervalos y no dejaba de soñar. Al despertar alzaba los brazos y movía los dedos tratando de encontrar algún apoyo, porque tenía la sensación de encontrarse en algún barranco. En sus sueños Agustina estaba viva y muerta al mismo tiempo; era la de siempre cuando se acercaba, pero en la vaguedad de su mirada  estaba la muerte. Quiso abrazarla cada vez y pedirle perdón por todos estos años, ella nunca llegaba a su lado. Una nube espesa la iba cubriendo y se iba a las alturas.
   Una de esas noches de fatiga, Maximiliano Contreras apareció en la nube que envolvía a la andaluza, vino con su sombrero alón tirado sobre la frente, los mechones de pelo negro escapaban por encima de las orejas y una sonrisa burlona se dibujada bajo del bigote ralo. Los ojos azules que Onésimo Pimentel odió desde la adolecía buscaron los suyos y él vio distancia en aquella mirada, pero no odio. Las palabras de Aquél  llegaron como cabalgando sobre el tiempo y tronaron  en sus oídos:
-Al fin, Onésimo, me vas a matar.
Y quiso él repetir las suyas:
-Cagaste la moral de la familia.
Y se iba Maximiliano flotando en la nube espesa en que llegó, moviendo su sombrero alón y sonriendo.
-Me mataste.
Y se quedaba el eco de Maximiliano, pululando por la casa, metido en cada rincón, bajando por las paredes y martillando en el cerebro:
-Me mataste.
Despertaba llamando a Agustina. Jadeaba sobre las sábanas empapadas por el sudor. Le amanecía caminando por la habitación y encendiendo puros, uno tras otro. Intentó no dormir para evitar los encuentros con Maximiliano y eso lo fue debilitando.
  Los gritos del anciano en su lucha por despertar, alarmaban a Petronila Carrasco, más de una vez, quien aparecía arrastrando sus piernas inflamadas, presa de espanto y cansancio.
-Trae agua y mucho café, gritaba el anciano.
-¿Por qué no toma mejor un cocimiento de tila?
-Agua y mucho café.
Y mientras la doméstica se disponía a cumplir la orden, Onésimo Pimentel se estrujaba el cuello y los brazos en un intento desesperado por alejar el terror que se le había instalado en todo el cuerpo. Se persignaba como le visto hacer a su mujer. Necesitaba la cruz que la andaluza dibujaba con sus dedos pequeños,  que revoloteaban en la frente y bajaban al pecho y finalmente a los labios; necesita aquella devoción, aunque en otros tiempos se burlaba de ella.
-Apesto, Petronila.  
-¿Quiere que le haga el té de tila? preguntaba ella.
-No te separes de mí, Petronila, y no me dejes dormir.
   Muy poco pudo hacer ella para impedir el sueño. El agotamiento entorpecía la mente de Onésimo Pimentel, lo vencía finalmente  y se iba internando en sus recurrentes pesadillas. De pronto la imagen de Agustina Peralejo desapareció y no volvió más a sus sueños. Sólo le quedó el nombre, que ahora invocaba.
  No podía precisar si estaba despierto o dormido. Las voces de los empleados se confundían con cierto murmullo ancestral. Sentía que su propia imagen se iba incorporando a un lienzo enorme, bizantino, donde estaba sus ancestros, conocido o no, pero familiares ahora. Había en ese lienzo un rumor de voces superpuestas;  gemidos y lamentos milenarios.
  De pronto empezaba a mover los brazos y las piernas, con los ojos muy abiertos, como si intentara emerger de un hueco profundo. Miraba a Petronila con estupor, sin poder pronunciar su nombre. Ella lo sacudía por los hombros, presa también de terror.
 La última vez que habló con la anciana sirviente fue para decirle, con voz suplicante:
-Quiero ser bueno, Petronila.
-Es demasiado tarde, pensó Petronila Carrasco. Y cuando estuvo sola susurró mientras se persignaba: está pagando.


Asunción Macaria no se sorprendió cuando recibió el mensaje de Petronila Carrasco. Estuvo un rato mirando el papel entre sus manos y se le unieron las cejas cuando levantó la mirada hacia el altar. “Tenía que suceder”.
Y se fue hasta la puerta para llamar a Genaro.
-Vete al pueblo y que ingresen a tu abuelo en el manicomio, dijo y cerró la puerta con brusquedad.


La anciana entró a la iglesia sin prisa, apoyándose en un bastón de caoba negra, tan negro como el velo que cubría su cabeza. Se deslizó entre las filas de bancos sin mirar a los lados. A su paso fue dejando la fragancia de un perfume francés. Los feligreses se volvieron con disimulo para mirarla y ella se detuvo ante al altar mayor. Prendió una vela para ir a colocarla a los pies de Cristo, susurro entonces algunas palabras que los otros no escucharon, se persignó tres veces, y con las manos unidas a la altura de la barbilla dijo en voz muy baja:
-He cumplido, Señor.
   Dio un giro hacia la derecha haciendo que el bastón arañara el piso, y con la mirada en alto atravesó la nave para abandonar la parroquia. Las miradas la siguieron hasta el atrio y ella escuchó el murmullo a su espalda. Por primera vez, después de cincuenta años de residencia en el pueblo, se le veía en la iglesia.
   Había llegado cuando Colón era apenas un villorrio de calles empedradas y un puñado de casas que anunciaban el final de la época colonial. Había un parque con cuatro bancos colocados hacia los distintos puntos cardinales, algunos comercios y una iglesia estilo neoclásico. Vino con una maleta, un jabuco colgado al hombro, un paraguas y un cachorro maltés que le seguía de cerca, metido en su abundante pelambre, jadeante por el intenso calor de agosto.
   Durante muchos años aquella mujer fue un misterio, pero con el tiempo se acostumbraron a la presencia. Era de una belleza perfecta, según la apreciación de los hombres. El vestido negro que la cubría no disminuyó su encanto. Fue aspiración de todos, aunque ninguno logró arrancarle más que las rutinarias palabras del saludo.
   Instalada en casa de enormes ventanales, casi siempre cerrados, no se le conoció compañía alguna, salvo el perro maltés. Nunca habló de la familia ni de su procedencia, aun cuando desde el principio se dio a conocer por su nombre y apellido:
-Acacia Pimentel, para servirles.
También dijo que era viuda y que venía de muy lejos. Los colonenses dedujeron que provenía de una familia pudiente, pues nada le faltó durante los diez años que permaneció encerrada antes de decidir colocarse como maestra en una escuelita primaria. A partir de entonces el misterio se tornó respeto, porque Acacia dedicó todo su tiempo a enseñar con peculiar empeño.
   Dictaba la asignatura de Moral y Cívica, a la que atribuía la base de la buena educación y punto de partida para convertir al país en nación civilizada.
-Si educamos bien podremos prescindir del hatajo de ladrones que nos gobiernan, decía a los padres en las reuniones mensuales.
Los otros apreciaban el alcance de tales afirmaciones y vieron con asombro como en el aula los niños iban modificando conductas.
-La buena educación es garantía de paz y de buen vivir, le decía a sus alumnos y acaso recordaba con cierto dolor el hogar donde le tocó nacer.
A su salón llegaron niños de todas las clases sociales y a todos les aplicó las mismas exigencias. Acacia Pimentel llevó a su escuela a niños de la calle y a los más pobres del pueblo. Los padres lo agradecieron, porque para  muchos era   sueño la posibilidad  de enviar sus hijos a una buena escuela.
   La mujer apetecida, acosada por algunos, y envidiada por las mujeres, se convirtió en La Maestra. Los viejos decían que tenía aire de princesa, mientras los jóvenes se arrobaban contemplándola, y las muchachas se sentían picadas por los celos. Surgieron leyendas en torno a su identidad; se dijo que había huido de La Habana después de haber asesinado al marido. Que vino de Santiago de Cuba para pagar una promesa, dijeron otros. Camagüeyana, afirmaron algunos. Con el tiempo, le dieron las gracias a Dios por haberla enviado a Colón y dejó de importarles su procedencia.
Ella se desentendió de comentarios y no cedió ante la curiosidad.
-Me llamo Acacia Pimentel.
   Cuando Acacia decidió abandonar el pueblo natal, hizo tres juramentos: uno para consigo misma, el otro ante el cuerpo sin vida de Maximiliano Contreras y el tercero frente a la imagen de Cristo. Juró dejar el pueblo y borrarlo de su memoria como si jamás hubiese existido. A Maximiliano le prometió no dejarse tocar por otro hombre. A Cristo le ofreció volver a la iglesia para encender una vela a sus pies el día que Onésimo pagara su crimen.
-Otra cosa no puedo hacer padre mío. Fue el asesino,  pero me faltan pruebas y su sangre está en mis venas.
   Lo dijo un lejano día, de rodillas ante el altar de la parroquia, y no volvió a poner nunca más un pie en la iglesia hasta que cincuenta y dos años después supo que Onésimo había ido a parar a un manicomio.
   Había dado por cumplidos dos de sus juramentos y esperó el momento de cumplir el tercero, supo que tendría la oportunidad de hacerlo antes de cerrar sus ojos para siempre y no se impacientó. Cuando al cabo de aquel tiempo recibió la carta de letras garabateadas, escritas por la mano añeja y temblorosa de la única persona con quien mantuvo comunicación en el pueblo natal, supo que había llegado la hora de cumplir la última promesa. Vio arder el pabilo de la vela que colocó a los pies de Cristo y sintió un alivio indescriptible. Su papel en la tierra había concluido. Regresó a casa y se entregó al tiempo.


