miércoles, 23 de octubre de 2013

UN FENÓMENO DEMONÍACO PARA LA SUMISIÓN Y EL CONTROL



 
Rafael Carralero

 (21  de octubre de 2013)


El asunto que voy a abordar en esta ocasión les parecerá locura a muchos, sobre todo  aquéllos que nunca se han puesto a meditar sobre este espinoso asunto de las libertades individuales, que son naturales, o dicho de otro modo, que son propias de la naturaleza humana. Digamos que el derecho al libre movimiento debe ser respetado como un derecho  esencial del hombre. Mucho antes de que  éste fuera un ser gregario, status que respondió  a necesidades sociales y de sobrevivencia, era un libre andador. Se trasladó de un sitio a otro, por razones climáticas o de cualquier tipo y de ese modo fue propiciando cierto desarrollo civilizatorio que lo condujo al sedentarismo. Nunca después el hombre ha gozado de las libertades que tales condiciones le ofrecieron, con independencia del rigor que tal modo de vida conllevara. Desgraciadamente con los hallazgos crecieron las ambiciones, la jerarquización de la sociedad y las desigualdades. Aparecieron también los controles y se limitaron las libertades, entre ellas la libertad de migrar en busca de acomodo. Surgió el demoniaco concepto de extranjero.
 En ese proceso histórico las grandes multitudes han sido siempre  perdedoras, los privilegiados fueron imponiendo su jerarquía; el poder, debe entenderse. La distribución del mundo se volvió trampa fatal para las libertades;  ésas, “cacareadas” por los poderosos hasta el cansancio, para  que las multitudes no perciban su condición de reos.
   De pronto pulularon los linderos, las líneas fronterizas que implicaron distanciamiento entre los hombres, quienes fueron  confinados a determinados entornos geográficos. Feudos y naciones le impusieron  un sello  que los distinguió del vecino y del resto de sus iguales, dicho de otra manera; los volvió extranjeros.  
  Debemos aclarar aquí, que nada o poco tiene que ver el término nación con el de nacionalidad o de comunidad humana concreta. La nacionalidad o la comunidad, cualquiera que sea su dimensión, se distingue por un universo de signos distintivos que los identifican como “gran familia”. Códigos culturales (que incluye naturalmente el idioma), sistema de símbolos, valores identitarios,  que suponen intereses comunes, son algunos de los rasgos que identifican al conjunto de tal o cual comunidad humana. Generalmente estas comunidades se forman de manera espontánea, se agrupan a partir de procesos creativos y de convivencia comunes. Esos valores que configuran la identidad debían de ser sagrados, pero, generalmente son vapuleados, agredidos y, cuando menos, desestimados. (La identidad hoy resulta ser peligrosa  para los intereses globales de los grupos de poder).
  La acción de agruparse dio lugar a los rasgos de identidad que configuran las comunidades humanas y las distinguen de otras, llámese comunidad, nacionalidad, etc. Pero cuando  el feudo o nación se impusieron, también se impuso el agrupamiento forzoso. Bajo ciertas banderas o límites territoriales se estableció un nivel de dominio, que fue indiferente, casi siempre a los rasgos culturales de sus habitantes. Quiere decir, que estos límites establecidos a partir de fronteras conquistadas, negociadas o impuestas de cualquier manera, no son necesariamente concebidos a partir de intereses identitarios. Responden esencialmente a criterios de dominación. Lo que se encuentra dentro de determinados límites, impuestos convencionalmente, define la territorialidad, la “bandera”, el límite de cierto poder.
  Hemos de entender entonces, que las fronteras son contrarias a las libertades de movimiento y de acomodo del ser humano, en consecuencia estranguladoras de un derecho humano fundamental. ¿Quién, qué fuerza divina o terrenal le concedió derecho a determinados hombres y grupos sociales a ponerle límites a la Tierra? El planeta ha de ser  patrimonio de los hombres que lo habitamos, sin distinciones, sin leyes ni acuerdos que indiquen los límites territoriales que nos pertenecen o  aquéllos que nos son ajenos.
  Las fronteras, y,  en consecuencia, feudos o naciones son en su esencia inmorales, contrarios a los derechos y libertades del individuo. No estoy pensando ahora en la desaparición de las naciones, ese disparate no se me ocurre, porque  a estas alturas sería una catástrofe y, por tanto irrealizable, pero meditar sobre las consecuencias de la organización que hasta hoy se ha impuesto, es un imperativo en la búsqueda de organizaciones más nobles, justas, racionales y flexibles.