Después de la muerte de su madre, abuela quedó aturdida, estaba como ausente y su pensamiento parecía adormecido. Durante semanas estuve esperando que me transmitiera su pensamiento, pero no llegó comunicación; ni siquiera una simple orden, una prohibición.
-Abuela está enferma, le dije a mamá cuando me visitó el fin de semana. Ella creyó que le estaba preguntando y me  dijo que no.
-Está muy enferma, aseguré.
   En las noches yo estaba atento, para ver si al menos podía captar sus rezos, pero no lograba escuchar nada. No había dejado el mínimo resquicio para que entrara mi pensamiento, o para que el suyo entrara en el mío. Al principio fue incómodo, porque cuando me comunicaba con ella sentía que estaba al mismo tiempo en el colegio y en casa; sin embargo, fui sintiendo cierta sensación de autonomía y fue grato. No sabía qué hacer con mi libertad, pero me gustaba.
Por aquellos días yo había conocido a la hermana de uno de mis condiscípulos. La veía con frecuencia, porque venía con la mamá a darle vueltas al hermano. María del Pilar, sólo recordar su nombre me producía temblores en el cuerpo. De noche, en lugar de intentar comunicarme con abuela, trataba de imaginarme a María del Pilar. Sentía sus labios gruesos acariciándome, besándome sin prisa hasta llegar al cuello. Yo la besaba también y buscaba sus senos redondos y sus muslos duros y bien formados, que podía adivinar del otro lado de la falda larga que cubría parte de su cuerpo. Se sacudían mis piernas como si tuviera fiebre muy alta, pero agradable. Corría al baño para masturbarme, con timidez, con un miedo horrible a estar pecando, pero incapaz de evitarlo. Encerrado en el baño de azulejos, gozaba la desnudez imaginada de María del Pilar. Después me quedaba jadeante, mientras veía el semen abundante sumergirse en la taza del inodoro. En ese instante me parecía que entraba en otro mundo, y  yo era otra persona; ajena, distante. Me iba a la cama más tranquilo y me ponía a escuchar, buscando el pensamiento de abuela, pero sólo llegaba a la mente el último gemido “entre las piernas de María del Pilar”.
La libertad adquirida de pronto me puso pensar en la fuga, se volvió obsesión; necvesitaba huir a cualquier lugar donde fuera posible preservar aquella independencia. No quería dejar de pensar libremente en María del Pilar, no renunciaría a las masturbaciones nocturnas, no podía permitir que el pensamiento de abuela volviera a someterme.
   Desde que María del Pilar había aparecido y el pensamiento de abuela estaba ausente, tampoco escuchaba al Pininío. Es contrario al amor, pensé, y me aferré a ese sentimiento y a la evocación de aquella muchacha que había llegado para liberarme. Ni en  clase dejaba de pensar en sus labios y sus senos redondos, calculados por mí a través de la blusa bordada que llevaba el día que la vi por primera vez. Sólo lograba apartarla de mi pensamiento cuando rezaba en la capilla antes de ir a meterme en la cama. Con la cabeza en la almohada volvía a imaginar, me metía entre sus brazos y acariciaba los senos perfectos. Con ese pensamiento me iba hundiendo en un sueño profundo y placentero, desconocido hasta entonces.
 Era imposible renunciar, María del Pilar era el primer amor y mi liberación del Pininío. El pajarraco había desaparecido, replegado ante la fuerza virginal de María del Pilar.
 Cuando le dije a mamá que quería quedarme los fines de semana en la escuela, no pudo comprenderlo. Yo quería evitar que la cercanía volviese a ponerme a merced del pensamiento de abuela. Me preocupaba que estuviera enferma y abatida, pero todo era insignificante ante el descubrimiento de la  autonomía. No ignoraba la precariedad de mi nueva situación, porque en cualquier momento podía entrar el pensamiento de abuela para derrumbar mi conquista. De sólo pensarlo me sentía disminuido, indefenso. Ella y su pensamiento eran Dios infalible; ella y el Pininío eran la muerte, el terror y la entrada inmediata a ese mundo impenetrable, donde no estaban ni estarían nunca María del Pilar, ni las masturbaciones nocturnas.
  Tampoco quise irme a casa del abuelo Belisario para no provocar la ira de abuela. Estaba en la cuerda floja: pensaba en la fuga, pero sabía que el pensamiento de abuela llegaba a todas partes. ¿Habría un lugar posible? ¿Algún sitio, alguna manera de distanciarme para siempre de ella y del Pininío? La única salida era el tiempo, un tiempo que no era mío, sino de ella, el tiempo de su letargo, a no ser que Dios hubiera decidido darme la libertad. Me fui a la capilla y de hinojos imploré:
-Señor, si has permitido que conozca la libertad no permitas que me sea arrebatada, porque sólo se puede vivir sin ella cuando se desconoce…



-Se acerca el final, Virgen mía murmuró Asunción Macaria. Sé que pronto llegarán con la noticia y su sangre manchará la tierra y será pasto de las hormigas y luego polvo bajo las botas de los caminantes y recuerdo que se irá esfumando en la mente de quienes le amamos. A nadie le importará la ilusión con que lo llevé en mi vientre ni los proyectos acariciados mientras esperaba que sus piernas se hicieran fuertes y orientaran sus pasos.  Por él quise a su padre, un hombre que me fue indiferente hasta el día que lo sembró en mis entrañas. Sólo tú, Virgen amada, sabes cuánto amor entró a mi corazón mientras esperaba su primer llanto. Saben la devoción con que lo llevé a la casa de Dios con la esperanza de que tomaría el camino de la fe.
   Cada día se acerca al fuego, al designio fatal, que desde tiempos remotos cayó sobre la familia. Sé que somos parte de una cuerda que se quiebra ineludiblemente. Satanás nos asesta golpe tras golpe y estoy cansada. No reclames fortaleza para un espíritu vencido. La sangre que brotará del rostro de mi hijo es sangre de mis entrañas. Sé que de nada valen mis ruego, de nada han valido para detener la catástrofe, ya percibo el torrente de su sangre inundando la tierra, tiñendo la hierba donde caerá su cuerpo y con él caerá esta larga carrera de adoración, de vehemente entrega a tu imagen divina. Eres diosa, reina y madre fecunda, sabes mi desgarramiento y no escuchaste los ruegos. Te perdono y sé  que no me perdonarás, al hacerlo sé que también me estoy perdonando yo misma. Mi indulgencia puede que esté más allá de la fe, puede que sea el último intento por ganar el cielo, ya que la tierra no fue indulgente conmigo.
   Siento el olor de su sangre mezclada con la pólvora pestilente; invade mis sueños y me deja sin fuerzas, ni siquiera para rectificar este camino de guerra en que me situaste. Lo que antes no pasaba por mi mente hoy está en mi conciencia. Ya no sé donde comienza o termina mi razón, no sé qué cosa depende de mi voluntad y qué de Satanás. Estoy sintiendo que mis pasos siguen el camino tortuoso que un día se abrió bajo los pies de algún antepasado pecador, y con torpeza llevo esta carga maldita; cubro el tramo de esta carrera que es mi tiempo y mi espacio, sin que aparezca la mano que arranque de la mía la llama que llegará a la meta, donde habrá de extinguirse la estirpe de los Pimentel. Sólo me queda, Señora de los cielos, una petición; acorta este tiempo para que mi cuerpo descanse y mi conciencia se vuelva transparencia, espacio, luz o sombra y luego olvido.
  Te defraudo cuando me defraudo a mí misma. Mi nacimiento el ocho de septiembre presuponía no sólo mi alta devoción, también una existencia coherente con las virtudes que te adornan, que son el amor, la fecundidad y transparencia. Quise vivir a tu imagen y semejanza, pero no logré vencer al diablo. Yo te he perdonado, perdóname tú, por no ser la hubiera querido.


Genaro Funcia nunca creyó del todo la profecía de la gitana checa, pero le sobraban razones para no dudar de la capacidad premonitoria de su madre. Por eso, el día que hizo contacto nuevamente con los revolucionarios, sospechó que se iniciaba el último ciclo de su existencia. Pero no vaciló. Se negó a vivir atado a las supersticiones, porque era un modo absurdo de limitar la libertad y sospechaba que era a lo único que el hombre no debía renunciar. Durante su estancia en Cosamaloapan, alguien le había hablado del karma y le pareció interesante la tesis de ir mejorando con las acciones de hoy  una posible existencia posterior, como si sus actos fueran una especie de cuenta de ahorro. Tales razonamientos le dieron cierta tranquilidad, no obstante, ahora, cuando sospechaba que se acercaba el final, comprendió que lo único malo de la muerte era la ausencia de los vivos.
  Floriselda Alquízar lo vio poner la pistola debajo de la camisa y no trató de persuadirlo para que abandonara la idea de unirse a los insurrectos; lo conocía suficiente y se limitó a decir:
-Cuídate, hazlo por nosotros.
Y dio la espalda para no enseñar la flaqueza.
-Lo prometo, dijo con seguridad, porque no era cosa de regalar la vida.
-Aunque te cueste trabajo, ocúpate de mamá, le pidió a Floriselda. Y añadió después de besarla en los párpados: hubiera querido hacerte más feliz. Y se alejó para evitar respuesta.
   Floriselda lo vio alejarse desde la ventana, montando su caballo negro. Cuando desapareció en la distancia, fue hasta la habitación de Asunción Macaria para pedirle que rezara por él. La suegra la recibió con una tranquilidad que sólo era aparente; en ese instante un caldo amarga le subió del estomago a la garganta.
-Haga algo para que no lo maten,  suplicó Floriselda.
Asunción Macaria miró a través de la ventana entre abierta y luego hacia el altar. Floriselda fue a insistir, pero ella la detuvo y le indicó con un gesto que la dejara sola. Cuando la otra abandonó la habitación, se dejó caer de rodillas delante del altar
-No soy Dios, respondió a la nueva, aunque ya no estaba en la habitación.
 Y no se incorporó durante las cuatro horas siguientes.


Asunción Macaria sintió tropel de caballos y vuelo de palomas, después una voz, un gritó,  eco que no venía del exterior. Vio a través de la ventana que el cielo se nublaba súbitamente. E1 viento arremetió contra las paredes y se escuchó un trueno; un solo trueno. Afuera los animales lloraron; cacarearon las gallinas y los cerdos chillaron espantados. Ella percibió el olor a pólvora y sangre fresca. Recordó el día que Genaro se cortó un pie en el juego de pelota y a su olfato llegó mismo olor. Necesitó apoyarse en la cabecera de la cama para no ir al piso.
-Virgen mía, exclamó, y se tapó la cara con las manos.
Floriselda Alquízar apareció en la puerta con el rostro desencajado.
-La tarde se ha puesto fea, dijo.
Asunción Macaria respondió sin quitar las manos del rostro.
-El diablo oculta las cosas buenas y anuncia las desgracias.
-¿Qué quiere decir?
-Ve a tu habitación y espera.
 A Floriselda le tintinearon las mandíbulas. Corrió por el pasillo llorando, tambaleándose, como si hubiera recibido un balazo.
   Cuando el mensajero llegó con la noticia, en el altar ardía una vela delante de la foto de Genaro.
-¿Por dónde le entró la bala? preguntó Asunción Macaria, sólo para confirmar.
E1 emisario dudó un instante antes de murmurar:
-Encima de la boca, señora, cayó en una emboscada.
-Iré por él.
-Es muy arriesgado, dijo el emisario porque no encontró otra cosa que decir.
-Es mi asunto.
E1 rebelde secó el sudor de la frente y se alejó con su escopeta de dos cañones colgando del hombro.

Lo velaron durante veinte horas, tiempo que permaneció Asunción Macaria sentada en un rincón, con las cejas unidas y los ojos entrecerrados. No habló ni lloró ni comió, nadie le escuchó una lamentación. Justo cuando habían pasado veinte horas levantó su cabeza para mirar el reloj de pared y se incorporó  para ir junto al féretro. Miró con ternura el rostro acerado del hijo, como lo había hecho cuando lo trajo al mundo. En esta ocasión tampoco brotaron lágrimas de sus ojos ni se lamentó, apenas pudo notarse un ligero temblor de los labios. De regreso al sillón, donde había permanecido veinte horas, se le oyó decir:
-Que se lo lleven.
Con el rostro envuelto en una toalla empapada por las lágrimas, Floriselda empezó a gemir. Edgardo, quien se había hundido hasta las cejas un sombrero de paño que fuera de su padre, lo haló por los lados hasta dejar oculto el rostro. Casi a rumbo se acercó al féretro, levantó el sombrero e  hizo una mueca cuando vio el rostro amarillento de Genaro. Luchó contra una lágrima que insistía en salir, se persignó con desgano, vio entonces el brazalete que llevaba el padre, y cuando leyó: julio, recordó que el día anterior había sido justamente treinta de julio. En silencio maldijo al Pininío y fue corriendo a meterse en su cuarto.
  Mientras se producía el entierro, escoltado por una compañía de insurrectos, las campanadas de la iglesia repiquetearon a muerte. El viento levantó el polvo de las calles y el cielo se puso plomizo. Unos minutos más tarde comenzó a llover y se hizo de noche a media tarde. Con la rapidez con que llegó, la lluvia dejó de caer y el sol volvió a enseñar  una luz rojiza en el horizonte. El viento se detuvo y los árboles escondieron sus hojas en la semioscuridad. Los animales doblaron sus patas y se dejaron caer en el pastizal. Las aves buscaron refugio, cerraron el pico, ladearon sus cabezas para mirar al poniente y dejaron que sus párpados se unieran. Asunción Macaria cayó de rodillas ante el altar. 


A la mañana siguiente, Belisario Alquízar fue por su hija y el nieto.
-Será mejor que pases un tiempo en casa, de paso estarás más cerca de Edgardo.
-No puedo dejarla sola, dijo Floriselda y limpió con el dorso de una mano los ojos inflamados.
-Si quiere puede venir también, propuso el padre.
Floriselda dejó ver una sonrisa a medias y levantó los hombros.
-No lo hará.
   Belisario Alquízar se fue hasta la habitación de Asunción Macaria, aunque estaba consternado quiso darle ánimo. Asunción Macaria estaba de rodillas delante del altar, inmóvil, como si la hubiesen petrificado. Tenía las manos unidas a la altura de la barbilla y la mirada perdida en algún punto del valle donde pastaban las ovejas de Jesús. A Belisario le pareció haber entrado a algún escenario celestial y temió interrumpirla. Nunca la había visto detenidamente, ni siquiera el día de la boda de los hijos, pero ahora la recordó adolescente, y constató que siempre hubo en aquella mujer una belleza rara, que el tiempo no había borrado del todo. Movido por alguna emoción inexplicable le habló con ternura:
-Doña Asunción, disculpe que la interrumpa.
Ella no lo dejó terminar:
-Llévesela con usted, su razón de estar en esta casa ya no existe.
Él no pudo comprender, pero intentó reponerse, limpió la garganta antes de seguir y se acercó unos pasos.
-No señora, ella no quiere dejarla sola.
-He dicho que se la lleve.
Le habló sin volverse, sin enseñar el rostro y sin la menor intención de ceder.
-En todo caso será por unos días, argumento el hombre, hasta que se recupere un poco.
-Que sea para siempre, dijo categóricamente.
Belisario no supo que decir, permaneció un rato en silencio, muy cerca de ella. Cuando logró  serenarse habló como si lo hiciera consigo mismo:
-Yo también estoy muy triste, quise a Genaro como a un hijo, como al hijo que no tuve.
-Nada de eso sirve ahora.
 Belisario volvió a quedar en silencio. Las palabras de Asunción Macaria le parecieron brutales, agresivas sin que hubiera alguna razón, pero intentó hacer lo contrario.
-¿Por qué no viene usted también a casa?
El rostro de Asunción Macaria enrojeció súbitamente.
-Oiga bien, señor Alquízar, no quiero escuchar disparates.
Él se sintió desconcertado y se despidió con torpeza. Caminó despacio hacia la puerta estrujándose la barbilla y sacudiendo la cabeza como si espantara moscas.
-Si algo necesita, por favor, mande por mí sin pena, dijo desde la puerta.
Asunción Macaria escuchó como los pasos del otro de alejaban y sintió unos deseos enormes de echarse a llorar. Supo entonces que aún seguía amando a Belisario Alquízar.
 Floriselda fue a despedirse de la suegra, pero Asunción Macaria no respondió a sus palabras ni levantó la cabeza para mirarla. La vela que iluminaba la imagen de Genaro acababa de apagarse y Floriselda se acercó para prenderla de nuevo. Vio finalmente la efigie de su marido confundida ahora entre los santos y se le escapó un susurro:
-Ha sido una injusticia de Dios.
Abandonó la habitación sin sospechar que nunca más sus pies volverían a pisar el suelo de aquella casa.