  Detrás de los conceptos de  extranjero o migrante hay un mundo de atrocidades. Discriminación, xenofobia, abusos de todo tipo y la persecución permanente es el resultado, la consecuencia que hoy sufren millones de personas en todo el planeta. Los linderos o las fronteras artificiales y arbitrariamente impuestas han conducido a una desigualdad pavorosa. Intento llamar a una reflexión sobre lo que implica para esas multitudes que emigran en busca de una existencia mejor. Legítimo derecho de la condición humana, pero al mismo tiempo derecho que se ha enajenado y violado, desde el poder. Son incontables y escalofriantes los abusos que se cometen diariamente con los migrantes, como si fueran bestias que descienden de otro mundo. En algunos puntos del planeta son objeto de caserías incesantes, en otras partes; en Centro América, digamos, centenares de miles de personas se enfrentan constantemente a riegos inhumanos, por ejemplo, la travesía de  la “bestia”, como se le llama a ese tren fatídico que recorre más de dos mil kilómetros llevando sobre su “lomo” la desesperación de miles de personas que no tienen trabajo ni esperanzas en sus países y asumen el “viaje de la muerte” en busca del sueño americano, que casi siempre se convierte en pesadilla de la que nunca logran despertar. Estas personas llegaron al límite en sus países y buscan extenderlo, encontrarle salida a partir de esa migración diabólica que pone también sus vidas en el límite,
  Otro tanto ocurre con los africanos, quienes amontonados en barcos pequeños, incapaces de soportar el peso excesivo, se exponen al naufragio constante con el propósito de llegar a tierra europea, con el único fin de trabajar en las sombras para sobrevivir, sabiendo que serán sometidos a la discriminación más inhumana posible.
  A simple vista pareciera que la tendencia actual globalizadora pudiera apuntar a una solución del conflicto. Suena bonito y para muchos podría ser esperanzador. Nada más lejos de la verdad. Cabría preguntarse ¿Qué es lo que se globaliza? Sería hermoso que se globalizara la igualdad, el intercambio equitativo, las riquezas y las posibilidades de desarrollo. Es cierto que la globalización ha sido importante en el terreno de las comunicaciones y, en consecuencia, ciertos adelantos tecnológicos y del conocimiento que se ofrecen a todo el mundo. Pero nada ha desaparecido del intercambio desigual entre los hombres y las naciones; nada de distribuciones equitativas. Nada ha cortado la brecha entre las regiones más pobres del planeta y las más ricas. Cada vez se hacen más visibles. ¿Dónde está entonces la justicia que supone la globalización? El 1% de los hombres de la Tierra poseen el 46% de las riquezas; el 10% tiene en sus manos casi el 90%. Sin embargo, cuando los pueblos se levantan contra esa globalización, se les ataca ferozmente a través de los medios y se les llama despectivamente: globalifóbicos, hasta convertir el término en sinónimo de “revoltoso, equivocado e ignorante”. Ocurre que la gente ha podido identificar detrás de la globalización, su verdadero objetivo; el dominio global, sencillamente. Para los grupos de poder que se mueven cada vez más agresivamente hacia mecanismos que expediten una dominación total del planeta, los asuntos de las multitudes no son más que pataleos de rebaño.
Esta realidad nos conduce cada vez a puntos más peligrosos; la enajenación y el individualismo crecen por todas partes. Las multitudes afectadas, olvidadas casi siempre, están siendo conducidas a un cierto aislamiento que lleva, a su vez, al egoísmo y la filosofía de “sálvese quien pueda” y a la pérdida galopante de valores. Magnífico “terreno” para el cultivo de la enajenación y la dispersión, que son fundamentales a  los intereses de los grupos de poder. El aislamiento implica también desideologización. Si estrangulo la solidaridad e impongo el individualismo acabo con la identidad, si liquido la identidad destruyo la cultura y en consecuencia la capacidad de respuesta y defensa de lo propio, de los valores propiciatorios de los intereses de la sociedad como colectivo actuante.   