E1 día siete de septiembre entró por última vez el pensamiento de abuela a mi cabeza. Primero sentí sus pasos, como yendo de un lado al otro del cuarto, después hasta la cocina, se detuvo a la entrada de cada habitación. Regresó junto al altar y murmuró algo ante La Virgen, pero no pude entender sus palabras. Entonces se sentó en el borde de la cama y desde allí empezó a hablarme.
-Una familia es como una especie de plantas o animales; puede que esa especie viva muchos años, siglos, quizá, porque unos sustituyen a los otros. Donde hubo un árbol frondoso, mañana hay una plantita pequeña que con el tiempo vuelve a ser el mismo árbol enorme. De manera que el que ha muerto no muere en realidad. Sólo que a ratos, una especie empieza a extinguirse, porque algún mal fatídico le pone fin a su existencia y no le deja posibilidad de reponerse. Eso ha sucedido con nuestra familia: un enorme árbol que de pronto se ha ido secando; hundiéndose en la nada. Pronto tú serás el último eslabón de esta cadena, de este árbol que nació sabe Dios cuándo y para cumplir quién sabe qué misión. Tal vez para pecar y pagar las culpas de algún antepasado que no conocimos ni elegimos. Me gustaría poder decirte que eres el elegido para el último tramo de esta marcha que nos lleva al precipicio, pero la Santísima ha enmudecido, ya no escucha mis ruegos e inhibe mis facultades. Probablemente se ha cumplido mí tiempo y ya no me percibe.
  Me gustaría saber que le darás continuidad a nuestra estirpe, nada me gustaría tanto como saber que tienes la oportunidad de prolongar la existencia de esta especie que somos. Me iría tranquila si tuviera la seguridad que en mi se acaba  la maldición y empieza para ti un nuevo episodio. He pedido a La Virgen para que conmigo se vaya también el Pininío llevando todos los pecados que nos hicieron padecer.
   Hizo silencio y me dejó una molesta sensación de vacío. Durante el tiempo que estuvo sin decir sentí un alivio inmenso, un sentimiento de libertad irrenunciable, pero ahora no soportaba la idea de perderla y grité:
-No me deje solo.
-La soledad es inevitable, hijo. Aunque no debes preocuparte, no me escucharás como antes, pero estaré contigo, porque mi pasado y el tuyo están en tu presente. No escucharás mis palabras tal vez, pero estarán en tu conciencia, hasta el fin de tus días.
Y se hundió en el silencio.
-No abuela, pero ella no respondió.
Le pedí a mamá que me acompañara a la finca para hablarle de frente, y fue entonces que entró su pensamiento por última vez:
-No lo hagas, muchacho, quédate tranquilo y reza por mí. No intentes venir a casa.

Me quedó en la cabeza un murmullo indescifrable, como huellas de palabras dichas, restos de conversaciones sucedidas alguna vez, en algún lugar, en un tiempo imprecisable. En la noche el Pininío entró en mi sueño; vino de pájaro y hombre y luego fue  pájaro y bruja, y más tarde pájaro y perro flaco. Anduvo volando encima del techo, correteó y aulló en los jardines tapiados y gritaba como animal herido. Cuando desperté se había convertido en insecto y huyó de la luz para ir a la boca del infierno

Asunción Macaria abrió el escaparate y de su interior salió una enorme mariposa negra; la misma que había entrado a la casa el día que enterró  a Genaro. Voló hacia el altar y se posó a la diestra de La Virgen. Se levantó sobre sus patas largas y luego se encogió poquito a poco, como si guardara las antenas debajo de las alas.
Ella se persignó y se le nublaron los ojos cuando miró el retrato del hijo iluminado por la luz mortecina de una vela, muy cerca del sitio donde había ido a posarse la mariposa. Más de una hora permaneció inmóvil, apoyada en la puerta del escaparate y con la mirada fija en el insecto. Al cabo, sin prisa, comenzó a colocar sobre la cama los vestidos que prefirió toda la vida, cinco en total. Algunos no fueron tocados durante los últimos treinta años. Olían a tiempo y recuerdos. Sacó de una gaveta las batas que había usado cuando nacieron Genaro y Lila.
Se reclinó sobre la cama y apoyó la cabeza en la palma de la mano. Cerca de tres horas permaneció en aquella posición, contemplando la ropa y el pasado. Cada botón, cada encaje, cada vuelo le evocaba momentos vividos, circunstancias de su existencia.
-Mis mejores momentos, si es que los hubo, pensó y le afloró una sonrisa a medias.
   Lentamente, como quien ejecuta un rito sagrado, Asunción Macaria se despojó de la ropa que vestía, en el espejo del escaparate contempló su cuerpo desnudo; a pesar de los años las carnes mantenían cierta firmeza, no le pareció mal el estado de sus senos. Acaso por primera vez desde la adolescencia, miró con atención la negrura de entrepiernas y las nalgas que no habían perdido del todo la consistencia. Involuntariamente volvió a pensar en Belisario Alquízar y fue poniéndose aquellas piezas que había sacado del escaparate, unas encima de las otras. Por último vistió las batas con que había ido a los partos de Genaro y Lila. Calzó los zapatos con que, muchos años atrás se había fugado con Wilfredo Funcia. El espejo le devolvió una imagen joven y vieja al mismo tiempo. Vio en su rostro todas las edades; niña, adolescente, adulta y vieja a la vez. Miró detenidamente la bata con que había esperado el nacimiento de Genaro y percibió una sensación fugaz de alegría,  pero enseguida sintió miedo, un miedo enorme que se fue convirtiendo nostalgia. Los recuerdos se agolparon en la cabeza y el espejo también le devolvió su imagen interior; se vio por dentro y exclamó espantada:
-¿Qué ha sido de mí?
Escuchó voces, pasos, regaños, gritos de Onésimo Pimentel, rezos de Agustina Peralejo, protestas e ironías de Benjamín, el gorjeo de Genaro y la vocecita de Lila pidiendo su alimento; escuchó el llanto de Edgardo cuando llegó al mundo y le invadió una  desconocida sensación de candor. Oyó susurros que no pudo identificar, probablemente de siglos y milenios, y supo que los ancestros tocaban sus oídos. Escuchó pisadas de un caballo sobre la calle empedrada y el corazón aceleró su ritmo. Vio en el espejo la sombra viril de Belisario Alquízar sobre su cabalgadura. Levantó  la mirada para ver su rostro y encontró un enorme parecido con La Virgen.
 Pensó que estaba siendo parte de la Santísima, lo dijo, lo susurró mientras peinaba el pelo virginal.
Volvió a la cama y quedó quieta, con la mirada perdida en algún punto del altar. La mariposa alzó vuelo y vino a posarse sobre la bata que tantas veces viera sacudirse cuando Genaro buscaba acomodo en lo hondo de su vientre. No se movió hasta que el insecto volvió a emprender vuelo para ir nuevamente a la diestra de La Santísima.
  Empezaban a caer sobre la casona las primeras sombras de la noche cuando Asunción Macaria fue hasta la cocina y regresó con una lata de alcohol.
-Perdón, Virgen mía, murmuró delante del altar, hubiera querido esperar pacientemente a que Dios arrancara el último latido de mi corazón, pero me faltan fuerzas y mi cabeza ha empezado a fallar. No soy la mujer que fui y no tengo capacidad para soportar la impotencia, ni admito otra dependencia que la que me impusiste. He soportado las embestidas del diablo. Perdí a mis hijos sin que de nada valieran mis súplicas y mi devoción. Tuve que admitir el vínculo familiar con los Alquízar. Mi nieto que es hijo de mi hijo, y por tanto doblemente hijo, lleva el apellido del hombre que apareció en mi camino para que le amara en silencio toda la vida y confundiera ese amor con odio. Por él envejecí mucho antes de que la vejez tocara mi cuerpo. Por él, todo fue confusión. La persona que más he amado, lleva los apellidos Funcia Alquízar, y no Alquízar Pimentel, los apellidos que hubiese querido para mis hijos. Concédeme entonces el perdón. Te doy mi vida como ofrenda final y no lo hago por debilidad, tal vez sí por cansancio. He elegido este día, porque es tu día y mi día; ocho de septiembre miles de velas se prenderán a tus pies e iluminaran el camino. Subiré hasta ti en esa llama multiplicada y no habrá sombra que haga imperceptible nuestro encuentro definitivo. Ocho de septiembre me diste la vida y ocho de septiembre te la devuelvo. Propicia mi asunción, Señora, que será como tu otra asunción.
  Arrastrando los pies fue hasta el escaparate y regresó con dos velas que colocó delante de La Virgen. Susurró una oración mientras las prendía y enseñó una sonrisa antigua. Se dejó caer lentamente sobre la cama, acarició con la punta de los dedos la bata de maternidad que llevaba puesta y cerró los ojos. Con la mano derecha levantó la lata de alcohol y fue regando el líquido sobre su cuerpo, cuidadosamente, para que no quedaran sitios sin humedad. Sintió la frialdad del alcohol calando los huesos, atravesando ropa y piel. Entonces tomó prestada una vela del altar.
-Voy hacia ti, dijo.

En aquel instante, Edgardo Funcia despertó sobresaltado, soñó que una enorme bola de fuego que salía por la puerta principal y le daba vueltas a la casona. Los peones la vieron también a distancia y corrieron. Desde las llamas, Asunción Macaria acertó a dar la última orden:
-Que nadie se acerque.
Y se desplomó justo cuando enfiló sus pasos en dirección a la propiedad de los Alquízar.
Un peón alcanzó a ver la mariposa que salió por una ventana, revoloteó encima de los restos chamuscados y se alejó sobrevolando el tejado, más allá del ramaje amarillento de la ceiba grande.
  

La noche del ocho de septiembre, Belisario Alquízar tuvo pesadillas que no lo dejaron descansar. Despertó en la madrugada con la extraña sensación de que salía del sueño dividido en dos mitades. Mientras una parte dormitaba todavía, perturbada por los ronquidos infernales de Filomena, la otra deambulaba entre la niebla, en busca de una mujer que también venía a su encuentro. Fue una búsqueda placentera y al mismo tiempo agobiante, porque no lograban encontrarse, ambos caminaban sobre un suelo movedizo, que no permitía acortar distancia, pero había algo de felicidad entrañable en todo aquello. Tuvo la certeza de que en esa silueta había una dimensión que lo impulsó toda la vida. Era lo esperado, lo intuido durante muchos años, la razón por la que nunca encontró felicidad al lado de Filomena.
Serían aproximadamente las cuatro de la mañana cuando se tiró de la cama y fue hasta el baño para echarse un poco de agua en la cabeza. Sentía que una parte suya seguía entre la niebla. Caminó hasta la cocina para hacer un café y se sentó a saborearlo. No logró deshacerse de la sensación angustiosa  y placentera que tuvo durante el sueño. Se siguió sintiendo presente y ausente al mismo tiempo y que era  joven y viejo a la vez.
   Desde la adolescencia tuvo la percepción de que le faltaba algo esencial, había una especie de vacío que no lograba llenar. Ahora tenía la certeza de que aquella mujer, aquella silueta era justamente esa ausencia.
   Le ardía la piel como si hubiese estado vistiendo ropa estrecha. Buscó más café y salió al portal. Un gallo cantó y los otros le respondieron. Creyó oír con claridad el contenido de  aquel diálogo de las aves. Nunca olvidó la traducción que el abuelo le hiciera del canto matutino de los gallos. Aguzó el oído y volvió a escuchar.
- Cristo nació, dijo el gallo colorado desde el patio de su casa.
- ¿Dónde nació? respondieron los otros.
- En Belén.
- Vamos a verlo.
- No es menester, dijo finalmente el colorado.

Belisario Alquízar sacudió la cabeza tratando de deshacerse de aquel estado de confusión y sonrió, acaso por la ocurrencia del abuelo. Los gorriones empezaron a piar en el patio recibiendo lo claros del día. Él sintió que hacían un ruido infernal. Vio la claridad del sol empezando a despuntar por encima de los tejados y recostó la cabeza en el marco de la puerta. No pudo precisar si sus ojos se cerraron un instante o permanecieron abiertos, pero dio un salto hacia delante cuando el ala de una mariposa le golpeó el rostro, en el mismo instante en que una voz femenina susurró a sus oídos alguna palabra que no entendió.
  Tuvo unos deseos de llorar, pero se contuvo. Caminó despacio de un lado al otro de la casa y luego salió al patio trasero. Se sintió desdichado y solo, como si de pronto la humanidad hubiese dejado de existir. Como cada mañana, quiso correr para estirar las piernas y poner los músculos en función, pero no pudo. Las piernas estaban rígidas y la respiración se le hizo repentinamente difícil. El hombre saludable y dinámico que había sido, pareció esfumarse; no podía flexionar las rodillas ni levantar los brazos por encima de la cabeza. Vio con espanto como el pecho se le hundía, los hombros tendían a unírseles y la espalda se encorvaba sin que pudiera evitarlo. Instintivamente se llevó las manos a las orejas y descubrió unos pelos duros como alambres. Arrastrando los pies caminó de regreso a casa y entro al baño, temeroso de encontrarse ante el espejo. Permaneció un rato con los ojos cerrados hasta que consiguió valor para encontrarse consigo mismo. Mirándole de frente vio un hombre viejo, un anciano de ojos nimbados por las cataratas y la piel apergaminada y mustia.
-¡Santo Dios!, acertó a murmurar.


La muerte de Asunción Macaria dejó una sensación de destrozo en Edgardo Funcia, no encontraba sosiego, pensó que  la abuela se había llevado con ella y para siempre su capacidad de vivir. Durante una semana no hizo otra cosa que pensar en Asunción Macaria e intentar recibir alguna señal suya, emitida desde algún lugar del universo, mas no ocurrió. Sin transición, al cabo de esos días empezó a percibió una rara calma interior, alivio semejante al que sintiera cuando la abuela, angustiada por la muerte de Agustina se había distanciado de él.
  Fue cuando conoció a María del Pilar, y el recogimiento de Asunción Macaria le había sido propicio para que la pasión por la muchacha creciera. Súbitamente empezó a sentir la misma quietud, sólo que ya no estaba María del Pilar para cubrir sus expectativas; se  había ido a vivir a La Habana con sus padres y le dejó la nostalgia del primer amor.
   La soledad se fue disipando con los días. La extrañaba, pero no dejaba de ser agradable volver a ser libre y pensar por sí mismo, sin que nadie le espiara las ideas. Por aquellos días pensó en el padre y lo embargó cierto sentimiento de culpa, una culpa indirecta, tal vez, pero desagradable, porque todavía los asesinos de Genaro estaban impunes.
  Sabía que la política no era su vocación, pero cada vez se fue metiendo en su conciencia la necesidad de hacerle justicia al padre. Lo meditó durante semanas y llegó a la conclusión de que algo habría de hacer, aunque la acción fuese contraria a su naturaleza.  
  Por mediación de la izquierda estudiantil llegó hasta los insurrectos e intentó ocupar el lugar que un día dejó inconcluso Genaro. Recibió entrenamiento, se vinculó cuanto pudo con el movimiento revolucionario en armas, pero no tardó en descubrir que el concepto de vida y muerte, para él, pertenecía al mundo de la mística; se encontraba en la frontera entre lo real y lo irreal, y ahora, el lenguaje de las armas tenía una dimensión concreta y diferente. Aceptó que su personalidad poco tenía que ver con la del padre y decidió retirarse a tiempo de sus aspiraciones épicas.
  Antes de decidir alejarse del movimiento con que  se había vinculado fue a la iglesia para pedirle consejo al párroco. E1 cura lo escuchó en silencio y cuando fue su turno le habló despacio, con sus manos enormes apoyadas en los hombros de Edgardo y sin dejar de ofrecerle una sonrisa casi imperceptible.
-Hijo, no somos rebaño, Dios nos hizo diferentes para que tomemos el camino que nos corresponde, si elegimos el equivocado el precio suele ser alto. Tu padre eligió el suyo, pero el tuyo es otro.
  Edgardo se fue al altar mayor y se inclinó ante la imagen de Cristo para pedirle paz para el alma de Genaro.


  Una mañana, mientras veía entrar la claridad por el resquicio entre la pared y el tejado, sintió el aleteo del Pininío que huía a su escondite. Inmóvil sobre la cama percibió que su mirada estaba como clavada en las cornisas barnizadas. Quiso moverse y no pudo, tampoco pudo hablar ni sabía a ciencia cierta si estaba en el colegio, en la casa de la finca o en casa del abuelo Belisario. Tomó aire y volvió a intentar mover las piernas y no lo consiguió. Escuchó un susurro al oído, unas palabras que no entendió, aunque pudo distinguir la voz inconfundible de Asunción Macaria. Cuando logró reponerse tuvo la sensación de que había estado en  terreno de los muertos y la certeza de que la abuela había intentado comunicarse con él.
   No aceptó la idea de revivir aquel capítulo sombrío que había marcado su vida desde la infancia, en medio de la bruma del duermevela, pensó que debía buscar un camino, una salida para seguir viviendo alejado de lo que había sido su vida hasta entonces y se dijo que tenía que huir.
Aferrado a aquella idea lo comunicó a la madre:
-Me llevaré sólo lo imprescindible. Necesito olvidarme quién fui y quién soy. Quiero inventar un Edgardo Funcia que no tenga que ver conmigo, mamá.
  Apesadumbrada, pero incapaz de oponerse, Floriselda Alquízar afirmó con la cabeza y se limitó a susurrar:
-Me gustaría acompañarte, pero sería un estorbo.
Edgardo la tomó de las manos y la besó.
 Floriselda dejó escapar un sollozo y dijo que se sentía culpable.
-Si hay algún culpable es Dios, dijo Edgardo y se persignó con desgano.


Después del envejecimiento repentino, Belisario Alquízar recuperó la vitalidad y conservó la lucidez y la bondad acostumbrada. Sin ninguna objeción  aprobó el proyecto del nieto y puso suficiente dinero en su bolsa para que viviera sin privaciones. Dos días más tarde, Edgardo partió sin equipaje rumbo a la  capital.