  Nunca como hoy, ha sido tan visible el conflicto xenofóbico que se extiende por todas partes. Nunca como ahora, el concepto de extranjero ha tenido las implicaciones discriminatorias y de maltratos migratorios que caen de forma descomunal sobre millones de personas en todo el mundo, pero lo más triste y complejo del asunto consiste en que los propios desposeídos se apropian de cierto sentimiento “proteccionista”, que naturalmente les son inculcados, y que es igual a racismo, xenofobia y discriminación. Esas multitudes manipuladas actúan contra los infelices que son empujados por las penurias a  emigrar de sus tierras. Europa, agrupada ahora en una unión  (lo que parece ser favorable e ineludible, es decir, el surgimiento de bloques económicos), no ha podido hacer nada contra las desigualdades, las discriminaciones y la xenofobia, sobre todo cuando se trata de las minorías que emigran de otros continentes. El eurocentrismo conocido, tiene ahora la agravante de un racismo  y una xenofobia inmisericordes.
  No puede haber injusticia peor que la que padecen los pueblos africanos; el oneroso saqueo histórico de sus riquezas y el abandono los conduce a dejar sus comunidades empobrecidas para ir a echar suerte donde serán tratados como apestados por casi todo el mundo. Sin embargo, si nos atenemos a las teorías más aceptadas sobre el origen del hombre, tendríamos que aceptar que aquél es realmente el viejo continente, pero eso no parece estar en la memoria de muchos.
  Convengamos entonces en que el concepto de extranjero; concepto que no término, es profundamente detestable por lo que hay detrás. La “extranjería” puede significar discriminación, humillación, persecución, intolerancia, abusos de todo tipo, y una larga cadena se sufrimientos que conlleva cualquier intento migratorio. Extranjero viene del latín extraneus,  o del francés  estrangier  o etranger, que en cualquiera de los casos significa extraño, pero uno podría preguntarse si un hombre puede serle extraño al otro,  cualquiera que sea su ubicación geográfica, porque un objeto puede ser extraño, mas no un hombre, salvo que venga de otro planeta y tenga las virtudes de Polifemo. Hablo naturalmente de lo que debía ser, cosa que está muy lejos de lo que en realidad se practica.
  Filosóficamente visto,  cualquier emigrado podría preguntar: ¿quién y con qué derecho se me atribuye tal concepto si vivo en un planeta que no por obra de la naturaleza surgió fragmentado? Un extranjero es siempre un hombre discriminado, despojado de derechos universales, como el de opinar, disentir y trasladarse libremente de un sitio a otro. “Al país que fueres haz lo que vieres”, se le repite tendenciosamente al extranjero, para que no se le olvide su condición.
  (A favor de México hay que decir que cualquiera que sea el trato que reciba un extranjero que emigra al país por parte de las autoridades, lo cierto es que este pueblo, acostumbrado a la convivencia con ciudadanos venidos de cualquier parte, carece del rechazo  xenofóbico que padecen otros).
  Hay que destacar que el concepto de extranjero no está vinculado directamente con lo social y lo cultural, sino con soberanías políticas, de ahí que el establecimiento de naciones sea muy cuestionable y causa principal de ese lamentable concepto que es el de EXTRANJERO. Los países que sufren una poderosa xenofobia, casi siempre está alentada por el poder político, que consigue que una especie de “proteccionismo”  se apodere de la conciencia colectiva. A la larga, estas circunstancias pueden afectar a los propios países que la practican, porque, cuando menos, inhibe que  la fuerza laboral calificada que busca mejores opciones, acuda a sitios donde no son tratados con cortesía.
  Pero volviendo al punto de partida, si el término extranjero, como hemos apuntado, no es ni social ni cultural, sino político, tenemos entonces que el concepto al que el término apunta es en esencia políticamente inmoral. Hoy millones de personas emigran de todos los confines de la tierra. Evidentemente no abandonan sus comunidades por placer, ni por vocación turística, lo hacen porque en sus “terruños”, entiéndase naciones o comunidades, los políticos no han sido capaces de ofrecerles bienestar. Al menos una existencia segura y con cierto grado de prosperidad. Se van sin ignorar que enfrentarán una vida incierta, lo hacen desafiando represiones, persecuciones, racismos y discriminaciones de todo tipo. Se alejan de los suyos y de las concreciones culturales a las que pertenecen, con la esperanza, a veces elemental, de sobrevivir.