Abuela y el Pininío vinieron conmigo hasta La Habana; iban en el tren. Desde que me acomodé en el asiento me entró una incontrolable somnolencia que me pegó la cabeza a la ventanilla. Soñé que soñaba y en ese sueño que estaba dentro del sueño, abuela caminaba despacio entre las hileras de asientos. Estaba vestida con el uniforme gris-azul del conductor, por debajo de la gorra podía verse el pelo recogido detrás de la nuca. Venía muy despacio y sus manos transparentes y delgadas, como patas de araña, se agarraban de los asientos. E1 ruido de la locomotora se confundía con su respiración. El Pininío golpeó con sus alas en los cristales, en el mismo sitio donde estaba mi cabeza, entreabrí los ojos para que se fuera, pero volví a cerrarlos y el aleteo del Pininío se convirtió en oleaje y el agua venía hasta mis pies y se retiraba; volvía de la tierra al mar sobre la arena blanca y me dejaba una agradable quietud. La respiración de abuela se alejaba también entre las olas y el traqueteo de los coches sobre los rieles era golpe de agua sobre los arrecifes. Papá y mamá me llevaban de la mano sobre la arena blanquísima y húmeda; caminamos entre la gente que se asoleaban tendidos en el límite entre las aguas y la arena. Papá dijo que ahorita tenemos que irnos, para que no se haga de noche en el camino.
-Pero si nunca venimos al mar, protestó mamá.
Yo quería que ella siguiera protestando. Papá dijo que los caminos están malos para andar de noche.
Y mamá que le gustaría que viniéramos a vivir a la costa. Mira lo feliz que es el niño cuando viene a la playa.
Y parece que ella me sacaba esas ideas de la cabeza, porque era justamente lo que yo estaba pensando.
Que para ella el mar era la civilización, siguió diciendo, que en tierra adentro una se siente como metida eternamente en un baúl.  En el mar pareciera que el mundo está a los pies, como si la distancia y las cosas malas no existieran.
  De pronto yo estaba vivo y muerto al mismo tiempo. Ni despierto ni dormido, escuchaba el pito de la locomotora y sabía que iba para La Habana, pero el pitazo agudo se iba transformando y era el aullido del Pininío cuando venía de pájaro y perro flaco. Abuela susurraba entonces a mi oído:
“Aparta animal al feroz que antes de nacer tú nació el niño Dios”.
Medio despierto y medio soñando salí a caminar entre las hileras de asientos y vi ancianos cabeceando y niños dormidos, cayéndose de las piernas de sus madres, que también dormían. Me gusta el vaivén del tren cuando se impulsa. Y sin saber cuando volví a mi asiento y golpeé con la cabeza en el cristal de la ventanilla. De nuevo abuela apareció al final del coche y me miró con los ojos entrecerrados, se levantó la gorra de conductor hasta el centro de la cara y vi las arrugas de su frente. Sonrió con la sonrisa del Pininío, la misma que le robó a Quilla el moro.
“Aparta animal feroz que antes de nacer tú nació el niño Dios”.
Y levantó su mano derecha, que ya no era la suya, sino la de mamá detrás de la portezuela del tren. Mamá con su velo negro diciéndome adiós con los ojos nublados por las lágrimas.
-Busca un departamento a la orilla del mar.
- Sí, mamá.
-Un golpe de aire de mar es vida.

Voy de la mano de papá, hundiendo los pies en la arena y el miedo desaparece.
-Las olas tienen olor a casa nueva, a gente nueva, a mundos nuevos, dice mamá.
En el mar no existen las noches feas, pienso, y papá ha entendido lo que estoy pensando, porque me mira, sonríe y dice que a lo mejor un día de estos venimos a vivir a la costa.
Las noches en el mar son como la noche buena, con arbolitos de navidad y muchas luces de colores, y uno sabe que después será Pascua y luego vendrá el año Nuevo y el Día de Reyes, y Melchor, Gaspar y Baltasar estarán mirando por un huequito del cielo para ver como los niños se duermen y despiertan con juguetes nuevos.
Fuera de la costa está el Pininío, que ahora va encaramado encima de los coches para que no le den las luces de adentro. A ratos aletea y hace vibrar al tren y se oye el rechinar de las ruedas sobre los rieles. Luego se queda quieto y vuelve el ruido acompañado del oleaje y los pies de papá y mamá se hunden en la arena y el agua en su vaivén va borrando mis huellas y mi pelo se vuelve un remolino salitroso.
-Ahora sí vamos a tener que irnos, dice papá, está cayendo la noche.
Un ratito más, un nuevo chapuzón para el niño y la cabeza de papá se mueve aceptando y sonríe. No será la niña la que quiere un capuzón. “También”, dice mamá y corre para meterse al agua Se oye su carcajada, la que nunca se la ha oído en la finca y levanta el pelo para que el viento se lo lleve a jugar.
  Papá nos toma de la mano y mientras nos alejamos, el diablo y sus fantasmas empiezan a salir de su escondite y se meten entre las hojas de los árboles. Se escucha el aullido de los perros anunciando que el demonio anda entre las sombras. Las ramas se mueven aunque no haya viento. Yo busco al Pininío en la copa de los árboles, puede que esté en uno de aquellos o en todas partes, pero no logro distinguirlo. Oigo el susurro de abuela pegado a mi oído:
-Todavía estás muy cerca de la costa, nunca lo verás por esos lugares, nunca se acercará porque traes el mar pegado a la tu piel.
Miro hacia atrás y ya no veo ni sombra de la playa.
 E1 tren se zarandea y mi cabeza arremete contra el cristal.
-¿Se ha golpeado? pregunta alguien que se ha sentando a mi lado y en todo caso muevo la cabeza negando. No sé si es hombre o mujer quien me habla, pero veo que prende un cigarro y en la semioscuridad la llamita se vuelve pequeña y distante, hasta convertirse en el agujero por donde Melchor, Gaspar y Baltasar miran a los niños correteando con los juguetes.
  Abuela viene de nuevo tambaleándose entre los asientos y enseña su sonrisa de Pininío y de Quilla el moro, pero su voz  no es la misma.
-Entramos a La Habana.
Las ruedas rechinan contra los rieles y se escucha el pito quejumbroso de la locomotora anunciando el arribo a la estación. El sol me da en los ojos, pero los párpados pesan como si los halaran desde abajo. La Habana, vuelve a gritar el conductor pequeñito y regordete.
El tren se detiene bruscamente, los coches se golpean entre sí y tiemblan las ventanillas.
-Llegamos, muchacho, dice una voz a mi lado, los párpados logran separarse por fin. Los pasajeros se amontonan en la puerta de salida y en el andén los chicos gritan:
-Le llevo sus maletas.


Durante los tres primeros días en la capital, Edgardo no salió del hotel Packard, que le recomendó el abuelo Belisario. Bajaba al restaurante para hacer sus comidas y volvía a meterse en la habitación. Se pasaba las horas mirando hacia el mar azulísimo, por donde a ratos entraban o salían los barcos. Por las noches, cuando escuchaba el pitazo de algún buque anunciando su entrada a puerto, brincaba en la cama y le parecía que de nuevo estaba a bordo del tren.
   Al cuarto día se aventuró a bajar al malecón y caminó largo rato junto al mar. Le pareció que no sólo la madre había quedado atrás, también Genaro y la abuela. Extrañaba la mirada generosa de Belisario Alquízar y los excesos de Filomena. Pero tuvo la certeza de que no habría marcha atrás.
  Una semana después, estaba instalado en un departamento a una cuadra del malecón habanero y se sintió diferente. Estaba como despertando de una larga pesadillas. Nadie lo espiaba, nadie seguía sus pasos ni esperaba por él. No podía precisar si era feliz o indiferente, pero pensó que aquella sensación de quietud era irrenunciable. A pesar del bullicio habanero estaba disfrutando de una personalísima percepción; sin gente, sin Dios, sin tiempo y sin espacio. Pasaba horas  junto a la ventana de cristales que daba al mar, escuchando los ensayos de un cantante de ópera que vivía en el departamento  de arriba.
Salía a la calle sólo para buscar los alimentos indispensables. A ratos dormitaba en el sofá, caminaba de la sala a la terraza o se iba a la cocina para preparar un poco de café. Le importaban el mar y su quietud; nada más.
   El compromiso que hiciera con la madre y el abuelo de irse a la universidad, no pareció recordarlo. También olvidó entregar las cartas que le había dado el abuelo para viejos amigos, seguramente pidiéndoles  cuidado para el nieto.
  Una tarde, mientras leía sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared, el libro se escapó de sus manos y cayó sobre las piernas. Pasaron segundos, fracciones de segundos, quizás, y en ese lapso escuchó con claridad el susurro de Asunción Macaria junto a su oído: “A la calle”.
Despierto y parado en medio de la habitación, siguió escuchando las palabras, como si el eco hubiese quedado atrapado entre las cuatro paredes: ...a la calle... a la calle... a la calle.
   No durmió durante la noche, caminó de un lado al otro del departamento pensando en el aquel susurro que interpretó como orden. No alcanzaba a precisar si había soñado o en realidad la escuchó,  pero supo que era un mensaje. Al amanecer se dejé caer en el sofá, estaba cansado y no tenía sueño. Dejó correr la mirada neblinosa por el departamento, sin que buscara nada en especial, finalmente se detuvo en una foto que había colgado en la pared, lo único que había traído del pueblo;  él de pequeño y en los brazos de Floriselda. Creyó ver en su mirada el miedo que sintió siempre.
 De pronto creyó entender; ahí estaba el sentido de aquel mensaje de la abuela; tenía que librarse de sí mismo y esa libertad estaba en la calle. Debía estar entre los otros, entre los que andaban allá abajo.
    En la calle estaba la universidad, los amigos de Belisario, los cines, los clubes nocturnos y las mujeres. No conocía la desnudez femenina, salvo la que imaginó en María del Pilar. Necesitaba descubrirla, palparla, tener una mujer desnuda pegada a su piel y había que buscarla.
   Matriculó la universidad, pero había que esperar al inicio del curso. Aprovecharía para conocer los centros nocturnos y los lugares donde se reunía la juventud habanera.
    Desde el primer día de búsqueda en las calles de la capital empezó a sentir un cambio, cambiaba el ánimo y la percepción del mundo, pero tuvo la certeza de que faltaba una mujer. Se le tensaba la piel de sólo pensarlo. Le pareció que la brisa marina le traía olor a semen, a su propio semen, anegando a María del Pilar.
 Buscaba a la mujer cuando visitaba los centros nocturnos y cuando iba al cine, buscaba a María del Pilar, otra María del Pilar, cualquiera que ocupara el sitio imaginario que aquella ocupó, pero que tocara su piel, que aplacara ese estado como febril que lo poseía cuando salía a la calle. La timidez le impedía romper la distancia acceder al objetivo. Presa de tal limitación, decidió irse a los burdeles; allí no había que conquistar. Recorrió la calle Colón muchas veces y regresaba temeroso y urgido. Se iba hasta la terraza para masturbarse mientras miraba a alguna mujer que se alejaba calle abajo.
   Una de esas noches se dio de bruces con una mulata  que tenía unas enormes nalgas, unos senos caídos y una peluca amarilla que suponía su principal atracción. Sin darle tiempo a reaccionar lo empujó al interior de un pasillo y Edgardo Funcia se vio  literalmente encerrado en un pequeño cuartito, pintado de un rojo chillón. Los pelos se le pusieron de punta cuando la mulata prendió la débil luz y pudo observar las paredes sucias y llenas de inscripciones eróticas. Ella lo obligó a sentarse en aquella cama de bastidor hundido, casi pegado al suelo y sábanas percudidas.
   Él no lograba reponerse del impacto, se sentía como atado entre aquellas paredes. La mulata hizo gala de todas sus mañas, pero la virilidad de Edgardo estaba en banca rota y como colofón, las palabras de la puta:
-O la metes o te vas a singar a tu madre.
    Y  se fue a la calle decepcionado de sí mismo, enojado por su timidez, asqueado de aquella puta que le pareció horrible, pero no  se dio por vencido, era demasiado el ardor en el bajo vientre y mucha la necesidad de sentirse poseído. Volvió una y otra vez a los prostíbulos y todo se arruinaba cuando las rameras lanzaban sus ropas contra la pared y mostraban su desnudez. En ese instante el sexo bajaba, como si le hubiesen propinado un KO fulminante.
   Durante un mes se alejó de los burdeles, lo espantaba la idea de un nuevo fracaso. Sin embargo, no dejaba de percibir el olor a semen y orina que había en aquellas guaridas de las putas y eso lo traía como enloquecido, masturbándose varias veces al día y sin dejar de adivinar la imagen desconocida de María del Pilar.
   Cierta mañana bajó por el periódico y cuando miró la fecha lo invadió una sensación rara. Era ocho de septiembre y tuvo la certeza de que aquella fecha le traería alguna cosa grande inesperada y no por imprecisa, dejó de tener certeza de que sería grata.
  Apenas el sol se escondió en la infinitud de mar, Edgardo se fue a los burdeles, dispuesto a reparar los desaciertos. Caminó como autómata, guiado tal vez por la intuición o el presentimiento, sin otro proyecto que no fuera el encuentro con una ramera diferente.
   La puta lo recibió con una frase vulgar, que seguramente le había escuchado a alguna colega experimentada, porque él la sintió forzada, sin la menor espontaneidad, sin la grosera desfachatez que le había escuchado a las otras.
  Ella le pidió que lo hicieran a oscuras, él se sintió aliviado. La mujer se despojó de la ropa, pero en lugar de exhibir su desnudez, se cubrió con una bata. Se acostó junto a él y empezó a manipular con timidez, con temor, le pareció a Edgardo. Se miraron en silencio, con la imprecisión que le permitía la escasa claridad que venía desde el pasillo. Él reparó entonces en los enormes ojos verdes y los labios gruesos que susurraron alguna cosa. Empezó a acariciarle los senos duros, todavía en desarrollo. Ella lo besó, tímida, huidiza, y él percibió ternura. Sintió el fuego incontrolable que lo llevaba cada noche a la masturbación y disfrutó las delicias de aquel cuerpo.
   Se quedaron un rato tendidos sobre las sábanas percudidas y Edgardo contempló los detalles del rostro adolescente. El pelo negrísimo, en contraste con los ojos, caía sobre los hombros. Los labios, naturalmente rojos, tenían una rara humedad y Edgardo la besó, sin importarle  su condición.
-No te pareces a las otras, dijo al cabo de un silencio que empezaba a hacerse incómodo.
-¿A quiénes? A las otras putas.
-No soy puta, protestó la muchacha. Luego bajó la cabeza, con un gesto de rendición.
-¿Ah no?
Ella enterró la cara debajo de la almohada y se mantuvo en silencio. Cuando habló lo hizo como si gimiera.
-No lo soy porque me guste esta vida.
Él la miró detenidamente y sonrió con desgano.
-Entonces por qué lo haces, dijo y se puso de pie dispuesto a marcharse.
Ella lo detuvo.
-Todavía no.
Edgardo le dijo que no quería afectarle el trabajo, que tendría que atender a otros seguramente.
-No importa.
Edgardo volvió a hacerle el amor y antes de irse y le pagó como si se hubiera quedado toda la noche. Fue el estreno, su entrada a un mundo tan desconocido, como irrenunciable.
 La visitó diariamente durante una semana, sin saber que se llamaba Virgen de las Mercedes y que acababa de llegar de Gibara. Lo supo después, cuando ella le dijo afligida, que en su pueblo hay tanta hambre que por ahí dicen que hasta los perros se recuestan de los postes para poder ladrar. Lo dijo con dolor, sin ánimo de hacer un chiste. Luego le contó como la metieron a la prostitución y él sintió una rara sensación de vergüenza.
-Si te sientes mal no vuelvas, dijo ella.
Él no respondió, se vistió sin prisa mientras ella lo miraba desde el borde de la cama.
-Contigo no soy prostituta ¿verdad? murmuró con voz temblorosa. Lo hago porque me gustas. No debí aceptar tu dinero.
Edgardo la besó en la frente y se fue a la calle con el propósito de no verla más.

Durante los tres días siguientes estuvo desasosegado. Pensaba en ella todo el tiempo y no lograba conciliar el sueño. Tenía la sensación de que Asunción Macaria  estaba cerca y lo incitaba a volver al prostíbulo.
  Al cuarto día bajó corriendo las escaleras y se fue a la calle Colón  para pedirle a Virgen de las Mercedes que se fuera con él.
   Los ojos de la muchacha destellaron cuando escuchó la proposición, pero fue una reacción fugaz; enseguida se cubrió el rostro con las manos y gimió por lo bajo.
-¿Te has vuelto loco? Soy una puta aunque me duela, dijo y buscó refugio en el pecho de Edgardo.
-Es mi decisión, dijo él, resuelto; vienes conmigo a casa.
Ella movió la cabeza de un lado para el otro, sin atreverse a mirarlo.
Dijo que una puta no puede ser buena compañía. Él la acarició en silencio y finalmente dijo que no eres una puta, en todo caso víctima.
Ella volvió a negar, sin mucha convicción y Edgardo prefirió darle tiempo.
-Piénsalo hasta mañana. Y se alejó sin prisa.
 
 No fue difícil que Virgen de las Mercedes asumiera las costumbres que  Edgardo requería para sentirse complacido. Ella se empeñó en borrar todo vestigio de lo que antes fuera. Lo observaba cuidadosamente y seguía sus gestos y hábitos. En el sexo se comportaba con timidez y recato.
  Edgardo no olvidó totalmente el pasado de la muchacha, pero quiso ocultarlo. Ambos se empeñaron en ser felices, aunque a ratos los recuerdos que acudían a la memoria y les producía malestar. Eran felices cuando unían sus cuerpos sobre la cama y rodaban abrazados hasta el piso para terminar frente al espejo. Mientras ella le juraba en susurros que sólo había sido suya, porque era su único amor, Eduardo la colocaba en cuatro pies para ver como entraba y salía una y otra vez de la cavidad cálida y húmeda donde creía haber encontrado otra dimensión de la existencia. Después del orgasmo, todavía presas de las convulsiones, ella le hablaba al oído:
-Sin ti la vida no tendría sentido.
 Y le confesaba que si él no hubiera llegado, a estas alturas sentiría más asco por los hombres que por las cucarachas. 