  Pero ¿quiénes son responsables de este flagelo que padece el planeta? Naturalmente que los hombres del poder. Por un lado los políticos, que tradicionalmente procuran beneficios personales y poco o nada hacen por sus pueblos. En una medida muy alta los países subdesarrollados lo son por la complicidad de sus gobernantes con las potencias imperiales. Han permitido el saqueo histórico, han hundido a la población en la ignorancia, la pobreza y el olvido. Las potencias se han aprovechado de tal subordinación y de esa ignorancia para convertir a los países en surtidores de materias primas y mano de obra barata, cuando la han requerido. Los países tercermundistas han sido víctimas del intercambio desigual. Así ha sido el comportamiento histórico; les saquean y le roban buena parte de la inteligencia. Es justo decir aquí, que hay cambios importantes en este comportamiento, porque muchos gobiernos de este tercer mundo, ya no responden a tal sumisión, han renunciado a esa regla de juego. Y las potencias han tenido que  modificar en, cierta forma, esas prácticas viejas, también porque la mendicidad  de los países en cuestión no les sirve a su mercado, y tampoco les resulta conveniente provocar levantamientos populares. Esto no quiere decir que hayan abandonado la idea ni las acciones para seguir apretando “el cuello” de las naciones en desarrollo. A todo esto se añaden los grupos de poder que luchan por un dominio global del planeta, un planeta de hombres subordinados y controlados, económica y tecnológicamente, desde esos centros invisibles, que lo mueven y lo manipulan todo.
  Dicho de otra manera, la política con su más sucio comportamiento y alejada de lo que debía ser su papel de equilibrio y concertación, ha propiciado esta migración alarmante, cada vez mayor y con mayores riesgos para el individuo. Pero los políticos, en un grado muy alto, no vacilan en levantar sus dedos para ordenar redadas, hacer deportaciones masivas y perseguir a emigrados, que muchos de ellos, tal vez mayoría, viven en la ilegalidad que les imponen.
  Reitero entonces que el concepto de extranjero, con todo lo que entraña, es una desgracia que abate a millones de personas en  un planeta que tiene dueños, administradores y gendarmes por todas partes. De esas desgracias nadie escapa, ni siquiera aquéllos que tienen el aparente privilegio de emigrar y adquirir la nacionalidad del país a donde se mueven. A veces la doble nacionalidad es su desgracia, porque en lugar de disfrutar de dos nacionalidades se vuelve extranjero en el país de origen, sin que en su nueva nación dejen de verlo como tal. De manera que la doble nacionalidad puede convertirse en doble extranjería. Esto  es como el juego del pollito y el gavilán: si te quedas quieto de mueres te hambre o te pasan por encima; si te mueves, te come el gavilán. 
  Pero definitivamente la humanidad no puede vivir de espaldas a este problema sensible, por mucho que los responsables de este fenómeno se empeñen en ocultarlo. No será posible sostener un asunto creciente e indetenible, por cierto, mientras continúe esta ausencia de equidad existente en el planeta. Para terminar voy a repetir algunas cifras antes apuntada, y aportar otras, que explican, justifican y revelan las causas de lo que estamos hablando. El 1% de la población del mundo es dueña del 46% de las riquezas, el 10% posee casi el 90 %. Según organizaciones internacionales que se ocupan de estos asuntos, en el planeta hay actualmente 214 millones de migrados, que hacen un 3,1 % de la población total. Quiere decir que por cada 33 habitantes de este planeta 1 emigra. Si reunimos los migrados  en un país, ocuparía el 5to. A nivel mundial en cuanto a densidad de población.
  Hay algunas preguntas con las que quiero terminar este trabajo ¿Es sostenible esta barbaridad? ¿La magnitud de  esta migración deja o no claro que la desigualdad es el peor de los problemas que abate al mundo? ¿Frente a este problema provocado o inducido  por los hombres que ejercen el poder, de una u otra forma, es aceptable que la mayoría de los migrados de la Tierra sean tratados con desprecio y abusos constantes? ¿ por muy convencionalizado, acepto y casi ineludible que esté, el concepto y tratamiento que implica el término  EXTRANJERO es o no una inmoralidad y una violación imperdonable a los derechos del hombre? Naciones Unidas (ONU) debía responderse estas preguntas antes de iniciar cualquier programa asistencial insuficiente y, sobre todo, antes de inmiscuirse en conflictos internos de las naciones. El conflicto es mundial y no se resuelve aplacando “escaramuzas” locales.    
        
   
     
 
         

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