  Estimulado por Virgen de las Mercedes y por las cartas de la madre, Edgardo matriculó en la universidad y se asoció a un club de pesca. Le gustaba irse mar afuera. En las profundidades de las aguas sentía la presencia del  padre, recordaba las historias que le había contado sobre sus viajes y lo imaginaba a bordo de un buque haciendo la travesía de Europa al Caribe. Pensaba en los ancestros, que vinieron de Asturias, Andalucía y de Cataluña; empujados por el viento marino, con la esperanza de encontrar un mundo mejor en tierras americanas.  
   -El mar es el camino a la semilla, pensaba Edgardo.
   Debajo o encima de aquel oleaje estaba el comienzo y el fin de todas las cosas.
-Desde que me metí en esto de la pesca no he vuelto a escuchar el murmullo de abuela. Tampoco la he soñado ni he percibido su presencia, le decía a Virgen de las Mercedes.
Edgardo Funcia sintió que se había cumplido un ciclo de su existencia y se dispuso a reiniciar la vida como quien cruza un río hacia la otra orilla y sin mirar para atrás. En el aula universitaria sintió que el miedo de siempre perdía intensidad y valía la pena desterrarlo, dejarlo en el pasado. Cada cosa que aprendía lo hacía más libre, más seguro. Virgen de las Mercedes lo comprendió  e hizo todo lo posible para estimular aquel entusiasmo. El viernes, cuando regresaba de la universidad, ella le tenía preparado el pequeño equipaje para que se fuera de pesquería con los amigos.
-No me gusta dejarte sola.
-Me gusta que seas feliz, respondía ella. Total, que así me pongo a tejer, porque tu hijo necesitará canastilla.
  Edgardo sintió que una energía ancestral se le metía en el cuerpo y no le salieron las palabras, ni siquiera un murmullo, una expresión. Tembló en medio de la sala y ella vio su rostro iluminado y luego palideciendo mientras los labios luchaban por decir alguna cosa. No lo consiguió y finalmente la levantó en brazos y se la llevó a la cama, casi a tirones le quitó la ropa y la penetró de pie.
  Aquella noche, a bordo de un yate, Edgardo soñó con la abuela por primera vez en mucho tiempo. La vio llegar vestida de amarillo. En el pelo llevaba también una flor amarilla. La vio sonreír  y luego volar como si fuera colibrí a lo largo de los pasillos de la casa, allá en la hacienda, y luego escapar por la ventana.  Pudo escuchar su voz antes que desapareciera:
-Lo hiciste, vas a ser padre.
  Y el eco de aquellas palabras lo fue despertando. Todavía aturdido  por el sueño, caminó hasta proa y miró al mar apacible de la madrugada, pero la voz de la abuela siguió moviéndose en la cabeza. Pasó por encima de los compañeros que yacían tendidos en cubierta. Se empapó el rostro sin que lograra apartar el eco  tenue que parecía instalado en el algún lugar del cerebro.
  Recostado a la baranda de estribor buscó la ciudad con la mirada, pero sólo pudo ver el reflejo de las luces cortando el horizonte. Pensó en Virgen de las Mercedes y deseó estar a su lado, acariciarle el vientre donde ahora se estaría formando el hijo.
   Durante mucho tiempo permaneció inmóvil, sintiendo el suave movimiento de las olas y escuchando el golpear incesante sobre el costillar de la embarcación. Cuando las palabras de la abuela habían sido arrastradas por la brisa y una sensación de agradable de vacío ocupaba su pensamiento, pensó nuevamente en la mujer y en el niño que vendría, y volvió a tenderse para dormir la madrugada. Entre sueño creyó escuchar fugazmente el aleteo de un pájaro enorme, pero no se alteró, el apacible gorgoteo de las olas embistiendo el yate le infundían paz y sosiego. Soñó entonces con Virgen de las Mercedes, la arropó entre los brazos y durmió plácidamente.

 Edgardo acariciaba el vientre de la mujer y acercaba, la   cabeza para sentir los movimientos del hijo.
-¿Lo sientes latir?
-Como si quisiera salir antes de tiempo.
  Eran felices, lo fueron durante muchos meses. Edgardo pensó que aquella contentura no pasaría nunca; era perfecta, capaz borrar los miedos y la inseguridad que lo acompañaron siempre.
  Cuando ya no lo esperaba, Asunción Macaria apareció de pronto. Llegó en un sueño, después se volvió brisa, murmullo, ruido en los oídos y la cabeza.
-No abuela, quiero ser feliz, gritó mientras Virgen de las Mercedes dormía.
Ella se sentó en la cama espantada y lo movió por los hombros. Edgardo  tenía las manos en la cabeza y  se movía sacudido por un incontrolable temblor.
   Virgen de las Mercedes lo llevó al médico, pero no encontraron enfermedad alguna. Le recetaron sedantes y  reposo.
-A veces el stress se manifiesta de modo extraño, dijo el médico.
Edgardo negó con la cabeza.
   Asunción Macaria había vuelto, estaba en su cabeza, en sus sueños, en una terrible depresión que se fue adueñando de su voluntad. Abandonó la universidad y no volvió al mar. Virgen de las Mercedes se comunicó con Floriselda para informarle y en unos días la madre y el abuelo llegaron a La habana. Edgardo les prometió que volvería a clases. En presencia de la familia se le vio animado. Belisario Alquízar desestimó la alarma de la mujer e intentó tranquilizarla.
-Son depresiones pasajeras, cuando llegue el  niño desaparecerán las crisis.
   Floriselda no estuvo segura, habló largas horas con el hijo y finalmente se sintió desilusionada. A diferencia del padre, sospechó que Edgardo estaba metido en un conflicto irreversible.
  Con la presencia de Floriselda y Belisario, Asunción Macaria pareció replegarse; Edgardo escuchaba como un murmullo tenue que lo había seguido durante algunas semanas, pero no llegó con nitidez un solo mensaje.
    El mismo día que despidió a la familia en la Terminal de trenes, regresó el susurro, las palabras de Asunción Macaria distorsionadas, al principio, como ahogadas en un torbellino de burbujas, fueron tomando claridad.
  Edgardo se fue hasta la iglesia de Reina, donde solía asistir los domingos acompañado por Virgen de las Mercedes. Caminó despacio desde la calle 23. Rezó durante cuatro horas. Pidió por el alma de la abuela y por su propia salvación. Imploró por Virgen de las Mercedes y por el hijo que venía, pero nadie lo escuchó. La abuela estuvo con él todo el tiempo. Vio su sombra moviéndose en el altar, bajando como murciélago desde la cúpula gótica; oyó sus pasos junto a él y sintió su olor pegado a la ropa.
  No volvió a conciliar el sueño, ni tuvo descanso. Los ojos se cerraban a ratos, pero permanecía en una especie de delirio que no daba lugar al reposo. Mientras la mujer dormía, él salía de la cama y volvía luego para intentar dormir, pero el murmullo sordo de Asunción Macaria sonaba cada vez con fuerza en los oídos, se metía en su sangre y correteaba en las venas hasta llegar al corazón y al cerebro.
-Ya, gritó Edgardo una noche, tirado sobre el sofá, llévame contigo o déjame en paz.
 Y las palabras de Asunción llenaron primero la sala, se metieron después en cada rincón, invadieron los balcones y las habitaciones, como en los tiempos que arremetía contra Satanás.
-Fin del ciclo, muchacho.
 Edgardo la vio parada bajo el arco que separa la sala del comedor. La vio con su vestido lardo y su pelo recogido por detrás de la nuca, vio los ojos pequeños, ahora sin brillo.
“Tu hijo, que será hijo de la ramera, dijo la abuela, vendrá bendecido y con él termina el ciclo fatal de los Pimentel.
-¿Qué hace aquí? Preguntó Edgardo, tembloroso, tal vez quiso preguntarlo y las palabras se empantanaron en el pensamiento, pero ella no pareció escucharlo.
Ya basta, quiso decir Edgardo, pero Asunción Macaria ya no estaba.
 Él no pudo precisar el tiempo que permaneció como muerto sobre el sofá, sin que pudiera verse un movimiento de sus músculos. Al cabo se puso de pie tambaleándose y fue hasta su habitación movido por el instinto. Durante algunos minutos miró a Virgen de las Mercedes en silencio, profundamente dormida, con la cabeza hundida en la almohada y su mano derecha fuera de la cama, rosando ligeramente el piso. Fue presa de la ternura o la melancolía, no supo definirlo; se inclinó y la besó en la mejilla, luego bajó para besar el vientre abultado, y tuvo que ir por agua para bajar la saliva que se hizo nudo en la garganta.
  Salió al balcón y el aire fresco de la madrugada se le pegó en el rostro, parpadeó, quiso decir alguna cosa que no pudo pronunciar, trató de ordenar sus ideas y tampoco pudo. Intentó orientar sus pasos y volver al cuarto donde la mujer dormía y tampoco lo consiguió. Movido por alguna razón desconocida se fue a la calle. La Habana estaba en silencio, el mundo estaba en silencio, el cielo había enmudecido, sólo el mar furioso, golpeaba contra el malecón. Bajó la calle Humbolt rumbo al mar. Sobre el ruido incesante de las olas escuchó por última vez el grito de la Tierra, luego los pasos de Virgen de las Mercedes yendo hacia el baño. Sintió la mano de Floriselda Alquízar acariciando su cabellera y el llanto de su hijo saliendo a la luz. Miró hacia el cielo y luego al mar, como atraído por alguna fuerza que no supo controlar se fue en busca del malecón, pero antes de que llegase a la acera opuesta, una ola inmensa se alzó, hizo parábolas en el espacio, tronó como edificio que se derrumba y descendió convertida en ave nocturna para aplastarse en medio de la vía; en el punto exacto donde él se había detenido. El agua buscó el alcantarillado para escapar,  en su fuga evaporó desde el asfalto y en esa niebla ascendente Edgardo cabalgó a las alturas.